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SAN AGUSTIN (254-430)
CONFESIONES
(Selección: caps. I a III y XIV a XVII)
San Agustín. Confesiones. Editorial Kier. Buenos Aires, 1971.
Traducción directa del inglés Alicia Ortega de Duprat. p. 27-42 y 92-109.
CAPITULO I

       No es el arte el que ha escrito esto, ni hubo tiempo tampoco para entrar a considerar cómo hacerlo correctamente de acuerdo con la debida comprensión del arte de escribir, pero todo fue ordenado de acuerdo al Espíritu, que a menudo actuaba de prisa; de esta manera es probable que en muchas palabras hagan falta letras y en otros casos falten letras mayúsculas en una palabra. La mano del escriba por no estar acostumbrada a la tarea a menudo temblaba; y aunque pude haber escrito de manera más precisa, correcta y simple, la razón por la cual no lo hice fue que el quemante fuego forzaba esa velocidad en mí y tanto la mano como la pluma tenían que apresurarse a obedecer. Pues ese fuego viene y se va como una lluvia súbita.

       Soy incapaz de escribir nada por cuenta propia, como un niño que no sabe ni comprende nada, no habiendo aprendido nunca nada; y sólo escribo lo que el Señor quiere manifestar a través de mí.

       Nunca quise saber nada del Divino Misterio y mucho menos quise saber la manera de buscarlo y encontrarlo. No sabía nada de él, cuál es la condición de los legos en su simplicidad.

       Sólo buscaba yo el Corazón de Jesucristo para refugiarme en él de la colérica ira de Dios y de los violentos asaltos del Diablo. Y oraba con unción al Señor pidiéndole hacerme llegar su Santo Espíritu y su gracia; que se molestara en bendecirme y guiarme hacia él, y retirara de mí todo aquello que conspirara en apartarme de él. Me entregué en total renuncia a él, de modo que no pesara mi voluntad sino la suya, y que él sólo me guiara y dirigiera de modo que finalmente yo pudiera ser criatura suya en su hijo Jesús.

       En esta seria búsqueda y deseo (en la cual sufrí muchas acerbas repulsas hasta que por fin resolví más bien arriesgarme que desertar) la Puerta se abrió para mí, y en un cuarto de hora vi y aprendí más que si hubiese estado años en la Universidad; por lo cual mi admiración no tuvo límites y me dirigí a Dios en alabanza por ello.

       De modo que no sólo me maravillé sino también me regocijé; y de pronto me vino la urgencia de poner todo eso por escrito, como en conmemoración de mí mismo, aunque con grandes dificultades pudo mi hombre externo aprehender el sentido de todo aquello y menos aún expresarlo a través de la pluma. A pesar de lo cual debo empezar a trabajar en este gran misterio como un niño que va al colegio.

       Lo vi en el interior de mí mismo como un gran abismo, pues tuve una vista completa del Universo, como una compleja y dinámica plenitud, dentro de la cual todas las cosas están ocultas y contenidas; pero me fue imposible explicar aquello.

       Y aquello se abrió en mí, de tiempo en tiempo, como en una planta nueva. Estuvo conmigo por espacio de doce años como si hubiese estado gestándose. Dentro de mí una poderosa compulsión se produjo antes que pudiera ponerla por escrito; pero lo que iba lentamente elaborándose a mi nivel mental, eso yo lo ponía enseguida por escrito.

       Después, sin embargo, el Sol resplandeció en mí un buen tiempo, aunque no constantemente, porque algunas veces se escondía, y entonces yo era incapaz de saber ni de comprender bien mi propia labor. El hombre debe entender que su conocimiento no le pertenece, sino que es de Dios, que le manifiesta las Ideas de Sabiduría al alma, en la medida que le complace hacerlo.

       De ninguna manera debe entenderse que mi razón es más grande o mejor que la de otros hombres vivientes; sólo soy una ramita del Señor y una pequeña y miserable chispa de su luz; él puede colocarme donde le plazca, que yo no le voy a objetar.

       Ni tampoco debe entenderse que ésta es mi voluntad natural, ni que hago esto a través de mi propia y pequeña habilidad; porque si el Espíritu fuese retirado de mí, yo no sería capaz de comprender mis propios escritos.

       ¡Oh, graciosa Gloria y gran Amor, cuán dulce eres! ¡Y cuán amistoso y cortés! ¡Qué agradable es tu sabor y gusto! ¡Qué embriagadoramente exquisito es tu olor! ¡Oh, noble Luz, resplandeciente Gloria!, ¿quién puede captar tu extraordinaria belleza? ¡Cuán gentil es tu amor! ¡Qué curiosos y excelentes tus colores! y todo esto por toda la eternidad. ¡Cómo expresarlo!

       ¿Y por qué o cómo puedo escribirlo yo, cuya lengua balbucea como la de un niño que estuviese aprendiendo a hablar? ¿Con qué podría yo compararlo? ¿Con qué encontrarle alguna similitud? ¿Compararle acaso con el amor de este mundo? No, que eso es sólo un valle de sombras...

       ¡Oh, inmensa Grandeza!. No puedo compararte con nada, sino tal vez con la resurrección de los muertos: allí, otra vez el Amor de fuego se alzará en nosotros e inflamará otra vez nuestros astringentes, amargos y fríos, oscuros y muertos poderes, y nos ofrecerá de nuevo su abrazo cortés y amistoso.

       Oh, Amor gracioso y amable, bendito Amor, y clara y radiante Luz, quédate con nosotros, te lo ruego, porque se acerca el crepúsculo.

 

CAPITULO II

       Soy un pecador y hombre mortal como tú y debo, cada día y cada hora, desgarrarme, luchar y combatir con el Diablo, que me aflige. en mí naturaleza corrupta y perdida, en ese poder colérico que existe en mi carne, como en todos los hombres, continuamente.

