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BOECIO (Roma, 480 - Pavía, 524/525)

LA CONSOLACIÓN POR LA FILOSOFÍA
(Selección)

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Traducción de La consolación por la filosofía por el poeta Esteban Manuel de Villegas (1663) completada con la que previamente realizó Fray Alberto de Aguayo (1516)

LIBRO PRIMERO

PROSA I

   Estando, pues, yo con mucho silencio entre mí pasando estas cosas y señalando como con puntero unas lacrimosas endechas, vi que una mujer se apareció sobre mi cabeza, de muy venerable rostro, ojos vivos y más perspicaces que suele ser la común vista de los humanos. Su color era sano y de vigor no extinguido, aunque tan llena de tiempo, que en ninguna manera se podía creer fuese de nuestra edad. La estatura mostraba incierta disposición, porque unas veces se acomodaba a la medida común de los hombres y otras parecía tocar el cielo con lo eminente de su cabeza; y cuando la levantaba algo más, el mismo cielo penetraba, dejando burlada la vista de los hombres. Sus vestiduras eran perfectamente acabadas, de hilos delgadísimos y de artificio muy sutil, pero de materia durable, y según ella me lo dio a entender, tejidas por sus propias manos, cuya hermosura había ofuscado una niebla de negligente vejez, a la traza que suele el humo a las vecinas imágenes; y en la parte inferior de ellas estaba entretejida una P griega, y en la superior, una T; y entremedias de estas dos letras se veían señaladas unas gradas al modo de escalones, por donde se subía de la letra baja a la superior. Y esta vestidura se mostraba rota por las manos de unos hombres furiosos, habiéndose llevado cada uno la parte que pudo. Tenía, además de esto, en la mano derecha unos librillos, y en la siniestra, un cetro. La cual, luego que vio las poéticas musas sentadas en mi cama, dictándome voces convenientes a mi llanto, un poco airada dijo, mirando con aviesos ojos:
"¿Quién es el que ha dejado llegar a este enfermo estas juglares ramerillas, pues ni ellas no sólo le aplican algunos remedios, sino que le estragarán con dulce veneno? Éstas son las que con estériles espinas de afectos ahogan la sementera fértil de la razón y las que no libran a los hombres de los males, sino que antes los acostumbran a ellos. Pues estad ciertas que si con vuestros halagos nos hubierais distraído un hombre profano, cual lo tiene el vulgo, que de mí se llevara esto con mejor modo, por estar en los tales mis obras muy lejos de ser dañadas. Pero ¿a un hombre como éste, criado con la leche de los preceptos eleáticos y académicos? Pues apartaos, oh sirenas, que sois dulces para la ruina de los hombres, y dejádmele curar y sanar con mis musas."
Dichas estas palabras, luego aquel coro, con tal reprensión avergonzado, bajó la cabeza, y confesando el empacho con los colores, se salió triste la puerta afuera. Pero yo, como tenía turbada la vista con muchas lágrimas, y no pudiendo saber qué mujer fuese aquella de tan imperiosa autoridad, quedé absorto, y clavando los ojos en el suelo estuve mudo, esperando ver lo que haría desde allí adelante. Pero ella entonces, llegándose más cerca, se sentó a los pies de mi cama, y mirándome a la cara, que la tenía afligida con el llanto y decaída con la tristeza, formando quejas de la confusión de mi alma, me embistió con estos versos:

METRO I

Los versos que en la dulce primavera
 de mis años canté, las fantasías  
de mi laúd sonoro,
¡ay, cómo ya se han vuelto en elegías,
en gemidos la gracia lisonjera,
y en acero infeliz el plectro de oro!
Hasta el sagrado coro
de las nueve doncellas
se ha reducido a cláusulas confusas,
y a llantos y querellas
el dulce regocijo de las musas.

Mas no por eso el miedo del tirano,
por bien que amenazaba a sangre y hierro,
hacer con ellas pudo
que me dejasen ir en tal destierro;
antes con un auxilio soberano
me han servido de báculo y escudo;
y con verme desnudo
de títulos y honores,
si antes cuidaban de mi edad florida,
no con menos favores
hoy honran mi vejez y mi caída.

Caduco estoy; confieso que la helada
senectud ha triunfado de mis días,
y el dolor impaciente
le ha dado paso por mis venas frías,
y a mis débiles huesos por morada,
con que la edad aún no era suficiente.
Sobre mi blanca frente
lucen Alpes nevados,
y las arrugas ostentan sus vacíos,
y los cueros holgados
se encogen y estremecen a los fríos.

