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JUAN TAULER (1300-1361)
 TEMAS DE ORACION - INSTITUCIONES
(Selección)
De: Juan Tauler, Obras. Universidad Pontificia de Salamanca/Fundación Universitaria Española, Madrid 1984. Edición, traducción y notas por Teodora H. Martín

 

TEMAS DE ORACION

3. SILENCIO

Cuando un sosegado silencio
todo lo envolvía (Sb 18, 14)

         Tema. Con ocasión del nacimiento del señor he hablado de la generación eterna del Verbo, cómo el Hijo engendrado incesantemente por el Padre en la eternidad ha nacido en el tiempo hecho hombre. Digamos, pues, algo del nacimiento que debe lograrse dentro de nosotros, en toda alma santa. El Padre celestial pronuncia su Palabra eterna en el alma del justo. Estoy hablando a personas en vía de perfección. No me dirijo ahora a aquellos que no se han ejercitado en la virtud y se dejan guiar por inclinaciones naturales. Tan alejados están que no tienen idea de este otro nacimiento.

         El tema esta basado en dos textos bíblicos: el primero, del Libro de la Sabiduría, dice así: "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera" (Sb 18,14). El segundo, del Libro de Job: "A mí se me ha dicho furtivamente una palabra, mi oído ha percibido su susurro" (Jb 4,12).

         Introducción. Vamos a considerar tres puntos en los textos citados. Lo primero es en qué parte del alma pronuncia Dios Padre su Palabra, lugar de este nacimiento, y cuándo el alma está preparada para ello. Esto tiene lugar en la más pura, noble y sutil porción del alma. Por consiguiente, para que se realice este nacimiento es absolutamente necesario que el alma se haya purificado del todo y viva en máxima fidelidad, en profundo recogimiento. Renuncie a vivir de las impresiones sensuales y multiplicidad distrayente de criaturas. More en su interior totalmente solitaria, en la porción más noble de sí misma. Aquí está el lugar del nacimiento.

         Lo segundo es qué actitud tomar ante este nacimiento. ¿Le es favorable la cooperación del hombre? ¿Es menester ocupar el entendimiento con alguna representación o discurrir con buenos pensamientos? ¿Pensar, por ejemplo, que Dios es bueno, omnipotente, eterno y todo lo mejor que se pueda imaginar de Dios? ¿0 más bien hay que despojarse de discursos, palabras, obras, formas e imágenes del entendimiento, recibiendo a Dios en quietud y santo ocio, y dejándole actuar con libertad?

         Hablaré en tercer lugar del fruto de este nacimiento. Comprobaré con razones cuanto diga de modo que se pueda casi tocar con las manos la verdad de mi discurso. Como es obvio, tienen mucho más valor los dichos de las Santas Escrituras. Mis razonamientos os ayudarán a creerlo con mayor facilidad y conservarlo tenazmente en la memoria.

         Para comenzar, pues, volvamos sobre los textos citados al principio:

         "Cuando un sosegado silencio
         todo lo envolvía,
         y la noche se encontraba en la mitad
         de su carrera" Sb 18,14

         "A mí se me ha dicho furtivamente
         una palabra.
         Mi oído ha percibido su susurro" Jb 4,12

         ¡Oh Dios! Pues eres bueno, me atrevo a preguntar cuál es el lugar de este silencio en que tú hablas. ¿En qué sitio pronuncias tu Palabra?

         Silencio interior. La respuesta fue dicha anteriormente. Todo tiene lugar en la muy pura y noble porción del alma, en el fondo esencial, en lo más recóndito. Allí es la sede del silencio en media noche. Allí ninguna imagen ni criatura jamás logró entrar. Allí el alma no hace nada, nada sabe, nada entiende. Allí no tiene imagen de sí misma ni es posible que la haya de ninguna otra criatura.

         El alma opera a través de las potencias: entiende por el entendimiento, fantasea por la memoria y por la voluntad anda el amor. Toda acción del alma se realiza a través de algunos medios. No hay visión cuando no hay ojos; el alma no puede ver sino por ellos. Lo mismo sucede con los demás sentidos. Como he dicho, el alma necesita siempre de intermedios para proyectar su actividad. En su esencia, por tanto, no hay obrar. ¿Por qué? Porque las potencias son vehículos por donde fluye su acción. En el fondo del alma reina ahora un silencio, silencio de media noche, en expectación de este divino nacimiento. Entonces, Dios Padre pronuncia su Palabra. Dios no necesita medios de potencias. Actúa directamente de esencia a esencia. Allí Dios se da en plenitud, no parcialmente. Dios y nada más puede penetrar en este centro, fondo del alma. No hay criatura que pueda entrar en él, pues permanecen en las potencias exteriores. En ella se entra por la imagen, que viene allí a alojarse. En realidad, son las potencias del alma las que tocan las criaturas y sacan imágenes y ciertas semejanzas en las que, recibidas dentro, luego reconocen las criaturas. Pero las criaturas no pueden entrar más, junto al alma. Tampoco el alma se asoma a las criaturas sin que éstas, en imagen, hayan sido previamente recibidas. Porque las imágenes que el alma acaricia dentro de sus facultades vienen de las cosas exteriores. Han sido previamente recibidas. Si quiere, pues, conocer una piedra, un caballo, un hombre o cualquier cosa, mira primero a la imagen que está dentro. Este es el camino que recorre el alma para unirse a las criaturas. La imagen viene de fuera y comienza su camino a través de los sentidos.

         Así, pues, el alma nunca puede ver la imagen de sí misma. Por eso, un Doctor dijo: El alma es incapaz de fabricar su propia imagen ni de fuera la puede recibir. Está claro que el alma no puede tener ninguna imagen de sí misma ya que todas pasan a través de los sentidos. El alma conoce por imágenes, pero carece de medio donde pueda conocerse. Está libre en su interior, vacía de imágenes, sin medios. Por lo cual, Dios libremente se une al alma sin medios, sin imagen.

         Cuanto más genial y poderoso es el artista necesita de menos instrumentos, simplifica más la obra. La acción del hombre requiere muchos medios en sus obras externas, para realizar lo imaginado con provecho. El sol y la luna cumplen de inmediato lo que es su arte y trabajo: iluminar. Al difundir sus rayos todo el mundo se ilumina en todas partes. Más arriba están los ángeles, quienes necesitan aun menos de medios ni de imágenes. El más alto, el serafín, todo lo contempla en una imagen. Los otros, inferiores, en multiplicidad.

         Dios, que trasciende infinitamente al serafín y todo lo creado, no necesita imagen, opera en el alma, mejor dicho, en el fondo intangible del alma donde jamás llega una imagen. Allí Dios actúa sin medio alguno, sin imagen, sin semejanza. Cosa que ninguna otra criatura puede hacer. Allí Dios Padre engendra al Hijo del mismo modo que le engendra eternamente. No como conocen las criaturas, con imagen, formas y semejanzas.