       A veces, súbitamente, logro imponerme y otras pierdo la partida; a pesar de lo cual él no me ha vencido ni conquistado, sino que solamente ha adquirido cierta ventaja sobre mí. Si me abofetea, entonces me repliego, pero el poder divino me ayuda de nuevo; entonces él recibe un golpe y a menudo pierde la partida en la lucha.

       Pero cuando él es vencido, entonces la puerta celestial se abre en mi espíritu y el espíritu contempla el divino y celestial Ser, no externamente más allá del cuerpo, sino en la fuente del corazón. Allí surge un resplandor de la Luz en la sensibilidad o pensamientos del cerebro, y allí el Espíritu contempla.

       El hombre está hecho de todos los poderes de Dios, extraído de los siete espíritus de Dios, como los ángeles. Pero como es material corruptible, no siempre el poder divino se manifiesta y desarrolla sus poderes, operando en él. Y aunque se despliega en él, e incluso resplandece en él, es incomprensible a la naturaleza corruptible.

       Porque el Espíritu Santo no se sujeta en la carne pecadora, sino que estalla como un relámpago, en la misma forma que la chispa de fuego relampaguea en una piedra cuando el hombre la golpea.

       Pero cuando este resplandor es captado en la fuente del corazón, entonces el Espíritu Santo se alza en los siete espíritus-fuente hacia el cerebro, como el amanecer del día, como la rojez del amanecer.

       En esa Luz el uno ve al otro, lo siente, lo huele, le toma el gusto y lo escucha como si la Deidad entera surgiera en él.

       He aquí que el espíritu se asoma a la profundidad de la Deidad. Porque el Dios próximo y lejano es todo uno; y el mismo Dios está en su aspecto triple tanto en el cielo como en el alma del santo.

       Es de este Dios de quien tomo yo mis conocimientos y no de ninguna otra cosa; ni quiero saber ni conocer otra cosa que no sea ese mismo Dios. Y él es el que me da esta seguridad de mi espíritu, y por eso yo creo y confío firmemente en él.

       Aunque viniese un ángel del cielo a decírmelo yo no lo creería, mucho menos me aferraría de eso, pues dudaría siempre sobre su verosimilitud. Pero el Sol mismo se alza en mi espíritu y por lo tanto de ello estoy absolutamente seguro.

       El alma vive en perpetuo peligro en este mundo; por esta razón esta vida está muy bien definida como valle de miseria, lleno de angustia, un ajetreo constante en que somos traídos, llevados, empujados, arrastrados, combatidos.

       Pero el cuerpo, frío y medio muerto, no siempre comprende esta lucha del alma. No sabe qué pasa, pero se siente pesado y ansioso; va de una cosa a otra y de un lugar a otro lugar, en busca de quietud y reposo.

       Y cuando llega adonde va, no encuentra lo que buscaba. Entonces se llena de dudas y confusiones; le parece que está dejado de la mano de Dios. No comprende la lucha del espíritu, ni como éste a veces está caído y otras exultante.

       Tú debes saber que no escribo esto como quien narra una historia que me hubiesen contado. Yo debo permanentemente librar ese combate, y considero que ese esfuerzo que a veces parece derribarme, como a cualquier otro hombre, es algo realmente aniquilador.

       Pero justamente porque la lucha es tan violenta y en razón de la seriedad con que abordamos el tema, me ha sido dada esta revelación, y también el vehemente impulso de poner todo esto sobre el papel.

       Cuál es la secuela de todo esto, y en qué puede traducirse, no lo sé en absoluto. Sólo a veces tengo acceso a los misterios del futuro en el abismo.

       Cuando el resplandor surge en el centro, uno ve a través de él, pelo no puede aprehender, ni sujetar lo que ve; le sucede a uno como en una tormenta eléctrica, cuando el resplandor de fuego surge súbitamente y asimismo desaparece.

       Así pasa en el alma cuando se abre una brecha en pleno combate. Entonces contempla a la Deidad como el resplandor del relámpago, pero la fuente y el despliegue de los pecados la cubre súbitamente de nuevo. Pues el viejo Adán pertenece a la tierra, y no, a causa de la carne, a Dios.

       En este combate he pasado pruebas terribles que han amargado mi corazón. Mi Sol a veces se ha eclipsado y a veces extinguido, pero siempre se alzó de nuevo. Y cuanto más a menudo se eclipsaba, más resplandeciente y claro se alzaba de nuevo.

       No escribo esto en mi propia alabanza, sino para ilustrar al lector sobre la base de mi conocimiento, para que así no busque en mí lo que yo no puedo darle, o piense de mí lo que no soy.

       Pero lo que yo soy, lo puede ser también cualquier hombre que luche en Jesucristo, nuestro Rey, por obtener la corona del eterno Gozo y vivir en la esperanza de la perfección.

       Me maravilla que Dios pueda revelarse tan plenamente a un hombre tan simple y que además a ese precisamente le ordene escribirlo; sobre todo habiendo tantos hombres sabios, que lo harían mejor y más exactamente que yo, que soy tan poca cosa y un ser tan estúpido para el mundo.

       Pero yo no puedo ni quiero oponerme a él, aunque a menudo me opuse a él, y si no fuera su impulso y voluntad el que yo lo hiciera, ya me habría retirado la tarea; pero lo único que obtuve con oponerme fue recoger más piedras para el edificio.

       Ahora he trepado tan alto que no me atrevo a mirar para atrás, pues temo al vértigo y ya no me resta más que un pequeño trecho para llegar a la meta que mi corazón aspira, anhela y desea alcanzar en plenitud. Mientras voy subiendo no siento el vértigo, pero cuando miro para atrás y entreveo la posibilidad de regresar, entonces me viene el mareo y el miedo de caer.