Dichosa muerte aquella que a los años
más dulces se comide, y no los toca;
y de la misma suerte
la que los mismos autos no revoca
del que para remedio de sus daños,
la llama a voces en el trance fuerte.
Mas, ¡ay!, que ya la muerte
al triste, al afligido
siempre se esconde, siempre se retira,
y siempre al sumergido
en trabajos reserva de su ira.

Pero cuando la suerte prosperaba
dolosa mis acciones, ella dura
su guadaña blandía;
y ahora que con triste desventura
me ve fuera del trono que ocupaba,
vuelve a la vaina el filo que solía.
Pues, dulce compañía
de tanto amigo caro,
¿por qué así me llamabais venturoso?
Pero ya veréis claro
que el que cae no era puesto de reposo.

PROSA II

"Pero más es tiempo, añadió, de aplicar medicinas que de gastar querellas." Y luego, mirándome con atentos ojos, me dijo:
"¿Tú, por ventura, no eres aquel que un tiempo alimentado con mi leche y criado con mi alimento saliste robusto en las partes del alma? Porque cierto las armas que te aplicamos, si no es que tú las echases primero, bastaban a defenderte con su fortaleza invencible. Ven acá. ¿Me conoces? ¿Qué callas? ¿Acaso este silencio nace de vergüenza o de asombro? ¡Ojalá naciera de vergüenza! Pero, a lo que yo veo, el asombro es sólo el que te ha oprimido." Luego, como viese que no sólo yo callaba, sino que procedía a la manera de un mudo enajenado de su lengua, tocóme blandamente con la mano en el pecho y dijo: "No es de peligro esta enfermedad; letargo es de los que comúnmente embelesan el juicio de los hombres. Olvidado estará de sí por algún tiempo y fácilmente despertará, que de atrás sé que me conoce; y para que lo pueda hacer en breve, será bien que le aclaremos la vista, que la tiene turbada con la nube de las cosas mortales." Y diciendo esto, empuñando los pliegues de su vestidura, me empezó a enjugar los ojos, que tenía bañados en lágrimas.

METRO II

Cuando el humano apetito
en la vanidad se ceba,
creciendo van los cuidados,
creciendo van a gran priesa.
¡Ay, ay entonces, mortales,
cómo la razón se ciega,
y cómo da despeñada
en las profundas cavernas!
Sin luz al daño camina
alucinada y suspensa,
que le faltó la atalaya
en medio de las tinieblas.
Éste que veis, en un tiempo
acostumbrado a la alteza
de los cielos, discurría
por sus regiones etéreas;
del sol los purpúreos rayos,
y los aumentos y menguas
de la luna contemplaba,
y el curso de las estrellas,
o el que fijas continúan,
o el que vagantes reiteran,
siendo vencedor de todo,
mediante su buena cuenta.
También sin esto sabía
magistralmente la ciencia
de los rugidores vientos,
que los hondos mares vejan;
y en el alto firmamento
qué espíritu le revuelva,
y por qué el lucero Eóo
caiga en las hondas Esperias.
Demás esto escudriñaba,
por qué templaba las tierras
el verano, y las vestía
de tantas flores diversas,
y por qué causa el otoño
de la vid los granos llena,
sin otros muchos secreto
s que esconde Naturaleza.
Pues éste, ofuscado ahora,
con la luz mental enferma
y la cerviz amarrada,
yace entre graves cadenas,
donde vencido del peso,
e inclinada la cabeza,
baja el rostro y es forzado
(¡ay, Dios!) a mirar la tierra.