         La generación eterna en el alma. ¿Cómo el Padre engendra al Hijo en la eternidad? Dios se intuye a sí mismo por completo, sin medio alguno, por sí mismo. Engendra así a su Hijo en la unidad de esencia. De igual modo está naciendo al Hijo en el fondo esencial del alma justa, el alma unida a Dios. Si hubiese allí otra imagen, Dios no vendría a unirse y el alma perdería su mejor don. ¿Cabe en el alma alguna imagen que sea igual a sí misma? Dios no puede crear criatura alguna en la cual el alma pueda conseguir felicidad plena, la bienaventuranza. Quedaría Dios mismo desplazado, lo cual es imposible, porque El es principio y fin de todo. La criatura no puede ser ni bienaventuranza ni satisfacción llena del alma. La perfección de esta vida consiste en el pleno desarrollo de virtudes. Viene después la vida eterna. Es, por tanto, necesario que el alma permanezca en el fondo de sí misma, que la simple esencia de Dios le toque allí, sin medio y sin imagen. Ninguna imagen es imagen de sí misma; hace referencia a otra cosa que está fuera y ella representa. Y como es cierto que no se tiene imagen más que de las cosas exteriores, entradas por sentidos, las imágenes remiten el alma nada más que hacia las cosas. Por ellas sería imposible obtener la bienaventuranza.

         No actuar, la mejor operación. Lo segundo de que prometí hablar es sobre lo que debe hacer el hombre, para lograr en su alma el nacimiento. ¿Ha de cooperar nutriendo el alma con imágenes de Dios y sus verdades? ¿Es mejor silencio y paz dejando que Dios hable y actúe dentro? Aguarde en esperanza y favorezca. Repito lo dicho al comenzar: estoy hablando a los perfectos, es decir, a quienes practican con fervor la esencia de todas las virtudes. Aquellos que cuidan ante todo de vivir especialmente la vida y enseñanzas de Nuestro Salvador. Sepan estos y téngalo por cierto que lo mejor y más noble a que pueden aspirar en esta vida es callar ellos y dejar que Dios hable aquí y opere dentro.

         Cuando las potencias del alma se despojan de todas sus imágenes, allá dentro es pronunciada la Palabra, como dicen las frases mencionadas:

         "Cuando un sagrado silencio
         todo lo envolvía,
         y la noche se encontraba en la mitad
         de su carrera...
         tu Palabra omnipotente..." Sb 18,14

         “A mí se me ha dicho furtivamente
         una Palabra.
         Mi oído ha percibido su susurro" Jb 4,12

         Por tanto, estas personas, cuanto más olviden las criaturas, cuanto más desnuden de imágenes y cosas sus potencias, tanto más próximas están de que la Palabra eterna sea pronunciada. Por eso, si pudiesen conseguir el olvido y la ignorancia total de lo creado; si alcanzasen a desconocer y olvidar la propia vida, como Pablo testifica: "En cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe" (2 Cor 12,3) entonces estarían capacitados para este nacimiento. Realmente, en aquel rapto del Apóstol, el Espíritu atrajo las potencias hacia dentro de tal modo que Pablo se olvidó casi por completo de su cuerpo. No obraban entonces la memoria, ni el entendimiento, ni sentidos ni potencias, que deberían con su influjo mover y adornar el mismo cuerpo. El calor natural entre tanto estaba suspendido. Su cuerpo nada recibió en aquel triduo, ni sólido ni líquido. Así ocurrió a Moisés cuarenta días y noches que ayunó. El último día como el primero su cuerpo estaba ileso, no enfermó.

         De igual modo, el hombre perfecto debería olvidar todo, dejar de someterse a los sentidos y recoger las potencias dentro de sí mismo. Conforme a esto, un Doctor daba a un alma este consejo: Abstráete, oh alma, de la inquietud de las obras exteriores, huye enseguida del tumulto. Igualmente desecha las imágenes de dentro. Turban la paz del alma. Para que Dios todopoderoso pronuncie su Palabra, el alma estará en paz, en calma.

         Actuación de Dios. En tal alma, sosegada, pronuncia Dios su Verbo y a sí mismo. A sí mismo, digo, no una imagen. Como dice Dionisio: "Dios no tiene imagen ni semejanza de sí mismo, porque El es todo bien, toda verdad, toda esencia. De un vistazo contempla y perfecciona las obras en sí mismo" y por sí mismo. Nadie piense que Dios, soberano Señor del universo, habiendo encerrado tierra y cielo, con lo que ellos contienen en sí mismo, creó un día unas cosas y al día siguiente otras, aunque lo diga Moisés. Moisés así lo narra porque algunos, más cortos de razón, de otro modo no hubieran podido comprenderlo. Ciertamente que Dios no lo hizo así. Fue tan sólo su querer y todo vino a ser. Dios obra sin imagen, sin medios.

         A oscuras y en celada. Lo mismo el hombre. Cuanto más desnudo esté de imágenes, cuanto más se interiorice, cuanto más de todo se ha olvidado, tanto más se acerca al modo de obrar Dios. En tal sentido el divino Dionisio invita y exhorta a Timoteo, su discípulo, diciendo: "Tú, en cambio, Timoteo carísimo, ejercítate en la contemplación de lo divino. Deja los sentidos y las operaciones del espíritu, las cosas sensibles y las inteligibles, las que son y lo que no es. Únete a aquel que está sobre toda sustancia y toda ciencia. Encamínate a El dejando dormidas tus potencias, saliendo de tí mismo. De todas las cosas por completo liberado y puramente trascendiendo vuela al rayo suprasubstancial de la tiniebla divina. En desnudez total, en plena libertad". Así, así es de todo punto necesario desprendernos de las cosas. A Dios le disgusta actuar sobre representaciones de la imaginación. El actúa en el alma, en su misma esencia sin que nadie conozca su divino hornaguear.

         Las potencias no se conocen a sí mismas ni conocen otras cosas más que en imagen. Como la imagen es el medio en que conocemos y ésta viene de fuera, se comprende que la acción de Dios, la actuación más provechosa, esté celada para el alma. En esta ignorancia, sin embargo, el alma experimenta que Dios está presente, se levanta a cierta admiración, aspira y anhela conocerle, aunque no pueda penetrar en lo que El es. Así la conviene por ahora, para que siga siempre buscándole. El hecho de que el rostro de Dios la esté velado la estimula a buscarle y querer unirse con más perseverancia, siente sed de Dios y a El se encamina con vehemencia. Por eso dijo un sabio:

         "Se me ha dicho furtivamente
         una palabra.
         Mi oído ha percibido su susurro
         en las pesadillas de las visiones
         de la noche,
         cuando a los hombres el sopor invade" Jb 4,12‑13

         Y a continuación:

         "Alguien surge...
         No puedo reconocer su cara;
         una imagen delante de mis ojos.
         Silencio...
         Después oigo una voz" Jb, 4,16

         Debemos preguntamos por el significado de la palabra escondida. "Alguien surge –dice– no puedo reconocer su cara". Como si fuera a juzgar algo "aquel que surge ante mis ojos". Es la palabra escondida. Palabra, porque manifiesta a Dios en el alma. Escondida –sin embargo– porque el alma no sabe lo que es el que está dentro. Por eso continúa: "Se me ha dicho furtivamente una palabra". "Mi oído ha percibido su susurro" ¿Qué quiere decir este susurro? Hay, pues, que buscarle con toda avidez, mientras está escondido. Palabra escondida, dice el Sabio. ¿Por qué escondida? Para que suspiremos por Dios y le anhelemos de todo corazón.