       Por lo tanto he puesto mi confianza en el Dios fuerte y ya veremos qué sucede. No tengo sino un cuerpo, el cual es mortal y corruptible; gustosamente lo aventuraré en la empresa. Si la luz y el conocimiento de mi Dios permanecen conmigo, tengo suficiente para esta vida y la que le sigue.

       Así no me enojaré con mi Dios, aunque en su nombre tuviese que soportar ignominia, vergüenza y reproches, que brotan, abotonan y florecen para mí cada día, de tal modo que me he hecho casi inmune a ellos; cantaré con el profeta David: Aunque mi cuerpo y mi alma desmayen, de todas maneras, oh, Dios, eres mi confianza y mi esperanza; y también mi salvación y el consuelo de mi corazón.

 

CAPITULO III

       Los hombres han sido siempre de opinión que el cielo está localizado a muchos cientos, o mejor dicho miles de kilómetros de distancia de la faz de la tierra, y de que Dios reside en ese cielo.

       Algunos hubo que hasta intentaron medir esta altura y esta distancia, y han fabricado al efecto artefactos extraños e incluso monstruosos. Y yo ciertamente creía que el cielo, antes de mi conocimiento y revelación de Dios, estaba constituido por esa circunferencia redonda, de azur, color celeste que se extiende sobre las estrellas; suponiendo que Dios, como Ser Absoluto, tenía allí su residencia, reinando sobre el mundo solamente en el poder de su Espíritu Santo.

       Pero como todo esto me había causado ya efectos chocantes, sin duda procedentes del Espíritu, que parecía tener una debilidad por mí, caí en un estado de profunda melancolía y gran tristeza, especialmente cuando contemplaba el gran Abismo de este mundo, y también el sol y las estrellas, las nubes, la lluvia y la nieve, y entraba a considerar en mi espíritu la totalidad de la creación del mundo.

       Encontré que todas las cosas contenían el bien y el mal; amor y cólera; tanto las criaturas inanimadas, como la madera, piedras, tierra y elementos, y también el hombre y las bestias.

       Y me detuve a considerar esa pequeña chispa de luz, el hombre, cómo debía ser considerado con respecto a Dios, en comparación con la gran obra del cielo y la tierra.

       Y me compenetré del hecho que en todas las cosas residía tanto el bien como el mal, en los elementos como en las criaturas. Me vino una gran melancolía al considerar que ello ocurría con los buenos y con los malos por igual; al ver que incluso las gentes más bárbaras habitaban los mejores países y que en general tenían más prosperidad que los virtuosos y buenos. Ni la lectura de las Escrituras, aunque estaba muy versado en ellas, me daba ningún consuelo. El Demonio agitaba en mí esos pensamientos rebeldes que prefiero ni recordar siquiera.

       En esta aflicción y preocupación tan grandes elevé mi espíritu; (aunque por entonces casi nada sabía al respecto), con todas mis fuerzas lo alcé hacia Dios, como en una gran tormenta que arrasara con todo mi corazón y mi mente, como asimismo con mis pensamientos y el total de mi voluntad y resolución, proyectándolo en su lucha hacia el Amor y la Misericordia de Dios, sin ceder hasta que él me bendijera, esto es hasta que me iluminara con su Espíritu Santo, haciéndome conocer su voluntad, lo que me libraría de la desesperación. Y entonces, súbitamente, mi espíritu irrumpió...

       En un arrebato de celo decidí tomar al cielo por asalto, y al infierno si fuere necesario, como si tuviese listas reservas extras de virtud y poder, con la firme resolución de arriesgar mi vida en ello (lo cual evidentemente no dependía de mí; sin la asistencia del Espíritu de Dios), y entonces súbitamente mi espíritu iluminado por Dios rompió las puertas del Infierno y se precipitó hacia Lo Profundo de la Divinidad y sentí su abrazo de amor, como un novio que abrazara, por fin, a su bienamada.

       La certeza del triunfo que inundó mi espíritu, y la grandeza de todo ello, fue tal que no cabe en palabras, ni dichas ni escritas; ni puede ser comparada con cosa alguna sino tal vez con sentir cómo la vida surge en medio de la muerte. Es como resucitar de entre los muertos.

       Con esta luz mi espíritu fue capaz de ver a través de todas las apariencias, de ver a Dios en todas las criaturas, aun en las hierbas y el césped; supo quién era, cómo era y cuál es Su voluntad. Y en esa luz, mi voluntad sintió el impetuoso impulso de describir el Ser de Dios.

       Pero como no podía entonces aprehender los más sutiles movimientos de Dios y comprenderlos a nivel racional, pasaron casi doce años sin que me fuera concedida la exacta comprensión de todo esto.

       Y sucedió conmigo como con un árbol nuevo, que es plantado en el suelo y al principio parece joven y tierno, floreciente al ojo, especialmente por la lozanía de su crecimiento; pero no da fruto todavía y aunque tiene su florescencia, los capullos caen: hace falta que sea batido por los vientos fríos, y azotado por el cierzo helado y la nieve para que aquella madurez se traduzca en flor y fruto.

       Así pasó conmigo: ese primer fuego sólo fue un principio y no una luz constante y duradera; y desde entonces muchas veces el frío viento se abatió sobre él, pero sin lograr jamás extinguirlo.

       A menudo el árbol sintió la tentación de ver si podía dar ya fruto y se llenó de capullos. Pero los capullos fueron arrancados hasta ahora en que ha llegado el momento del fruto.

       Es de esta luz que yo obtengo ahora mi conocimiento, mi voluntad, mi impulso y mis esfuerzos. Por lo tanto escribiré este conocimiento de acuerdo con mi capacidad y dejaré al Señor hacer su voluntad. Y aunque enfureciera a todo el mundo, al Diablo y a todas las puertas del infierno, lo haré y observaré hasta ver qué intenta hacer el Señor de él.