PROSA III

No de otra suerte, pues, sacudidas las nieblas, empecé a mirar el cielo, con lo cual me dispuse a conocer a mi enfermera. Y así, luego que en ella puse los ojos y la miré con más atención, conocí ser mi ama la Filosofía, en cuyo domicilio desde mi tierna edad fui doctrinado; a la cual dije: "¡Oh maestra de las virtudes!, ¿para qué, dejando tu alta morada, has bajado a estas soledades de mi destierro? ¿Acaso vienes tú también como rea a ser vejada conmigo por falsas acusaciones?"
A lo cual ella respondió: "¿Pues habíate yo de desamparar, hijo mío, ni dejar de tener parte en la carga que sufres por la envidia de mi nombre, sin hacerme partícipe en el trabajo? Claro está que no era hecho de la Filosofía dejar ir solo al inocente en su viaje, porque temiera yo mi propia reprensión y como de cosa nunca sucedida me asombraría. ¿Piensas, acaso, que es ésta la primera vez que la sabiduría ha sido provocada con peligros de las malas costumbres? ¿No sabes que mucho antes que llegara la edad de nuestro Platón solíamos tener debates con la ignorancia? ¿Y que viviendo él, su maestro Sócrates, asistiéndole yo, mereció llevarse la palma de la injusta muerte que le dieron? Tras quien el vulgo de los epicúreos y estoicos, y los demás, cada uno por su parte, como quisiesen entrarse por su herencia a fuerza de brazos, a mí, porque les daba voces y detenía, me trajeron a malas manadas, como si yo fuera los despojos, y rompiéndome las vestiduras, que yo por mis manos había tejido, me sacaron de ellas algunos jirones y se fueron, pensando haberme llevado toda consigo.
"Y así, por verse en ellos algunas señales de mi hábito, creyó la ignorancia ser éstos mis camaradas; no obstante que algunos de ellos, con los abusos de la profana turba, se contaminaron. Y dado caso que de la fuga de Anaxágoras, del veneno de Sócrates y de los tormentos de Cenón, como peregrinos, no tengas noticia, por lo menos de los Canios, Sénecas y Soranos bien has podido tenerla, por estar su memoria fresca y ser muy celebrada. Pues a éstos es cierto que no fue otra la causa de su ruina sino ser cortados al aire de nuestras costumbres y parecer en todo desemejantes a las de los malos."
"Y así no hay de qué te admires si en este piélago de la vida padeciéramos muchas tormentas, porque nuestro intento no es otro que desagradar a los inicuos. Que aunque el ejército de ellos es muy copioso, con todo eso le hemos de despreciar, porque se gobierna sin capitán, y así a cada paso es asaltado del error loca y temerariamente; de donde sucede que cuando alista ejército más poderoso contra nosotros, entonces nuestro capitán se recoge con su gente a la fortaleza, y ellos, en lugar de batirla, se embarazan en sólo el pillaje de unas inútiles alhajuelas; pero desde arriba nosotros, seguros de todo desatinado alboroto, nos reímos de ellos viéndolos embarazarse en el robo de cosas tan viles, y al fin estamos murados con un vallado tal que es imposible ser entrado por la ignorancia, aunque más nos guerree."

METRO III

Luego de mí la noche sacudida,
se huyeron los horrores,
dejándome la vista socorrida
de nuevos resplandores:
Como cuando al Argeste presuroso
se encogen las estrellas,
y el polo con el velo nubiloso
detiene en sí las huellas.
Cálase el sol, y sin que el firmamento
descoja su estandarte,
la noche se derrama y toma asiento
por una y otra parte.
Pero si sale el Bóreas animoso
de su caverna fría,
la noche se deshace, y, luminoso,
vuelve a aclarar el día:
y con súbita luz el alto Febo
asalta los mortales,
y al fin empieza a iluminar de nuevo
los rayos visuales.