         Como Pablo. Asimismo nos exhorta el Apóstol a crecer en todo "hasta Aquel que es la cabeza" (Ef 4, 15). No cesemos, pues, hasta que logremos alcanzarle. El mismo Apóstol fue arrebatado al tercer cielo (2 Cor 12,3) hasta contemplarle esencialmente. Vuelto en sí, de todo se olvidó. Todo había pasado en lo más íntimo del alma, donde no hay acceso para el entendimiento y por lo mismo eran cosas escondidas. El entendimiento no pudo seguirle y alcanzarle. No. Porque está fuera y Dios estaba dentro, dentro totalmente. El Apóstol Pablo, aleccionado por esta experiencia, dice luego: "Estoy seguro que ni la muerte..., ni criatura alguna..., podrá separarnos del amor de Dios" (Rm 8,38), de aquella morada del alma que El ha tomado para sí.

         Los filósofos. Tratando de esto, un filósofo dio a otro esta sentencia: He captado en mi entendimiento que ciertamente existe algo, aunque no puedo entenderlo. Creo que si lo comprendiera, comprendería en ello toda la verdad.

         Y el otro respondió: Síguelo, convencido de que, si lo pudieses comprender, conseguirás el cúmulo de todos los bienes y con ello obtendrás la vida eterna.

         También San Agustín: He sentido un resplandor dentro de mí. Si fuese de continuo, no dudaría en llamarlo vida eterna. Se oculta, y sin embargo, es manifiesto. Viene furtivamente, como si fuese a robar y llevarse toda el alma.

         Indica que cautiva al alma, la provoca y luego la arrastra y lleva consigo.

         Muerte que es vida. Por lo cual, dice el Profeta: "Señor, recibe de él este espíritu y dale tú el tuyo". Y el alma, muy complacida, insinuándolo dice: "Mi alma ha desfallecido cuando el Amado me habló" (Ct 5,4) Como si dijera: Entrando El, que es la vida, es necesaria mi muerte. Esto mismo indica Cristo, cuando dice: "Todo aquel que haya dejado padre o madre por mí, recibirá el ciento por uno" (Mt 19,29). Y en otro lugar: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). Y "el que me sirva que me siga" (Jn 12,26).

         Dirá alguno que esto es antinatural, porque el alma recibe las impresiones de los sentidos, forma las imágenes y las acepta o las rechaza. Por lo cual, parece que aquí se procede contra el orden natural. Pero esto no es cierto ¿Quién conoció de verdad la excelencia y nobleza que Dios ha concedido a la naturaleza? No sólo el secreto de que hablaba el filósofo, sino aquello que la razón no alcanza. Cuanto los filósofos dejaron escrito acerca de la nobleza del alma alcanzaron a conocerlo por las luces naturales. Pero nunca descubrieron este fondo y por eso muchas cosas escaparon a su conocimiento.

         De esta Palabra dijo el Profeta rey: "Quiero escuchar qué dice Dios" (Sal 65, 9). La cual, como está oculta, se dice que vino de noche: "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente saltó desde el cielo" (Sb 18,14). Con lo cual esta conforme aquello de San Juan: 'La luz brilla en las tinieblas" (Jn 1,5). “Vino a su casa y los suyos no la recibieron, pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 11‑12).

         Frutos divinos. Me propuse tratar aquí en tercer lugar de esta Palabra celestial, o mejor dicho del nacimiento en el alma y de las tinieblas en que luce la misma Palabra, que dicen ser para el alma fruto provechoso. Ciertamente, como dice San Juan, le es dado ser llamada hija de Dios al alma en que tiene lugar este nacimiento. Nacimiento del cual Dios es Padre por generación divina, no otro cualquiera.

         Hay aún otra ventaja. Los filósofos, y cuantos han intentado investigar con las fuerzas de razón, descubrir y enseñar esta verdad, no alcanzaron a conocer la ciencia de este fondo del alma. Ciencia que con mucha razón llaman ignorancia. Más rica, sin embargo, y compleja que todos los demás conocimientos. Por ella se libera el hombre de las cosas cognoscibles, se desprende de sí misma y sube a Dios. Lo insinúa el Señor diciendo: "Si alguno viene donde mí y no odia a su padre y a su madre... y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Mt 14,26). Como si dijera: Quien se niega a abandonar todas las cosas creadas rechaza este divino nacimiento, la Palabra del Padre, que tanto provecho vendría a serle. Será dado a quien procure despojarse de todas las cosas exteriores y de sí mismo. Estoy cierto que aquel a quien sean dadas estas gracias nada del mundo le arranca de su unión con Dios. La culpa mortal ya no le toca ni el pecado venial tampoco le alcanza, ni lo consienten en cuanto de ellos dependen.

         Están tales hombres invitados, llamados y atraídos a la vida interior con tal fuerza de amor que ya no pueden ir por caminos tortuosos. Por ello suspiran y no pueden declinar la invitación.

         Que nos lo conceda aquel que se ha dignado hacerse hombre para que nosotros, frágiles hombres, nazcamos en El divinamente.

         Triunfo. ¡Ya veis qué juegos se gasta la adorabilísima bondad de Dios con sus almas escogidas! Lo hace así por nuestro bien. Nos atrae hacia El para santificarnos y que tengamos vida feliz, felicidad perenne. El está sediento por despertar en nosotros la sed de su amor y gracia y por eso exclamó: Si alguno tiene sed venga a mí y beba. Tiene necesidad de hallar en nosotros tal sed que nos arrastre hasta El, que le permita saturarnos hasta hacernos manantiales de su vida.

         El alimento corporal llega al estómago, corre por todos los miembros, todo el cuerpo. El espíritu con esta bebida recibe el alimento precioso de la divinidad; el noble, ardiente y divino amor; la distribuye por todo el interior, todos los miembros, todo su ser, toda la vida del hombre. Sus obras están bien ordenadas. Es la mejor forma posible para bien de los demás. Porque esta harmonía interior ordena al hombre exterior prósperamente, para hacerle grande y fuerte y que cumpla la misión a que Dios llama, por donde lanzarse a vida eterna, que Dios a todos conceda.

 

9. LIBERACION (9)

Subiendo a la altura llevó cautivos
y dio dones a los hombres. Ef  4,8

         En esta vida mortal hablamos de cinco cautividades en que los hombres estrechamente se encarcelan. Cristo abrió todas las prisiones. El se lleva las puertas al Cielo, cuando realiza en nosotros su ascensión.