       Porque soy demasiado débil para conocer sus propósitos. Y aunque el Espíritu a veces permite que a través de esa luz puedan visualizarse algunas cosas futuras, de acuerdo con el hombre exterior soy demasiado débil para aprehenderlas.

       El espíritu animado o alma, que desenvuelve sus poderes y se une a Dios, le comprende bien, pero el cuerpo animal sólo obtiene un reflejo, un relámpago breve de comprensión. Este es el estado de movimiento interior del alma, cuando atraviesa la cutícula exterior por acción del Espíritu Santo. Pero lo exterior se cierra de nuevo porque allí se enciende la ira del Señor así como el fuego eclosiona de la piedra y lo sujeta cautivo en su poder.

       Entonces se aleja el conocimiento del hombre exterior y él camina de acá para allá, afligido y ansioso, como mujer en trabajo de parto, que de buena gana daría a luz si pudiera, pero no puede hacerlo y continúa sufriendo.

       Así pasa con el cuerpo animal cuando ha gustado una vez siquiera de la dulzura de Dios. Se le abre el apetito y anda ávido, con hambre y sed de él; pero el Diablo en el poder de la ira de Dios se opone con todas sus fuerzas, y el hombre en este estado vive en perpetua ansiedad; y no le queda otra cosa que hacer sino combatir y luchar.

       No escribo esto para mi gloria sino para confortar al lector. Así tal vez, si se aviene a cruzar conmigo por este estrecho puente, no se sentirá súbitamente desanimado y desconfiado cuando las puertas del infierno y la ira de Dios le salgan al paso y se hagan presentes ante él.

       Cuando nos reunamos, sobre este estrecho puente de la carne, para ir hacia aquella verde pradera hasta la cual la ira de Dios no llega seremos recompensados por todo lo que hemos tenido que soportar. Y aunque hasta ahora el mundo nos tome por necios, debemos permitir que el Diablo nos domine, apremie y ruja sobre nosotros.

       Ahora fíjate: si diriges tus pensamientos en lo que se refiere al cielo y concibes en tu mente lo que es, dónde está y cómo es, no necesitas llevar tus pensamientos a muchos kilómetros de distancia, porque ese lugar, ese cielo, no es tu cielo.

       Y aunque, en verdad, eso está unido con tu cielo como un solo cuerpo, constituyendo un único cuerpo con Dios, tú no has sido hecho para ser una criatura de ese lugar que está a muchos cientos de miles de kilómetros de distancia, sino que fuiste hecho para un cielo de este mundo, que contiene también tal abismo como nadie puede ni siquiera imaginar.

       El verdadero cielo está en todas partes, aun en ese lugar donde estás. Y así cuando tu espíritu presiona a través del astral y de la carne y aprehende el movimiento interior de Dios, entonces allí está muy realmente en el cielo.

       Es innegable que hay un glorioso cielo con sus tres planos en alto por sobre el abismo de este mundo, en el cual el Ser de Dios, en compañía de sus ángeles se mueve y regocija con gran pureza, brillo y belleza. Y sólo podría negarlo el que no procede de Dios.

       Tú debes saber que este mundo en sus pliegues profundos e interiores desenvuelve sus propiedades y poderes, en unión con el ciclo que está más arriba. Así hay un Corazón, un Ser, una Voluntad, un Dios, todo en todo.

       El movimiento exterior de este mundo no puede captar el movimiento exterior del cielo que está sobre él, porque son el uno con respecto al otro como la vida y la muerte; o como el hombre y una piedra son recíprocamente.

       Hay un sólido firmamento dividiendo el exterior de este mundo y el del cielo superior, y ese firmamento se llama Muerte, que reina por doquier en el exterior de este mundo y constituye un gran golfo entre ambos.

       El segundo movimiento de este mundo está en la vida; es el astral, del cual se genera el tercer y sagrado movimiento. Y allí el amor y la ira se entrechocan permanentemente. Porque el segundo movimiento yace en los siete espíritus de este mundo, y está en todas partes y en todas las criaturas como asimismo en el hombre. Pero el Espíritu Santo también reina en este segundo movimiento y ayuda a generar el tercero, el santo movimiento.

       Este, el tercero, es el claro y sagrado cielo que se une con el Corazón de Dios, distinto de todos los cielos, y sobre todos ellos, como un corazón.

       Por lo tanto, hijo del hombre, no te descorazones, ni seas timorato, ni pusilánime. Si en tu celo y honesta sinceridad tú siembras la semilla de tus lágrimas, no la siembras en la tierra, sino en el cielo; porque en tu movimiento astral la siembras y en tu alma la maduras y en el reino del Cielo la posees y gozas.

       Si los ojos del hombre fueran abiertos vería a Dios en todas partes en su cielo; pues el cielo consiste en la profundidad de todo.

       Cuando Esteban vio el cielo abierto y al Señor Jesús a la derecha de Dios, entonces su espíritu no ascendió al cielo superior sino que penetró en el movimiento interior, donde el cielo está por doquier.

       Ni pienses tampoco que Dios es un ser que permanece en el cielo superior y que el alma cuando sale del cuerpo asciende alejándose a miles de kilómetros. No necesita hacer eso. Se ubica en el movimiento interior y allí está con Dios, y en Dios, y con todos los santos ángeles y puede de súbito estar arriba y de pronto abajo; no hay nada que la obstaculice.

       Porque en el interior la Deidad superior o inferior forma un solo cuerpo y es una puerta abierta. Los santos ángeles conversan y caminan para arriba y para abajo en el interior de este mundo, al lado de nuestro Rey Jesucristo; en la misma forma en que lo hacen en las alturas en sus mansiones, regiones o cortes.

       ¿Dónde estaría o quisiera estar mejor el alma del hombre que con su Rey y Redentor Jesucristo? Porque cerca y lejos en Dios es una y misma cosa, una posibilidad de captación, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por doquier, en todas partes están.