PROSA IV

Luego me dijo: "¿Acaso sientes esto? ¿Llega a morderte en el alma; o eres como el jumento a la guitarra? ¿De qué lloras? ¿Por qué haces tus ojos fuentes? Declárate conmigo, ea, y no lo ocultes. Porque si deseas que el médico obre, conviene que reveles la herida."
Yo entonces, cobrando nuevas fuerzas, le respondí: "¿Por ventura hay necesidad de declaración? ¿O no es tal la aspereza de la fortuna, contra mí cruel, que ella por sí no se dé a conocer? ¿Acaso la figura del lugar no te mueve; o es ésta la librería que habías escogido para tu asiento en mi casa, donde tú de ordinario solías disputar conmigo de las cosas divinas y humanas? ¿Era éste el ornato; era éste el rostro que tenía yo cuando contigo escudriñaba los secretos de naturaleza; cuando tú me señalabas con la varilla el curso de las estrellas; cuando me instruías en las costumbres y me dabas razón para ordenar toda la vida al ejemplo del celestial concierto? ¿Son éstos los premios que llevamos los que te servimos? Tú, pues, por la boca de Platón declaraste esta sentencia: que serían dichosas las repúblicas si fuesen gobernadas por varones sabios, o los que las gobiernan se diesen al estudio de la sabiduría. Tú, por la boca de este mismo varón, aconsejaste a los sabios que tomasen a su cargo el peso de la república, porque no entren a gobernar los perversos y malos para ruina y pestilencia de los buenos.
Yo, pues, abrazando esta doctrina, que la aprendí de ti en mis retirados ocios, procuré trasladar la república al uso de común señoría. Y esto lo sabe Dios, que es el que te infunde en la mente de los hombres, y tú también lo sabes, que jamás me llevó a la cumbre del magistrado otro deseo que el cuidado común de los buenos, por lo cual he tenido con los facinerosos pesadas y terribles discordias. Y lo que la libertad de la conciencia en sí tiene es que siempre desprecie las acedías del pordeso, a trueque de amparar la justicia. ¡Cuántas veces a Conigasto me le opuse, viéndole que se arrojaba a las haciendas de los pobres! ¡Cuántas a Triguilla, mayordomo de la casa real, haciéndole desistir, no sólo de las injurias intentadas, sino de las del todo conseguidas! ¡Cuántas veces a los miserables, que de ordinario vejaba la avaricia de los bárbaros jamás castigada, defendí de infinitas calumnias, oponiendo mi autoridad a muchos peligros! Y con todo eso ninguno fue poderoso para hacerme pasar de la justicia a la iniquidad. Tras esto, no de otra suerte sentía ver despojar de sus haciendas a los pobres feudatarios provinciales, ya con particulares robos, ya con tributos públicos, que si fuera uno de los agraviados.
En el tiempo de una terrible hambre, cuando parecía que había de padecer la provincia de Campania una grandísima necesidad, por razón de una compra que se había hecho, yo, por la utilidad común, tomé a mi cargo la causa contra el prefecto del Pretorio y pugné con él, no obstante que el rey lo sabía, y al fin salí con que no se hiciese la tal compra. A Paulino, varón consular, cuyas riquezas se habían engullido los palatinos lebreles por ambición y codicia, yo se lo saqué de sus voraces gargantas. Yo me opuse a los odios de Cipriano, fiscal, porque la acusación de Albino, varón consular, no llegase a ser pena. ¿No te parece que he irritado contra mí hartos desasosiegos? De buena razón, por esto, debía yo vivir entre los demás muy seguro, pues por respeto de la justicia no quise para mí guardar nada de lo que me pudiera hacer más cauto para con los ministros de Palacio. Pero, ¿por quién te parece que somos acusados? Por un Basilio, que ha días que fue despojado de su real oficio. Éste, por dineros que le dieron, fue movido a querellar de mi nombre.
Además de esto, a Opilio y Gaudencio, por grandes embustes y fraudes que habían urdido, se les había notificado el destierro, en que por sentencia del rey estaban condenados; y como se acogiesen a la Iglesia por no obedecerla, sabido del rey, mandó que dentro del término señalado, si no salían de la ciudad de Rávena, fuesen sacados con señales en sus frentes. ¿Pues qué cosa se puede añadir a esta rigurosidad, que el mismo día, y por estos mismos dada, fuese admitida nuestra acusación? ¿Qué diremos a esto? ¿Acaso merecieron esto nuestras acciones, o por ventura justificó a estos acusadores su primera condenación?
¿Es posible que no se corrió la fortuna, y ya que no de la inocencia del acusado, por lo menos de la bajeza de los acusadores? ¿Deseas saber la suma del delito? Porque quisimos que el Senado no peligrase. ¿Deseas saber el modo? Porque detuvimos el correo que llevaba la querella contra el Senado para ser dado por traidor. ¿Y qué juzgas de esto, maestra mía? ¿Negaremos el delito porque no te echemos en vergüenza? Confieso que lo quise; ni me arrepentiré de haberlo querido. Confesarélo, con que no se admita lo de impedir el correo. ¿Por ventura llamaré maldad al haberle deseado la salud a aquel amplísimo orden, no obstante que él en sus acuerdos dio a entender que lo había sido?
Pero la imprudencia de los hombres, que de ordinario es mendaz, no puede quitar los méritos. Bien que a mí, que me gobierno por el consejo de Sócrates, no me parece que es lícito ocultar la verdad ni afirmar la mentira. Aunque el modo que en esto se haya de tener lo dejo a tu juicio y al de los varones sabios que lo determinen. Y porque no se les pueda encubrir a los venideros la verdad del caso, ni los lances que en él ha habido, lo he remitido a la pluma y a la memoria.