         Amor de las cosas externas. La primera cautividad consiste en que el hombre es prisionero del amor desordenado a las criaturas, muertas o animadas, cada vez que las amamos con olvido del Creador. Criaturas humanas, más cercanas, sobre todo por la mutua semejanza. Es imposible enumerar los daños del amor desordenado, que se presentan de dos modos.

         Gentes hay que reconocen sus culpas por sí mimos; nace en ellos temor de este amor que les causa angustia, padecimiento, remordimientos y reproche. Buen signo. No están abandonados de Dios, pues sienten su voz y atracción día y noche, aun mientras comen y beben. Aquel que no cierra los oídos y presta atención al llamamiento divino será salvo.

         Pero hay otros que se abandonan sin temor al propio y peligroso cautiverio, sordos y ciegos por completo, satisfechos. A su juicio irreprochables. Hacen muchas obras buenas, cantan, leen, guardan silencio, cumplen sus deberes y rezos. Todo, en la medida que les granjee propia complacencia en consuelos de Dios y aplauso de la gente. ¡Oh, les agrada recogerse en oración hasta provocar a veces lágrimas de dulce consuelo! Son gentes que viven en peligro. El demonio produce en ellos paz aparente, para retenerlos en su cautiverio. En estos casos la naturaleza embauca a los hombres con riesgo de tentaciones peligrosas. Mejor les sería no orar que hacer de la oración egolatría. Angustia, pena y tristeza sería el mejor modo de liberarse del mal peligroso de este cautiverio. Quien el día del juicio se halle en tal estado quedará prisionero del diablo y nadie le podrá liberar.

         Amor de sí mismos. La segunda cautividad consiste en que muchos, liberados ya del amor desordenado a las criaturas y bienes materiales, caen prisioneros de amor propio. Espanta ver cómo ellos justifican y defienden este amor pernicioso. En tal situación nadie osa reprocharlos y ellos aún menos a sí mismos. Lo recubren con hermoso manto, bien velado, que nada se vea al exterior. Impecable. Vienen luego impulsados por este amor propio a buscar en todo su interés, su utilidad, su placer, su consolación, su comodidad, su honor. De tal modo se hunden en el propio yo, que le buscan en todas las cosas, incluso en Dios, porque no buscan nada fuera de sí.

         ¡Oh, Señor, cuánta podredumbre de amor propio no se encontrará en este fondo el día de descubrir todo su ser! Fachada de gran santidad y detrás la basura, vacíos por completo de lo que aparentan. ¡Qué desgracia! Es prácticamente imposible ayudar a personas cuyo espíritu está dominado por la propia voluntad de hacer su capricho usando además razonamientos sutiles para justificarlo. ¡Qué difícil librarlos de su cautividad! ¿Quién podrá romper las cadenas de estos prisioneros amarrados por el fuerte egoísmo? Solo Dios en milagro de amor. Se crean tantas necesidades que todas las cosas se apropian a lo largo y a lo ancho. Amigos de finezas y remilgos hacen que todos estén a su servicio. Si ocurre alguna desgracia en sus posesiones, comodidades, amistad, consolaciones, Dios ya no les sirve, lejos, no más. Palabras de ira, deseos de venganza, mentiras. Airean secretos que debían guardar. Dejan de ser hombres, actúan como perros rabiosos o lobos rapaces.

         Demasiada cautividad ser cautivos de amor propio.

         Racionalismo. Ciertas personas caen profundamente en esta tercer cautividad. Corrompen la gracia y dones de Dios que deberían nacer en su espíritu. Se enorgullece con ello la razón, sea lo que fuere, verdades divinas o enseñanzas humanas, cualquier cosa que comprendan o de que sepan hablar, lo hacen por ostentación. Nada ponen por obra ni tampoco lo viven en sí mismos. Incluso los adorables ejemplos que nos ha dado Nuestro Señor Jesucristo, los ven sólo a la luz del propio entender. De otro modo sería si dejaran que la luz divina y sobrenatural guiara sus juicios. Verían que son nada, que nada entienden, que saben aún menos. Equivale a comparar la luz de un candil con espléndido sol. Más pálida aún es la luz de su ingenio en comparación de la de Dios. Hay ciertos criterios para discernir entre lo que procede de razón o es de Dios.

         La luz natural se proyecta hacia fuera: orgullo, complacencia, alabanzas que otros le tributan, disipación de sentidos y del corazón. En la luz divina, en cambio, hay tendencia a guiar al hombre hasta el fondo, le hace verse pequeño, el más vil, el más débil y ciego. Y con razón, porque si hay en ellos algo de valor todo les viene de Dios. Esta luz se expande por dentro, no para fuera; busca siempre el fondo interior de donde ha brotado y presiona para volver hacia él. Finalmente, quienes han conseguido esta luz orientan su vida hacia dentro, sus esfuerzos hasta la raíz.

         De aquí que haya tanta diferencia entre quienes estudian Escritura sólo para dar conferencias y recrearse en su ciencia y aquellos que la hacen vida propia. Los que se contentan con ser profesores buscan sobre todo los honores con menosprecio de aquellos que lo viven, teniéndolos por fatuos, engreídos, despreciables, los rechazan y condenan. Pero estos que realmente la viven se sienten pecadores y son misericordiosos con todos. Al fin de la vida difieren también unos y otros más de lo que fue en vida presente, los unos en vida eterna y los otros en la muerte. San Pablo lo ha dicho: “La letra mata, mas el Espíritu da vida" (2 Cor 3,6).

         Gustos espirituales. Cuarta cautividad es aquella de los gustos espirituales. Muchos se descarrían por seguirlos demasiado lejos, se apegan a ellos fuertemente. Les parecen un gran bien y a ellos se abandonan poseyéndolos con gozo. La naturaleza retiene allí su parte. Solamente consuelos es lo que recogen, cuando pensaban tener a Dios. Cabe preguntar si han buscado al Señor realmente o más bien sus propios gustos. Vayan algunas señales para distinguirlo.

         Provienen del propio natural si el hombre pierde la paz, se vuelve descontento, angustiado, cuando no halla dulzura. Si no sirve al Señor de buen ánimo y con la misma fidelidad que otras veces cuando sentían consuelos, entonces es signo evidente de que aquella dulzura no procedía de Dios ni se aviene con El. Este hombre caería en graves pecados fácilmente si le quitan los gustos, aun después de cuarenta años con ellos. No es el vivir entre consuelos camino seguro de salvación. Dudaría Dios en salvar al que muriese en tal estado.

         La propia voluntad. Es la quinta cautividad voluntad propia. Quiere el hombre que Dios se someta en la propia voluntad. No aceptaría tal hombre que Dios baje hasta él para limpiarle de vicios y faltas y que le haga crecer en virtud y perfección. Lo rechazaría porque no es así su voluntad.