       La puerta de Dios en el cielo Superior, no es otra, ni es tampoco más brillante, que la que está acá en este mundo. Y ¿dónde podría haber dicha mayor que en ese lugar donde en cada hora, en cada momento, hermosos, encantadores y adorables niños recién nacidos y ángeles llegan al Cristo, pasando de la muerte a la vida? ¿Dónde podría haber mayor alegría que allí donde en medio de la muerte, la vida se genera continuamente? ¿No aporta cada alma consigo un nuevo triunfo? Y por supuesto hay acá para ella un calidísimo y cordial saludo de bienvenida.

       ¿Consideras que mi manera de escribir es muy terrenal? Si pudieras asomarte a mi ventana no pensarías que lo es. Aunque deba usar un lenguaje terrenal, bajo él subyace un sentido auténticamente celestial que en mi lenguaje exterior no soy capaz de expresar.

       Me doy perfecta cuenta de que lo que digo referente a los tres movimientos no puede ser aprehendido por el corazón de cualquier hombre, especialmente si éste está sumergido, ahogado, inmerso en la carne. Pero no puedo expresarlo en otra forma, porque es así no más; y como yo me refiero al puro espíritu, porque en rigor de verdad no hay otra cosa, tal corazón es totalmente inhábil de comprender esto, no pudiendo captar otra cosa que no sea lo carnal.

       No debes suponer que lo que escribo aquí es algo dudoso, susceptible de ser cuestionado si es así o no; pues las puertas del cielo y del infierno permanecen abiertas para el espíritu y en la Luz él ensaya pasar a través de ambas, contemplándolas, probándolas y examinándolas.

       Y aunque el Diablo no puede arrebatarme la Luz, suele escondérmela a través del movimiento exterior carnal, de modo tal que el astral sufre ansiedad y la sensación de encierro, como si le aprisionaran.

       Pero éstos son sólo sus turbios manejos con los cuales disimula y oscurece la semilla del paraíso. Referente a esto el Santo apóstol Pablo dijo que le habían puesto una gran espina en su carne y que él había rogado fervorosamente al Señor la apartara de sí, a lo cual el Señor le respondió: Bástate mi gracia.

       Porque él también había llegado a este lugar y hubiese de buena gana preferido poseer la Luz sin obstáculos ni impedimento, sentirla suya en el movimiento astral. Pero no podía ser así; porque la ira mora en el movimiento carnal y allí reside la corrupción. Si la ira fuese totalmente retirada del astral, entonces él allí sería como Dios y sabría todas las cosas como Dios las sabe.

       Lo cual ahora en esta vida sólo es accesible como conocimientos al alma que desenvuelve sus poderes en unión con la luz de Dios, y aun así esa alma no puede traerla de vuelta otra vez al astral. En la misma forma que una manzana en un árbol, no puede entregar de nuevo su olor y sabor al árbol o a la tierra, aunque proceda de ese árbol; así mismo sucede con la naturaleza humana.

       El santo hombre Moisés estaba tan profundamente inmerso en la Luz que aquella glorificó, clarificó e hizo resplandecer también el astral, de tal manera que incluso la apariencia exterior de su cara radiaba el mismo esplendor.

       El también deseaba ver la luz de Dios perfectamente en el astral; pero no podía ver pues el obstáculo de la ira yace ante ella. Aun la naturaleza entera y universal del astral en este mundo no puede aprehender la Luz de Dios; por lo tanto el Corazón de Dios está escondido, aunque resida en todo lo creado e interpenetrándolo todo.

       Tú ves cómo la ira de Dios yace escondida en el exterior de la naturaleza, y no puede ser despertada, a no ser que el hombre la despierte, el cual lo hace a través de su envoltura carnal que desarrolla una capacidad de activarse y unirse con la ira de la envoltura exterior de la naturaleza.

       Por lo tanto si alguno es condenado al infierno no debiera decir que Dios lo ha hecho, o que desea que sea así. El hombre despierta el fuego de la ira en sí mismo y si esto es atizado se une a la ira de Dios y al fuego infernal como una sola y misma cosa.

       Porque cuando tu luz se extingue, entonces permaneces en la oscuridad. Dentro de la oscuridad se esconde la ira de Dios y si la despiertas, arde dentro de ti.

       Hasta dentro de una piedra hay fuego; si no la golpeas, el fuego yace escondido; pero si la golpeas, el fuego estalla y si en la cercanía hay un elemento combustible, éste se encenderá y arderá convirtiéndose en un gran fuego. Asimismo sucede con el hombre, cuando inflama el fuego de la ira que de otro modo yace dormido.

 

CAPITULO XIV

       No podemos decir que el mundo exterior sea Dios, o el Verbo expresado; o que el hombre exterior sea Dios. Eso es sólo el Verbo expresado, que se ha condensado en unión con los elementos. Digo, que el mundo interior es el cielo donde reside Dios; y que el mundo exterior emerge del interior a través del eterno Verbo animado y encerrado en el tiempo, entre un principio y un fin.

       El mundo interior mora en el eterno Verbo animado. El Verbo eterno hablándole le comunica al Ser a través de la Sabiduría, procedente de sus propios poderes, colores y virtud, como un gran misterio de la eternidad. Este Ser es un aliento del Verbo en la Sabiduría: tiene el poder de generar en sí mismo, y se introduce en formas generándose a la manera del Verbo eterno, o como podría decirse, emergiendo de la Sabiduría en la Palabra o el Verbo.

       Por consiguiente no hay nada inmediato ni apartado de Dios: un mundo contiene al otro y todos son en todos como el alma y el cuerpo, y el tiempo y la eternidad: El eterno Verbo animado reina a través de todo y sobre todo; trabaja de una eternidad a otra; y aunque no puede ser aprehendido ni concebido, su trabajo sí puede ser concebido, porque éste es el Verbo formado, del cual el Verbo activo es la vida.