Pero de las cartas falsas porque me acusan de haber tenido esperanza de la libertad romana, ¿de qué sirve hablar? Sería esta calumnia fácil de averiguar si se me concediese el examen de las confesiones de mis acusadores, cosa que en todos negocios tiene gran fuerza. ¿Pero qué libertad puede esperarse ya? Ojalá se pudiera alguna, que yo respondiera lo que Canio a Cayo César, el hijo de Germánico, que acusándole de haber sido cómplice en una conjuración que contra él se hizo, respondió: 'Si yo lo supiera, tú no lo supieras.' Así que la causa de turbar esta tristeza mis sentidos no ha sido por quejarme de que los malos hayan armado contra la virtud fraudes; pero de que a los tales se les haya logrado todo lo que han querido, terriblemente me asombra. Apetecer lo muy malo puede ser por defecto nuestro; pero que a vista de Dios salga la maldad contra la inocencia con todo lo que intentare, semejante a prodigio parece. De aquí uno de tus amigos no sin causa preguntó: 'Si es que hay Dios, ¿de dónde vienen los males? Y si no le hay, ¿de dónde los bienes?'
Pero sea lícito que los malos me hayan de destruir, ya que su costumbre es beber la sangre de los buenos y de todo el Senado; por lo menos no era lícito que yo esperara esto de los padres, puesto que me arriesgué por los buenos y por el Senado. Bien te acuerdas, a lo que pienso, que nunca hablé cosa, ni la hice, que no fuese ordenada por ti.
Bien te acuerdas que en Verona, cuando el rey, deseoso de la común ruina, quiso achacar a todo el Senado el crimen de lesa majestad, de que era acusado Albino, con cuánto peligro de mi persona defendí su inocencia; y sabes también que todo esto es la verdad, sin haberme acogido nunca a la jactancia de mi propia alabanza; porque en alguna manera se disminuye el secreto de la conciencia del que se alaba, todas las veces que uno recibe el premio de la fama con la ostentación. Pero ya has visto en qué ha parado nuestra inocencia, pues en vez de recibir premios por la verdadera virtud, venimos a padecer la pena de un falso delito. ¿Y qué delito ha habido jamás, por averiguado que esté, que en el rigor de la ley haya tenido a todos los jueces de un parecer? ¿Qué o el error mismo del ingenio humano, o el suceso de la fortuna, incierto a todo género de mortales, no los haya hecho desconvenir? Y dado caso que mi delito fuese haber intentado poner fuego a los templos sagrados, degollado a los sacerdotes con sacrílega espada, y maquinado la muerte a todos los buenos, primero que sentenciado, debía estar de todo esto confeso y convencido; pero hase hecho conmigo muy al revés, pues con estar desviado casi quinientas millas, y sin patrocinio, somos condenados a muerte y a confiscación de bienes por sólo habernos inclinado al Senado más de lo que convenía.
¡Oh colmados de méritos! ¿Que ninguno pudo ser convencido de semejante crimen? Cuya calidad de delito bien la conocieron los acusadores, pues para que llevara color de alguna maldad fingieron que yo había contaminado con sacrilegio la pretensión de la dignidad; como si tú, que estabas en mí colocada, no apartaras de mi alma el deseo de las cosas mortales, o el sacrilegio pudiese tener parte en mí a vista tuya. Cada día es cierto que derramabas en mis orejas y en mis consideraciones aquel dicho de Pitágoras: 'Que a Dios se ha de servir, y no a dioses.' Ni me era decente acogerme al refugio de infames espíritus; porque tú me guiabas para una gran excelencia, que es hacerme a Dios muy semejante. Además de esto nos defienden de la sospecha de tal crimen la inocente vivienda de la casa, la compañía de amigos y el santo suegro Símaco, hasta en el trato común reverenciable.
Pero, ¡oh maldad!, que ellos a ti te echan la culpa y a nosotros nos hacen dueños de este sacrilegio, no más de porque estamos llenos de tus disciplinas y compuestos a la traza de tus costumbres. Y no era harto el haberse frustrado en mí tus trabajos, sino que gustes ser maltratada por causa mía. Júntase también a estos nuestros infortunios otro inconveniente, y es que el aprecio de los más no pone la mira en el mérito de las cosas, sino en el suceso de la fortuna, y sólo aquello juzga redundar de la divina Providencia, que la felicidad apoya. De donde nace que este buen aprecio sea el primero que desampara a los infelices. Por tanto, tiemblo de acordarme ahora de los rumores del pueblo y de sus varios y desconcertados pareceres. Sólo quiero decir una cosa, y es que la mayor carga que consigo trae una adversidad es que todos creen que los desgraciados son verdaderos autores del crimen que se les carga.
Por tanto, yo, despojado de todas mis dignidades y tocado en la estimación, por mi buen proceder, he sido castigado. Tras esto me parece que veo todas aquellas infames tiendas llenas de hombres facinerosos bañarse en gozo y alegría, y que no hay ya hombre malo que no me esté amenazando con nuevas acusaciones, y, por el contrario, los buenos desmayados con el miedo de nuestra ruina. Los malhechores, ¿quién duda sino que ya son incitados a cualquier atrevimiento sin castigo y con premios para su efecto? Pero los inocentes, no sólo privados de seguridad, sino de la misma defensa; así que conviene decir a grandes voces:

METRO IV

El que tranquilamente
aderezó su vida
desestimando el riguroso hado,
y con cerviz erguida,
mirando preeminente
de la fortuna el bueno o mal estado,
pudo tener el rostro sosegado,
no temerá el semblante
del mar cuando se enoja,
mezclando con las ondas las arenas,
ni menos la que arroja
llama bermejeante
el Vesubio, ya rotas las cadenas
del azufre hospedero de sus venas:
No el rayo que endereza su violencia
a la cima de los más elevados chapiteles.
¿Por qué han de poner grima,
pues, a vuestra flaqueza,
¡oh miserables!, las caninas pieles
de los tiranos, sin poder crueles?
Por tanto, si quisieres
desarmar la violencia
del poderoso en medio de su ira,
seráte conveniencia,
que ni temas ni esperes;
porque quien teme al mal, o al bien aspira,
no es dueño de sí mismo, que es mentira.
Sino como soldado
cobarde que depuso
el militar escudo, y dejó el puesto,
que él mismo se compuso
la cadena y candado
en que ha de ser atraillado y puesto,
con mengua suya, para fin molesto."

PROSA V

Como hubiese yo con un dolor continuo desfogado esto, ella, con rostro alegre, sin nada indignarse de mis quejosas razones, dijo: "Luego que te vi triste y lloroso eché de ver tu miseria y destierro; pero que éste fuese tan lejos de tu patria, si tú no lo dijeras, yo no lo sabía. Mas que digas que te han desterrado muy lejos de ella, haste engañado. Y si tú quieres más presumir que te han desterrado, tú solo te desterraste, porque esto a nadie le es lícito contra ti. O si no, conviene que te acuerdes de qué patria eres descendiente, y verás que la tal no se gobierna en forma de multitud, como la de los atenienses: sólo allí es el señor uno, uno el rey y uno el príncipe, la cual se alegra con la frecuencia de los ciudadanos y no con el destierro. Allí es grande la libertad que se tiene en obedecer al freno y a la justicia. ¿Es posible que no tengas noticia de aquella antiquísima ley de tu Roma por la cual se estableció que a nadie se pudiese desterrar que quisiese en ella fijar su domicilio? Y así el que está dentro de sus muros y debajo de su tutela, en ninguna manera tiene miedo de ser desterrado, pero si desistiere de habitar en ella, al mismo paso empieza a privarse de este beneficio. Así que no me lastima tanto la figura de este lugar como la de tu rostro. Ni me desvelo en buscar las paredes de tu librería labradas con marfil y vidrio, como el asiento de tu mente, en quien no coloqué los libros, sino las sentencias de ellos, que es lo que les da estimación. Tú dijiste muchas cosas en razón de lo que se debía a tus méritos, hechas por la utilidad pública, y todas verdaderas, que respecto de la grandeza de ellas aún anduviste corto. De los capítulos que te han puesto, si con honestidad, si con falsía, dijiste lo que ninguno ignora. De tocar tan a la ligera las maldades y dolos de tus acusadores, lo has acertado, porque mucho mejor y más por extenso lo hará esto y el vulgo, que es el que todo lo sabe. Ponderaste también, y con vehemencia, el hecho del injusto Senado, y juntamente te lastimaste de nuestra injuria; lloraste asimismo los daños de la ofendida opinión. Y, finalmente, el sentimiento se encendió contra la fortuna, y tú te quejaste de que los premios no respondían a los merecimientos, y a los finales de tu airada musa pediste encarecidamente que la paz que modera el cielo gobernase también las tierras. Pero porque te ha cercado un gran ejército de pasiones y el dolor, ira y tristeza te traen muy dividido en partes, como al presente está muy mental, por eso no te pertenecen ahora remedios muy fuertes. Por lo cual usaremos de algunos más ligeros de aquí a un poco, para que al que endurecieron con grandes turbaciones, con tacto suave le enternezcan, disponiéndole a que pueda recibir después la aspereza de medicamento más riguroso."