         Hay algo muy superior. Podemos tener satisfacci6n en que nuestra voluntad se cumpla en conformidad con la de Dios. Bueno es. Pero es preferible decir: "No, Señor mío. El cumplimiento de mi voluntad que yo lamento no es una gracia, un don. Mas eso que Tú quieres para ti mismo eso yo lo quiero y el bien que Tú no quieres yo tampoco lo quiero, prefiero asimismo verme privado de ellos".

         Si en este verdadero abandono nos privamos de bienes y correspondiente gozo, el bien que se goza y recibe es más grande que aquel que se habría poseído con propia voluntad. Es infinitamente más útil al hombre aceptar la privación de buen grado y con humildad que poseer todo lo que pudiere tener, sea de Dios o criaturas, por propia voluntad. Por tanto, es preferible mil veces un hombre de perfecto abandono con pocas obras en el exterior que otro con maravillas egoísticamente, altas especulaciones y grandes proyectos, pero que no se abandona en el Señor.

         De la humanidad a la divinidad. Mientras Jesucristo permaneció con sus discípulos estaban éstos aficionados a su humanidad privándose de alcanzar mejor conocimiento de la divinidad. El Maestro lo conocía bien y les dijo: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito" (Jn. 16,7). La muerte de Cristo les entristeció. Era el primer paso para la divinización. Cuarenta días debieron esperar para que Cristo subiese a los Cielos y levantase consigo el espíritu de sus amigos haciéndolos más divinos. Debieron esperar otros diez días para recibir el Espíritu Santo, el verdadero Consolador. Los diez días aquellos son para nosotros diez años. Los Apóstoles eran las piedras fundamentales de la Iglesia, el lapso de tiempo fue corto pero un día cuenta por un año.

         Los cuarenta años. El hombre no hallará paz verdadera hasta los cuarenta años de edad. No será en su corazón un hombre celestial antes de haber cumplido dicha edad ¡Tantas cosas le tienen ocupado! La naturaleza le impele de acá para allá, inestable, emprende cosas diversas, es el yo quien domina cuando se creía que era Dios. No se puede quemar etapas, no puede el hombre antes de tiempo llegar a la paz verdadera y perfecta y hacerse del todo celestial. Sólo es posible por gracia de Dios, dada con abundancia excepcional, como ha sucedido en muchos casos.

         Diez años más. El hombre debe esperar aún diez años más, para que le sea dado realmente el Espíritu Santo, el Consolador, el Espíritu que enseña todas las cosas de Dios. Los discípulos esperaron diez días, aun habiendo dejado las redes y barcas. Después de haber tenido la mejor de las preparaciones: la Ascensión, la ausencia de aquel a quien amaban por encima de todas las cosas. Después que el Señor había levantado con El sus ánimos al Cielo, sus pensamientos, amor, corazón y todo su ser dado a Jesús. Después de toda esta preparación ¡oh noble formación! les hizo falta esperar diez días más, para recibir al Espíritu Santo.

         Estaban todos reunidos, en oración.

         Esto mismo tiene que hacer el hombre. Llegan los cuarenta años. Hombre reposado, celestial y divino, naturaleza vencida. Diez años más, los cincuenta. El Espíritu Santo le será dado de modo más noble, que les enseñe toda verdad en cuanto es posible aquí alcanzarla. En estos diez años, si el hombre ha llegado a vida divina y la naturaleza está vencida, llegará a recogerse, a sumergirse, a fundirse en el sumo y purísimo bien de la divinidad. Simplicidad donde la noble chispa de vida interior, estrella, precio del alma atrae y toma a su origen con movimiento de amor parecido a aquel de donde brotó. Donde este reflujo se cumple, toda deuda está pagada, aunque iguale a la de todos los hombres que hayan vivido desde el origen del mundo. Gracia y felicidad rebosan ya. El hombre está divinizado.

         Estos son las columnas de la Santa Iglesia y del mundo entero.

         Que el Señor nos conceda ser transformados también.

 

11. CIELO EN EL ALMA

Nosotros hablamos de lo
que sabemos Jn 3, 11

         El misterio. Nuestro Señor decía: "Nosotros hablamos de lo que sabemos y darnos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra no creéis ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?"

         Se leen estas palabras en el evangelio del día en que celebramos la venerable fiesta de la eminente, trascendente y adorable Trinidad. Las fiestas celebradas a lo largo del año, en definitiva, están orientadas a ésta, en la que todas convergen. La Santísima Trinidad es además el término y fin del movimiento de todas las cosas, especialmente las criaturas racionales, porque es en sentido propio el principio y el fin.

         Es imposible hallar términos apropiados para hablar de este gloriosísimo misterio del que nos vemos precisados a decir algo. Como no podemos tocar el cielo con la cabeza tampoco es posible penetrar este misterio trascendente e insondable de la Santísima Trinidad. Todo lo que se pueda decir o pensar a este propósito queda mil veces más bajo de la realidad, como sería la punta de una aguja con respecto a las dimensiones del cielo y de la tierra.

         Es absolutamente imposible a toda inteligencia creada comprender cómo aquella sobreesencial unidad, simple en esencia, es trina en personas; cómo las personas se distinguen; cómo el Padre engendra al Hijo; cómo el Hijo procede del Padre y al mismo tiempo permanece en él, pues en el conocimiento salido de El brota un torrente inexpresable de amor, que es el Espíritu Santo; cómo aquellas emanaciones maravillosas reflejan en la inefable complacencia de la Trinidad en ella misma y en la esencial unidad. Igual el Padre y el Hijo en poder, en sabiduría y amor. Igual el Hijo con el Espíritu Santo en la común esencia con el Padre. Sin embargo, es imposible expresar cuánta sea la distinción, de personas que proceden una de otra en la unidad de la esencia y en ella refluyen, simplicísimas.

         Aunque se hablase interminablemente a este propósito, nada se habría dicho que llegase a la comprensión de la supraesencial y trascendente unidad desplegada en la distinción.

         Teólogos y contemplativos. Mejor es sentir estos misterios que hablar de ellos. No es muy agradable tener que explicarlo u oírlo, al comprobar que nuestras palabras corresponden a cosas exteriores. También a causa de la desproporción de su objeto inexpresablemente lejano y extraño a nuestra inteligencia. Superior a la inteligencia angélica también. Dejemos esto a profesores de Teología y otros Doctores. Es de su incumbencia tratar de estos misterios, para defensa de la fe y han escrito en realidad grandes volúmenes. A nosotros nos basta fe sencilla.

         Opina Santo Tomás que "nadie debe temerariamente ir más allá de lo que han aportado los doctores, quienes, con su vida digna, han merecido que el Espíritu Santo les iluminase para poderlo exponer". Nada hay tan deleitable como sentir este misterio, pero nada más peligroso que errar en él. Conviene por eso dejar de lado toda discusión, creer sencillamente y abandonarse en Dios. Quede esto para los doctores, que muestran ahora más agudeza que nunca en estos temas. Procurad, pues, que la Trinidad nazca en vosotros de verdad, no por operación de entendimiento sino esencialmente, en el fondo del alma.