       El eterno Verbo animado es la divina comprensión o sonido. Aquello que es dado a luz del deseo-amor y traído hacia una forma, eso, repito, es la comprensión y sonido natural y creador que estaban en el Verbo; como fue dicho "en él estaba la vida y esa vida era la luz de hombres".

       La armonía de ver, oír, tocar, gustar y oler, es la verdadera vida intelectual. Cuando una facultad entra dentro de otra, ellas se unen en el sonido; cuando la hacen y se unifican, se despiertan y conocen recíprocamente. En este conocimiento consiste la verdadera comprensión, que de acuerdo con la naturaleza de la eterna sabiduría, es inconmensurable y abisal, perteneciendo al Uno que es Todo.

       Por lo tanto sólo una voluntad, si está en la luz, puede beber de esta fuente y contemplar la infinitud. De esa contemplación salió lo que aquí está escrito.

       En la luz de Dios (que es llamada reino del cielo), el sonido es totalmente suave, agradable, encantador y puro; y es una quietud en comparación con nuestro grosero sonido y lenguaje exterior. Es como si la mente jugara a componer melodías en un reino interior de dicha, y entonces escuchara interiormente una dulce y placentera música, que exteriormente fuera incapaz de oír, y menos aun de comprender. Porque en la luz divina todo es sutil, de la misma manera que los pensamientos que juegan y ejecutan melodías entre ellos.

       No obstante lo que digo, hay un sonido y lenguaje real inteligible y distinto usado por los ángeles de acuerdo con su propia cualidad en el reino de la gloria. Los poderes del Verbo formado y manifestado, en su amor-deseo, se introducen, de acuerdo con lo que es característico de cada uno de esos poderes, en un ser exterior, donde, como en una mansión, ellos pueden ejecutar su juego de amor, y tener algo desde dónde y con qué jugar mutuamente y enhebrar melodías, en su denodada lucha de amor.

       Dios, que es Espíritu, por su manifestación y a través de ella, se ha introducido en distintos espíritus que son las voces de su eterna y fecunda armonía en el Verbo manifestado de su gran reino de dicha; ellos son los instrumentos de Dios, en los cuales su Espíritu ejecuta melodías; son ángeles, las llamas del fuego y de la luz en un dominio pleno de vida y comprensión.

       No pensemos que los santos ángeles residen sólo sobre las estrellas y más allá de este mundo, como nuestra razón, que nada sabe de Dios, imagina. En realidad viven más allá del dominio de este mundo, pero el lugar ocupado por este mundo (aunque en la eternidad no hay lugares), y también el lugar más allá de este mundo, es todo uno para ellos. Nosotros, los hombres, no vemos a los ángeles ni a los diablos con nuestros ojos; no obstante lo cual ellos están entre nosotros. Los ángeles buenos y los malos, viven cerca unos de otros, y sin embargo hay una enorme, inmensa distancia, entre ellos. Porque aunque el cielo contenga al infierno y viceversa, el uno no se manifiesta al otro. Aunque el Diablo recorriera enormes distancias deseando entrar al cielo y verlo, continuaría estando en el infierno y no lo vería.

       Si no se conociera el mal, la dicha no se manifestaría. Pero si se manifiesta la dicha entonces el Verbo eterno es hablado en un lenguaje de dicha. Para lograr este único fin, el Verbo con la naturaleza. se ha traducido en una creación.

       Todo aquel que ve y comprende esto correctamente, ya no se hace ninguna clase de preguntas, porque ha comprendido que él vive y subsiste en Dios, y que él puede en el futuro saber y querer a través suyo, y hablar cómo y lo que él quiera. Tal hombre busca únicamente la humildad, y que sólo Dios reciba la alabanza.

       Mi espíritu de voluntad, que ahora ha tomado la humanidad de Cristo, vive en el espíritu de Cristo, que con su vigor comunicará savia a este árbol reseco, para que pueda alzarse al sonido de la trompeta del divino aliento en la voz de Cristo, que es también mi voz en su aliento, y pueda resurgir de nuevo en el paraíso. El paraíso estará en mí; todo lo que Dios es y tiene. empezará a surgir en mí como un reflejo del ser de este mundo divino; todos los colores, poderes y virtudes de su sabiduría eterna se manifestarán en mí, a su semejanza. Seré la manifestación del mundo divino y espiritual y un instrumento del Espíritu de Dios, en el cual él ejecuta sus melodías para sí mismo, con esta voz que soy yo. Yo seré su instrumento, un órgano que expresa su Verbo o su Voz; y no sólo yo sino todos los integrantes en el glorioso coro e instrumento de Dios. Todos somos cuerdas en el concierto de su dicha; el espíritu de su boca da la nota exacta y el tono, y en ella afinamos nuestros instrumentos.

       Por consiguiente es para esto que Dios se hizo hombre. Para poder reparar su glorioso instrumento de alabanza, que sonaba desafinado y no de acuerdo con el tono de su dicha y de su amor. El volvería a traer el verdadero sonido de amor a esas cuerdas. El nos ha devuelto la voz que pueda alzarse en su presencia otra vez.

       El ha descendido hasta mí y me ha transformado en lo que él es, para que yo pueda decir en toda humildad que yo, en él; soy su trompeta y el sonido de su instrumento, y su divina voz.

 

CAPITULO XV

       Hablaré ahora a aquellos que sienten muy realmente dentro de ellos, el deseo de arrepentirse, y a pesar de ello no logran reconocer y deplorar los pecados cometidos; pues la carne se mantiene diciéndole continuamente al alma "Un momento más...si estamos bien así..." o si no "Ya habrá tiempo mañana." Y cuando llega el mañana la carne dice de nuevo "Mañana". El alma, mientras tanto, suspirando y desmayándose, no logra ni lamentar los pecados cometidos, ni un poco siquiera de consuelo. Para ése, repito, indicaré un proceso o sendero, a través del cual yo he ido personalmente, para que sepa qué debe hacer y lo qué pasó conmigo, si por ventura él se siente inclinado a entrar en él y seguirlo.