METRO V

¡Oh! Tú, gran fabricador
del firmamento estrellado,
que en trono fijo sentado
para siempre durador,
al orbe, al cielo mayor,
le arrebatas fácilmente,
y con vuelta diligente
le giras, y a cada estrella
le das ley, para que en ella
se ejercite eternamente:
Por ti la luna aparece
sin cuernos, llena el semblante
todas las veces que obstante
a la luz del sol se ofrece;
y al paso que ella más crece,
son las estrellas menores;
pero si a los resplandores
del hermano se avecina,
compra su propia ruina,
pues se transforma en horrores.
Por ti el lucero del día
sale cuando el arrebol,
queriendo suplir el sol
la luz, pero con luz fría;
y después que ya la umbría
región al amanecer
empieza a resplandecer
con la venida de Febo,
vuelve a esconderse de nuevo,
para a la tarde volver.
Tú en el invierno encogido
por el tiempo de la bruma,
haces una breve suma
del sol, hasta allí extendido;
pero cuando ya erigido
sobre el Nemeo León,
fatiga con dilación
las horas del día, que
la noche las suyas dé
con menor revolución.
Con tu virtud se modera
el año, pues la coscoja
si al alborear perdió la hoja,
para el Fabonio la espera;
y las que el Arturo viera
mieses apenas sembradas,
el Can las da sazonadas,
y al fin se guarda la ley
antigua que, como rey,
diste a las cosas criadas.
Sólo parece has echado,
¡oh santo gobernador!,
las del hombre por mayor
como dicen, al trenzado;
porque si no, ¿por qué el hado
o la fortuna a las veces
han de punir como jueces
a la inocencia encogida
con pena sólo debida
a traiciones y dobleces?
Los tronos más eminentes
hacen ocupar las salas
de las costumbres más malas,
no de las más convenientes;
y sobre los inocentes
vemos las inicuas plantas,
y cuántas virtudes, cuántas,
que se ocultan y oscurecen,
y en vez del malo perecen
las inocentes gargantas.
Aquí el perjuro se mira
corre seguro de daño,
y colorido el engaño
del barniz de la mentira;
y el pueblo que se conspira
contra el rey que más temió,
a quien muy poco valió
su autoridad y potencia
que una popular violencia
¿qué fuerzas no quebrantó?
Pues, ¡oh! tú, cualquier que seas,
deidad que todo lo hermanas:
las tierras que no son vanas,
ni indignas que las poseas,
por tu bondad que las veas,
y al hombre vejado de
la cruel fortuna, haz que
tranquilidad goce ya,
y que se practique acá
la que en el cielo se ve.