         Rostro de Dios. Debemos considerar la Trinidad dentro de nosotros mismos y tomar conciencia de que estamos hechos a su imagen. Se encuentra en el alma en estado natural, esto es, la misma imagen de Dios imagen verdadera, neta, aunque no con tanta excelencia y nobleza como las mismas personas divinas que la imagen representa. Nuestro progreso espiritual consiste ante todo en tomar conciencia de esta amable imagen que está dentro de nosotros, de manera natural y deleitable. Nadie puede hablar con propiedad de la nobleza de esta imagen, como es inadecuado todo lenguaje sobre Dios, quien está en la misma imagen.

         Reflexión teológica. Los teólogos hablan mucho de ella y la buscan en diferentes formas de la naturaleza y en lo que tiene de esencial. Todos los doctores convienen en que reside propiamente en las facultades superiores de memoria, entendimiento y voluntad. Por estas potencias nosotros somos capaces de recibir la Santísima Trinidad y gozar de ella. Esta sentencia es verdadera, pero es el ínfimo grado de la verdad, porque equivale a repetir lo que ya está en la naturaleza. Santo Tomás se aproxima al misterio, cuando dice que esta imagen no es perfecta más que en el ejercicio de las potencias. Es decir, en el acto de las facultades superiores: memoria en acto, inteligencia en acto, caridad en acto. Con esto se contenta el santo doctor, sin pasar más adelante.

         Del alma en el más profundo centro. Otros doctores, con mucho más acertada opinión, dicen que la imagen de la Santísima Trinidad reside en lo más intimo, en lo más secreto, en lo más profundo. En el oculto centro del alma está Dios esencial, real y sustancialmente. Es allí donde Dios opera expandiendo su ser divino, disfrutando de sí mismo. Fondo del que Dios no puede separarse, porque El ha dispuesto eternamente que nunca quiere ni puede ausentarse de allí. Este fondo posee por gracia lo mismo que Dios es por naturaleza. La gracia nacerá allí en la medida que el hombre, de la manera más noble, se consagre y abandone a este fondo.

         Proclo y el unum. Hablando de esto, el filósofo pagano Proclo dijo: "Todo el tiempo que el hombre esté ocupado con imágenes inferiores, hasta haberse despojado de todo, es increíble que pueda alcanzarlo. prácticamente está negando la existencia del fondo del alma en sí mismo” Y añade: "Si quieres sentir que existe, despójate de toda multiplicidad y no centres en ninguna otra cosa los ojos de tu inteligencia. ¿Quieres llegar más alto? Deja la intención y consideración racional pues ésta es muy inferior, y hazte una sola cosa con el Uno".

         Proclo dice que el Uno es oscuridad divina, suprasensible, llama pacífica, silenciosa, dormida.

         Escucha su voz. ¡Oh mis amigos! Nos ruboriza y avergüenza que un pagano haya comprendido tan a fondo esta verdad, mientras que nosotros permanecernos alejados, como extraños. Lo dice claramente el Señor: "El Reino de Dios ya está entre vosotros”(Lc 17, 21). Es decir, en lo más profundo, en el centro mismo del hondón del alma, más allá de toda operación de las potencias o actividad de las facultades superiores. De él nos dice el Evangelio: "Hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio" (Jn 3, 11).

         ¡Oh, sí, ciertamente! ¿Cómo podrá el hombre animal, siempre dado a la sensualidad, extrovertido, atento a los sentidos y sensibilidad, entregado a la actividad exterior, recibir este testimonio? Es de todo punto imposible que los extrovertidos, los que viven para y por los sentidos y cosas de fuera, puedan creerlo. Nuestro Señor dijo por el Profeta: "Cuanto aventajan los cielos a la tierra así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros" (ls 55, 9). El Señor dice lo mismo: "Al deciros cosas de la tierra no creéis; ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?" (Jn 3, 12).

         Cuando yo os he hablado del amor vulnerante, me habéis dicho que no comprendíais mis palabras y era sólo una realidad terrena ¿Cómo podríais alcanzar a tener una chispa de entendimiento sobre estas cosas interiores y divinas?

         Operaciones trinitarias. Tenéis tanto que hacer, siempre ocupados en cosas exteriores, esto y lo otro, de acá para allá. Totalmente a zaga de los sentidos. No puede tener cabida aquí el testimonio de que habla el Señor: "Lo que nosotros vemos y atestamos”. Es testimonio que tiene lugar en el fondo del alma puramente, sin imágenes, allí donde el Padre Celestial engendra al Hijo, donde las relaciones divinas se realizan cien mil veces más a prisa que un abrir y cerrar de ojos en la mirada de una eternidad siempre nueva, con indescriptible fulgor.

         Si alguien desea experimentarlo, entre dentro de sí, mucho más allá de las facultades interiores en acción. Renuncie a toda impresión de fuera y se sumerja en el fondo. El poder del Padre llega entonces, llama al hombre hacia sí, por su Unigénito, y como el Hijo nace del Padre y en El refluye, así el hombre en el Hijo nace del Padre y vuelve al Padre con el Hijo, viniendo a ser uno con El. De éste dice Nuestro Señor: "Padre me llamarás y de mi seguimiento no te volverás" (Jr 3, 19). "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7). El Espíritu Santo fluye desbordante de amor y gozo inefables e inunda de felicidad el fondo del alma con sus amables dones y allí fija su morada.

         Dones del Espíritu. Dos de estos dones dirigen nuestra actividad: el de piedad, que hace al hombre compasivo, y el de ciencia, que discierne lo que sea más provechoso para el alma. Las virtudes correspondientes progresan y los dones las hacen crecer aun mucho más. Entrelazados siguen los dones que perfeccionan nuestra pasividad: consejo y fortaleza. Sucede un don intuitivo: el de temor, que guarda y afianza lo que el Espíritu ha creado. Finalmente los dones más altos de inteligencia y de sabiduría, que es gustar del mismo Dios.

         Estos hombres más que nadie son objeto de las tentaciones más sutiles del enemigo y el alma tiene entonces gran necesidad del don de ciencia.

         Triple testimonio. Permanecer aquí, en esta contemplación interior, aunque fuere por un instante, es muy preferible a todas las obras exteriores y proyectos de vida. En este hondón del alma el hombre ruega por sus amigos, vivos y difuntos. Oración más provechosa que recitar un salterio. Tenemos aquí el testimonio: “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 16). De nosotros mismos viene el testimonio como lo dice la epístola de San Juan. En este cielo, es decir, el cielo interior, hay un "triple testimonio" (1 Jn 5,7) el Padre, el Verbo y el Espíritu, que aseguran al justo de ser hijo de Dios. Ellos lucen en el fondo, de donde viene el testimonio. Y esa misma morada de la Santísima Trinidad te acusa de tu desorden y te ilumina, aunque no quieras. Más aún, dan testimonio de toda la vida, si lo quieres aceptar.