       Cuando un hombre percibe dentro de sí mismo, presionando su mente y su conciencia, una avidez o deseo de arrepentirse, a pesar de lo cual no siente dentro de él compunción alguna por los errores cometidos, sino sólo el anhelo de sentirla; de modo tal que esa pobre alma cautiva suspira continuamente, teme y siente que debe reconocerse culpable de pecados ante el juicio de Dios; tal persona, repito, no puede hacer nada mejor que esto, que consiste en envolver juntos los sentidos, la mente y la razón, y hacerse a sí mismo, tan pronto como detecte la aspiración de arrepentirse, el fuerte e inexorable propósito de que entrará en esa misma hora, qué digo hora, en ese mismísimo minuto, en el proceso de arrepentimiento, y abandonará el camino del mal, sin tomar en cuenta para nada el parecer de los demás ni del mundo en general. Sí. Y si fuese necesario que él deserte y desestime todas las cosas, en pro de ese arrepentimiento; y que nunca se aparte de esa resolución que hizo, aunque se convierta en el hazmerreír y el estúpido máximo para todo el mundo; de que con todas las fuerzas de que se sienta capaz en su mente, él se apartará de la gloria y placeres del mundo y pacientemente entrará en la pasión y muerte de Cristo, poniendo toda su esperanza y confianza en esa vida que vendrá; que aun ahora en integridad y verdad él entrará en la viña de Cristo, y allí dentro realizará la voluntad de Dios; que en el Espíritu y voluntad de Cristo él iniciará y terminará todas sus acciones en este mundo; y que por la palabra de Cristo y su promesa, que nos asegura una recompensa celestial, gustosamente aceptará y soportará toda adversidad y toda cruz, para de este modo ser admitido en la comunión y hermandad de los hijos de Cristo.

       Debe firmemente imaginarse a su alma enteramente envuelta en esta persuasión, de que realizando tal propósito él obtendrá el amor de Dios en Jesucristo, y que Dios le dará esa noble promesa del Espíritu Santo por seña; que en la humanidad de Cristo él volverá a renacer, y que el Espíritu de Cristo renovará su mente con amor y poder, fortaleciendo su débil fe. También que en sus ansias divinas él recibirá la carne y sangre de Cristo por alimento y bebida para el deseo de su alma, que está hambrienta y sedienta de ese, el único alimento que puede saciarla; y la sed de esa alma bebe el agua de vida eterna que procede de la pura fuente de Jesucristo.

       El debe asimismo entera y firmemente imaginarse y colocar ante él, el gran amor de Dios. Debe persuadirse de que Dios en Cristo le oirá más fácilmente y le recibirá en su gracia; que Dios en el amor de Cristo, en el más amado y precioso nombre de Jesús, no puede permitir ningún mal; y que no puede haber ninguna mirada colérica en este hombre, sino sólo el más alto y más profundo amor y fidelidad; la más inmensa dulzura de Dios.

       Teniendo todo esto en consideración él debe firmemente imaginarse que en esta misma hora y momento, Dios está realmente presente dentro y fuera de él. El debe saber y creer que en su hombre interior él permanece realmente delante de Dios, a quien su alma ha dado la espalda; y debe, con los ojos de su mente, en postura de temor y de la más profunda humildad, empezar a confesar sus pecados e indignidad ante la cara de Dios de la manera que sigue:

       "Oh tú gran Dios inescrutable, Señor de todas las cosas; Tú, que en Jesucristo, por tu gran amor hacia nosotros, te has manifestado en nuestra humanidad: Yo, pobre, indigno y miserable pecador venga ante tu presencia, aunque no soy digno de levantar mis ojos hacia ti, reconociendo y confesando que soy culpable de haber renunciado a tu gran amor, y a la gracia que tan liberalmente nos otorgaste. Mi alma ni siquiera se conoce a causa del lodo del pecado; como un forastero ante ti, indigno de desear tu gracia.

       "Oh Dios en Jesucristo, tú que por los pobres pecadores te hiciste hombre para ayudarlos, a ti recurro. El Diablo me ha envenenado y ya ni reconozco a mi Salvador; he pasado a ser una rama salvaje en tu árbol. Para mí mismo me he convertido en un necio; estoy desolado y desnudo, y mi vergüenza se alza ante mis ojos sin que yo pueda ocultarla; tu juicio me espera. ¿Qué puedo decirte yo a ti, que eres el juez de todo el mundo?

       "Oh, Dios misericordioso, es debido a tu amor y sufrimiento que no estoy ya en el infierno. Yazgo ante ti como un moribundo cuya vida se exhala de sus labios, como una chispa que se apaga; enciéndela de nuevo, oh, Señor, y eleva de nuevo el aliento de mi alma ante ti."

       El hombre debe considerar muy seriamente en su mente este asunto. Si alguna vez llega a obtener el divino amor, la unión con la noble Sabiduría de Dios, debe hacer un voto sincero en su propósito y en su mente.

       Bienamado lector, porque te amo no te ocultaré lo que me ha sido dado conocer. Si todavía estás aferrado a la vanidad de la carne, y no tienes un propósito firme de caminar hacia el nuevo nacimiento, intentando convertirte en un nuevo hombre, entonces no concedas importancia a las palabras de esa plegaria y no las digas; o si no, ellas se convertirán en un juicio de Dios sobre ti. No debes tomar los santos nombres en vano; ellos sólo pertenecen a las almas sedientas. Pero si tu alma está realmente consumida por la sed, ella descubrirá por propia experiencia lo que son esas palabras.

       Amada alma; Cristo fue tentado en el desierto, y si anhelas seguirle debes rehacer su camino desde su misma encarnación hasta su ascensión.