PROSA VI

"Cuanto a lo primero, sufrirás acaso que yo con algunas preguntas toque y tiente el estado de tu alma, para que vea qué modo se ha de tener en la cura." Yo, entonces, le dije: "Haz las preguntas que quisieres, que yo te responderé." Entonces ella me dijo: "¿Por ventura piensas que este mundo se rige por sucesos temerarios y sin orden, o crees que hay razón que le gobierne?" Yo repliqué: "En ninguna manera he presumido que intervenga caso temerario en el movimiento de cosas tan bien concertadas. Antes sé de cierto que a esta obra preside un Dios, que es su fabricador. Ni habrá día que me pueda apartar de la verdad de este parecer." "Así es —dijo ella—, que poco ha lo cantaste, y aun lloraste de que los hombres estuviesen fuera de la atención de la divina Providencia. Porque de las demás cosas nunca negaste ser gobernadas por razón. Pero en gran manera me admira que estando murado tú de tan sana sentencia, hayas enfermado. Tomemos, pues, el examen de más alto, porque sospecho que nos falta algo. Por tanto, conviene que me respondas a esto: ya que no dudas que el mundo sea gobernado por Dios, ¿acaso has advertido con qué medios?" Yo, entonces, le dije: "Apenas se adónde tira la sentencia de tu pregunta, y así me hallo incapaz de responder a ella." "¿Por ventura engáñeme —dice— en pensar que faltaba algo, por donde, como por portillo, se entrase en tu alma la fiebre de tus perturbaciones? Pero dime: ¿tienes memoria de cuál sea el fin de las cosas y el blanco a que mira toda la naturaleza?" "Oídolo he —dije—, pero la tristeza me ha embotado la memoria."
Filosofía: ¿Y sabes también de qué parte traigan todas las cosas su origen?
Boecio: Conozco —dije— que es de Dios.
Filosofía: ¿Pues en qué va, que sabiendo quién es el principio de las cosas, ignora cuál sea el fin de ellas? Pero éstas son las costumbres y el poder de las turbaciones, que valgan para mover al hombre de su puesto, no para arrancarlo y desarraigarlo del todo. También quiero que me respondas a esto: ¿te acuerdas que eres hombre?
Boecio: ¿Pues no me he de acordar? —le respondí.
Filosofía: ¿Y me podrás decir qué cosa sea el hombre?
Boecio: ¿Pregúntasme, acaso, si es que sé de mí que soy animal racional y mortal? Porque en cuanto a esto sé que lo soy, y de ello me confieso.
Filosofía: ¿Y al fin no sabes que seas otra cosa?
Boecio: No lo sé.
Entonces dijo ella:
—Ya sé otra causa, y no pequeña, de donde nace tu mal: que es de haber dejado de saber qué es lo que eres. Y así he descubierto la razón de tu enfermedad y el camino por donde hemos de senderear tu salud. Tú, con el olvido de saber qué eres, te confundes; y ésta es la causa por que te has quejado de ser desterrado y despojado de tus propios bienes, y como al cabo ignoras el fin de las cosas, así tienes por felices y poderosos a los hombres pésimos y malvados. También, como estás olvidado de saber con qué medios se gobierne el mundo, piensas que las vueltas de la fortuna se revuelven, sin que haya quien las modere, tropiezos no pequeños para caer, no sólo en la enfermedad, sino en la misma muerte. Pero gracias al autor de la salud de que naturaleza no te ha dejado del todo. Y así tenemos en nuestro favor aquella verdadera sentencia del gobierno del mundo, que ha de ser gran reparo de tu salud, puesto que crees estar sujeto a la divina Providencia y no a la temeridad de los sucesos. Por tanto, en ninguna manera temas que de esta pequeñita centella se ha de encender el calor que te restituya a la vida. Y porque aún no ha llegado el tiempo apto para remedios más fuertes y se sabe ser tal la naturaleza de los ingenios humanos, que mientras repudia las verdaderas se viste de las opiniones falsas. De donde viene que, extendiéndose la niebla de las perturbaciones, ofusque la clara vista de la verdad, contra quien procuraré aplicar unos ligeros y medianos fomentos para que, ahuyentadas las tinieblas de las pasiones dolorosas, puedas ver el resplandor de la verdadera luz.

METRO VI

El labrador que puso
en el cambio de Ceres
su trigo, porque trigo
y usuras le volviese,
si cuando sobre el Cáncer
se hospeda el sol ardiente
quiere hacerse pago
de las tostadas mieses,
y burlado se hallare,
serále conveniente
volverse a las bellotas
si perecer no quiere.
Para coger violas
nunca el prado frecuentes
cuando rechinadores
los aquilones vienen;
ni con golosa mano
en el verano aprietes
el fruto de las vides;
que cuando conviniere,
si a Baco se le pides
en el otoño fértil,
será dificultoso
que entonces te le niegue.
Tiene Dios repartidos
con fijos aranceles
para en diversos tiempos
oficios diferentes;
y así será excusado
querer antecederse
el paso de las cosas,
que Dios a raya tiene:
que lo que se atropella
precipitadamente,
sin orden, de ordinario
a tristes fines viene.

 

METRO VII

Cuando las nubes
negras se esparcen
en vano pestañean
las estrellas brillantes,
y cuando el Ponto
turbado yace
con el Noto que sopla
por una y otra parte,
luego las ondas,
muy semejantes
al cristalino vidrio
y a las serenas tardes,
con el revuelto
cieno que traen
impiden a la vista
a que de allí no pase.
Y al presuroso
río que nace
de las montañas altas,
y despeñado cae,
tal vez la peña
puesta delante
impide la corriente,
ya que no se la pare.
Tú, pues, si quieres
con rutilante
luz ver el buen camino
que guía a las verdades,
huye el contento
y haz que se aparten
el miedo y la esperanza
con el dolor cobarde:
que donde reinan
afectos tales,
la mente se oscurece
y al freno atada yace.

"Libro II"