         Por tanto, si oyes ahora ese testimonio y te atienes a él, interior y exteriormente, serás salvo de la sentencia del juicio definitivo. Pero si no lo aceptas, si no lo pones por encima de todas las palabras, de tus obras y de tu vida, ese mismo testimonio pronunciaría contra ti la sentencia del último día. Será tu falta, no la de Dios. Mis amigos, siendo así las cosas, permaneced en vosotros mismos, y acatad el testimonio con toda diligencia. Esto será vuestro gozo.

         Dentro. Has descendido a lo largo del Rin con deseo de ser un hombre pobre, pero si tú no bajas al fondo de ti mismo en completa sumisión al Espíritu Santo, no será por tus obras exteriores como tú lo vas a conseguir. Si has vencido el hombre exterior, vuelve a tu interior, entra en ti mismo y busca el fondo. Nunca le hallarás fuera, en las cosas, en tal o tal manera de actuar, en las reglas exteriores.

         Ejemplos del desierto. Se lee en las Vitae Patrum que un hombre casado, para librarse de todo cuanto se oponía a su perfección, se retiró al desierto. Unos dos mil monjes que buscaban ese mismo fondo interior se pusieron bajo su dirección. Su esposa había hecho lo mismo y dirigía otras tantas mujeres.

         Hay aquí una soledad simple, trascendente, misteriosa, y oscuridad libremente accesible, que no se alcanza por vía de los sentidos. Me decís: amo la gente de vida interior; ayudaría de buen grado a aquellos que han recibido alguna vez este toque de iluminación. En cambio; ¡ay de aquellos que extrovierten las almas hacia métodos de prácticas burdas, de suerte que pierden la fineza de Dios en su interior, preparándose juicio de castigo! Tales hombres, en efecto, con sus modos de devoción rastrera, pretenden ganar a otros. Pero ponen más obstáculos al progreso de los hombres que los paganos y judíos en otro tiempo.

         Por tanto, vosotros, que juzgáis con palabras violentas y gestos irritantes, cuidad de tratar bien a la gente más fina de vida interior. Por lo demás, si tú quieres llegar a contemplar la Trinidad en el fondo de tu alma, debes tener en cuenta estos tres consejos con toda diligencia.

         Tres consejos. Ante todo, buscar pura y exclusivamente a Dios en todas las cosas. Su gloria y nada de tu interés personal. En segundo lugar, en todas tus palabras y obras, ten diligente cuidado de ti mismo, considera constantemente la profunda nada que tú eres y luego no pierdas los ojos un instante del tesoro escondido que en ti llevas. En tercer lugar, no te metas en lo que no te pertenece. Recógete en lo profundo y no salgas de allí. Escucha la voz del Padre que se deja sentir dentro de ti. Te llama en El, te da tal ciencia que podrás responder a las cuestiones de todos los sacerdotes de la Iglesia. ¡Son las luces tan claras en el interior del hombre iluminado!...

         Humildad y amor. Si te olvidas de lo que hemos hablado aquí prolijamente, recuerda siempre dos cosas: primero, sé humilde puramente y a fondo, interior y exteriormente, no sólo en apariencia y con palabras sino en la verdad y con plena convicción de inteligencia. Que seas nada en el fondo de tu alma a tus ojos, sin disimulo de ninguna clase. En segundo lugar, ten un verdadero amor de Dios, no eso que llamamos amor conforme a los sentidos. Un amor a fondo, el amor de Dios en lo más interior que sea posible. Este amor no es la simple atención exterior y sensible, sino la intención contemplativa, radicada en lo más hondo de la propia voluntad, algo así como el cazador centra su atención al disparar.

         Que la misma Trinidad nos ayude a encontrar el fondo en que mora su viva imagen.



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INSTITUCIONES


CAPITULO XV

DE LA PACIENCIA EN TODAS LAS ADVERSIDADES, A EJEMPLO DE CRISTO Y DE TODOS LOS SANTOS

         De la negación de la propia voluntad de que habemos hablado nace la paciencia, de la cual así mismo arriba hablamos, cuando tratamos de la renunciación exterior de nosotros mismos. Pero aun diremos de ella algunas cosas allende lo que allí dijimos.

         La paciencia, fuente de paz. La paciencia es una virtud que puede sufrir con buen corazón toda adversidad y toda tempestad de persecuciones e injurias y en quien la tiene obra paz. Sin ella nadie puede tener paz verdadera y constante. Esta es medicina de todas las enfermedades. Porque cuanto quiere la carne sea afligida con diversos dolores el espíritu verdaderamente paciente persevera en su serenidad y reposo. De donde el Señor, dice: En vuestra paciencia, conviene saber, de vuestro cuerpo, poseeréis vuestras almas. Y aun los dolores del cuerpo alivia y mitiga la paciencia, porque, cuanto alguno en el ánima es impaciente y contradice con su voluntad a la llaga tanto en el cuerpo siente mayor tormento. Así que quien abundase de mayor paciencia, gozará en la mayor persecución y agravio de mayor alegría y sabor divino. Como quiera que por la honra de Dios las cosas contrarias le deleitan y son sabrosas. Verdaderamente, si quisiésemos mirar las gravísimas aflicciones de los santos, no solamente con paciencia, mas con alegría sufriríamos cualquier desastres, considerando cómo ellos en las mayores penas más regocijo habían.

         San Andrés, o el gozo de la cruz. ¿Por ventura el glorioso Apóstol San Andrés viendo la cruz en que había de ser colgado no dijo estas palabras? Dios te salve, cruz que en el cuerpo de Cristo fuiste consagrada y adornada de sus miembros como de margaritas. Vengo a ti, con tanto que tú alegre me recibas y saques de entre los hombres y me lleves a mi Maestro.

         San Vicente, o la fuerza de la paciencia. Así mismo San Vicente, puesto en gravísimos dolores y escarnecido del juez, le dijo de esta manera: Levántate, miserable, y embravécete con espíritu de toda malignidad y verás que por la virtud de Dios más puedo yo siendo atormentado que tú que me atormentas. Antes cuanto tú más te ensañas y piensas vengarte más piadoso eres para mí.

         Ciertamente, si nosotros de esta manera fuésemos verdaderamente pacientes, ninguna cosa nos sería más provechosa que si todos los hombres nos persiguiesen y entre ellos los que más males nos hiciesen esos serían más nuestros bienhechores y más benignos. Porque es averiguado que ninguna cosa por Dios sufrimos por pequeña que sea que no nos dé galardón no menor que a sí mismo. Así que, si queremos considerar a los santos, cuánto ellos sufrieron por Cristo, los cuales eran como nosotros, flacos y enfermos, y así mismo conocer que no está ahora más corta la mano del Señor, mas antes el mismo socorro de su gracia nos da ahora que a ellos dio en su tiempo. Con razón nos confundiremos de vergüenza, pues no solamente no podemos, mas ni queremos sufrir alguna cosa por Dios, que no menos está aparejado para ayudarnos que a los que nos precedieron.

         Pues si adelante pasamos a contemplar no solamente lo que los santos padecieron mas la pasión del mismo Señor, desnuda de todo consuelo, y su deshonrada muerte y durísimo tormento cual nunca nadie sufrió, atendiendo cómo fue contado entre los malhechores y que no guardó una gota de sangre en sus venas ni en su carne una parte sin llaga y considerando también quién él es y que todo eso sufrió por purísimo y solo amor y por los mismos pecados que entonces cometían sus verdugos, a quien El había criado de nada para grande gloria. Y que tan amorosamente y con tanta fidelidad se mostró a sus enemigos extendiendo los brazos para recibirlos, inclinando la cabeza para oírlos y abriendo el corazón para hospedarlos y poniéndoles ante sus ojos otras muchas señales de amor. Así que cuando todas estas cosas consideramos, por ellas nos esforzamos más que por otro algún motivo y nos inflamamos y movemos a paciencia.

         Sufrir todo por amor de Dios. Porque sin duda, si entendemos cuáles y cuántas cosas aquella Divina Majestad sufrió por nosotros en la humana naturaleza, y con esto rehusamos nosotros sufrir gravísimas penas y el mismo infierno por su amor, cosa es mucho de maravillar. Mayormente meditando que todo esto padeció por los pecados que contra El habíamos cometido, siendo El el soberano Señor y que fuera de El no hay otro Señor. Y que no solamente es el dechado de nuestra paciencia, mas corona y galardón. Porque no quiere que de balde y sin fruto padezcamos alguna cosa. Y no solamente nos apareja grande descanso por el sufrimiento de grandes trabajos, mas juntamente nos comunica el fruto de toda su pasión, en la cual confiemos y reposemos más seguramente que en nuestras propias pasiones. Como quiera que, sin el fruto de su pasión, ninguna aflicción nos puede ser provechosa. Pues cuando Cristo Jesús, fidelísimo amante nuestro (a quien ninguna infidelidad nuestra puede mover) habiéndose negado tan por entero y padecido no sólo con paciencia, mas con alegría, por la gloria de su Padre y por nuestra salud habemos de recibir Pacientemente de su mano cualquier cosa que nos acaezca o enviada por El, o procurada por los hombres.

         Porque si verdaderamente fuéremos pacientes ninguna cosa nos podrá entristecer. No la Pérdida dé bienes temporales, no la muerte de nuestros amigos y parientes, no las enfermedades y deshonras, no la muerte ni la vida, ni el Purgatorio ni el diablo ni el mismo infierno. Porque ya no somos nuestros, mas entregados por verdadero amor a la voluntad y disposición divina. Y ciertamente, cualquiera que no tiene conciencia de pecado mortal y se encomienda en las manos del Señor, fácil cosa le será sufrir todo lo que el Señor ordenare que venga por El en esta vida y en la otra. De tal manera que su continua oración serán aquellas palabras de Cristo: Señor, no se haga mi voluntad sino la vuestra. Las cuales palabras son a Dios muy agradables de oír y quien decirlas puede de corazón no será turbado ni triste mas con tal propósito e intento recibirá grande gusto y paz perseverante. Porque Dios es el fin de su intención, en quien no puede haber mudanza.

         Paciencia y Fortaleza. Finalmente con esta paciencia el hombre se ama y fortalece contra todas las contrariedades, que muchas veces acaecen dentro y fuera, y contra todos los movimientos de ira, que por ellas se suele levantar y que sin ella doblegaría el ánima y la rendirían a la tentación. Porque cierto es que no se podrá tener verdadero ejercicio espiritual y divino quien del todo no se viere renunciado para sufrir antes cualquiera cosa por muy difícil que sea que haberse negligentemente en cumplir las inspiraciones divinas y lo que conoce que agrada a Dios y responder según sus fuerzas a las mercedes recibidas. Y ciertamente cualquiera que en las adversidades cae por culpa de su impaciencia no le hacen malo las adversidades sino descubren la malicia que tenía escondida.

         Moneda falsa. Y acaécele como a la moneda falsa que, antes que en el fuego se eche para ser examinada, parece toda de plata o de oro, mas puesta en el fuego no la hace el fuego de cobre, sino manifiesta el metal de que es hecha. De donde con mucha razón puede decir el Señor al ánima que le ama: Yo me hice hombre entre vosotros. Por tanto, si vos no os hacéis Dios conmigo, verdaderamente yo padezco injuria. Encubrí mi divinidad en la humanidad que tomé de tal manera que apenas poquitos la conocieron, viéndome todos sufrir miserias y tribulaciones desde mi niñez hasta la muerte de cruz, y andar entre los pecadores como uno de ellos. Pues de esta manera conviene que vosotros escondáis vuestra naturaleza humana en mi divinidad, tanto que nadie conozca en vosotros vuestra propia flaqueza, mas toda vuestra vida sea divina y que ninguna cosa parezca en vosotros sino Dios.

         Lo cual, a la verdad, no consiste en hablar por palabras blandas y devotas ni en mostrar gestos religiosos y apariencia de grande santidad y de virtudes ni en dilatarse nuestra fama por diversas partes y tierras, ni en que nos amen ni honren en grande afición los amigos de Dios y varones espirituales. Ni finalmente en ser tratados por Dios tan tierna y delicadamente que parece que olvidado de todos tiene cuidado de solos nosotros, de donde confiamos que fácilmente seremos oídos en todo lo que pidiéremos. Ninguna de estas cosas demanda Dios de nosotros.

         Cristo, nuestra vida. Obrar en nosotros por su vida y su doctrina. Conviene saber que con ánimo libre y desembarazado y inmovible aprendamos a sufrir, si fuéremos por otros llamados engañadores y mentirosos, o recibiéremos cualquier otros denuestos, que nos quieran decir en la cara, con los cuales se menoscabe la altivez de nuestra fama y estimación. Allende de esto, si no solamente nos persiguieren con palabras, mas también con obras, si nos quitaren lo necesario para sustentación de nuestro cuerpo y no solamente nos nieguen lo que habemos menester mas dañen a la salud de nuestro cuerpo y nos hieran o de otra cualquier manera nos atormenten y molesten nuestros cuerpos. Allende de esto, si obrando nuestras obras por la mejor manera que podemos, todavía los extraños las interpretan a la peor parte.

         Finalmente quiere Dios que estas cosas y semejantes suframos, no solamente de mano de los hombres con manso corazón, mas recibamos alegremente los azotes del Señor, si ha por bien quitarnos su consolación y alejarse tanto de nosotros, como si entre El y nosotros estuviese un muro muy ancho. Y que cuando en nuestros trabajos y angustias nos socorremos a El nos cierre los ojos y no nos mire cuando vamos a El y nos deje batallar a solas contra las tribulaciones y miserias, como El fue desamparado de su Padre en todas sus aflicciones.

         En todas estas cosas nos habemos de esconder en su divinidad, para que perseverando firmes en todo nuestro desamparo, no busquemos consuelo ni alivio en alguna criatura mortal, ni en otro algún negocio temporal, mas en sola aquella palabra que Cristo nos enseña: Cúmplase vuestra voluntad.