       Aunque no seas capaz ni se te exija hacer lo que él hizo, debes introducirte de lleno en su proceso y desde allí morir continuamente para la corrupción. Porque la Virgen, la Santa Sabiduría, no se desposa con el alma sino cuando esta alma, a través de la muerte de Cristo, se yergue como una nueva planta, que se alzara en el cielo.

       Por lo tanto fíjate bien en lo que haces: cuando has hecho esa promesa, tienes que cumplirla; entonces la Sabiduría te coronará más pronto de lo que debieras ser coronado. Pero debes estar seguro que cuando el Tentador venga a ti con el placer y la gloria del mundo, tu mente lo va a rechazar. La libre voluntad de tu alma debe sostener el embate más fuerte como un guerrero y un campeón. Si el Diablo no puede prevalecer contra tu alma con la vanidad, volverá a la carga con sus indignidades y su catálogo de pecados. Allí debes luchar fuerte, porque en este conflicto los pobres pecadores suelen pasarlo tan mal, que la razón exterior piensa que están fuera de sí o que están poseídos por un espíritu maligno. En este tipo de combate, el cielo y el infierno luchan el uno contra el otro. Pero un soldado que ha ido a la guerra debe saber cómo pelear e incluso adiestrar a otro que se vea en idéntica condición.

       He consignado aquí para ayudar al lector, una plegaria muy eficaz para luchar contra la tentación, de modo que sepa qué hacer si está en esa situación.

       "Amantísimo amor de Dios en Jesucristo no me abandones en esta angustia. Te confieso que soy culpable de los pecados que se agitan ahora en mi conciencia y en mi mente; si me abandonas, pereceré. ¿Pero ¿no me has prometido en tus propias palabras, cuando dices : "Si una madre pudiera olvidar a su hijo (lo que es muy difícil), ¿cómo podrías tú olvidarme?" Me has colocado como un signo en tus manos que fueron atravesadas con agudos clavos, y en tu costado abierto de donde manó sangre y agua. ¡Pobre infeliz de mí! Dependiendo de mi propia habilidad no hay nada que yo pueda hacer ante ti; me sumerjo en tus heridas y en tu muerte; en ti me sumerjo con la angustia de mi conciencia; haz lo que quieras de mí."

       Bienamado lector, éste no es asunto banal; el que así piensa no ha pasado por él. Su conciencia todavía duerme. Feliz el que pasa por este fuego en su juventud, antes de que el Diablo tenga tiempo de erigir una fortaleza en su interior; puede ser que sea un trabajador en la viña celestial, y que siembre su semilla en el jardín de Cristo, donde a su debido tiempo cosechará el fruto. Este proceso dura un buen tiempo; con algunas pobres almas, muchos años, si no se ponen seriamente, y cuanto antes, la armadura de Cristo. Pero para aquél que con firme propósito se esfuerza por escapar de sus malignos caminos, la tentación no será tan ardua, ni durará mucho tiempo. Pero debe continuar valientemente hasta que obtenga la victoria contra el Diablo. El tendrá mucha ayuda y todo saldrá a pedir de boca para él; de modo que después, cuando el día amanezca en su alma, él convierta toda su penuria en un himno de alabanza por la gloria de Dios.

 

CAPITULO XVI

       Toda pena, angustia y temor que se refiere a asuntos espirituales, por los cuales un hombre se siente abatido o aterrorizado dentro de sí mismo, procede del alma. El espíritu exterior, que viene de las estrellas y elementos, no se perturba ni confunde así; porque vive en su propia matriz, la que le generó. Pero la pobre alma ha entrado en alojamiento extraño, al pasar al espíritu de este mundo, el cual no es su propio hogar. Debido a ello, esta delicada criatura aparece deslucida y estropeada, y además mantenida en sujeción, cautiva en un calabozo oscuro.

       El alma es en primera instancia una mágica fuente del fuego de la naturaleza de Dios. Es un intenso e incesante deseo de la Luz divina.

       Así pues, el alma, por ser en sí misma un mágico y ávido espíritu de fuego, desea la virtud espiritual con el fin de mantener y preservar con ella su vida de fuego y apaciguar la voracidad de su fuente.

       Pero visto que en su avidez el alma, desde el vientre materno, se ve envuelta en el espíritu del gran mundo y en su propio temperamento, se alimenta a partir de su nacimiento, y aun desde el vientre materno, del espíritu de este mundo.

       El alma se nutre con alimento espiritual de acuerdo a su temperamento: es la manera que tiene de encender su propio fuego. El combustible de ese fuego debe ser, o su propio temperamento o una subsistencia que le venga de Dios.

       Así podemos comprender la causa de esa infinita variedad que existe en las voluntades y acciones de los hombres. De acuerdo con aquello que es lo que nutre esa alma, con lo cual esa vida de fuego es abastecida, es que esa alma es dirigida y gobernada.

       Si se evade de su propio temperamento hacia el fuego del amor de Dios, dentro de la sustancia celestial que es la del propio Cristo, entonces se nutre de Cristo y de la mansedumbre de la luz de su majestad, donde se halla la fuente de la vida eterna.

       De aquí el alma obtiene una voluntad divina y obliga al cuerpo a hacer aquello que de acuerdo con su natural inclinación y el espíritu de este mundo, no haría. En esa alma, no es el temperamento el que gobierna; a lo más ejerce su dominio sobre el cuerpo exterior. Ese tipo de hombre experimenta un vivo anhelo de Dios.

       A menudo, cuando su alma se nutre de la divina esencia del amor, le trasmite una exultante sensación de triunfo; incluso un divino sabor que llega hasta el temperamento mismo. Así el cuerpo entero es afectado por todo esto y llega en momentos hasta a temblar de dicha, siendo exaltado a tales extremos de sensación divina, como si llegase hasta los límites mismos del paraíso.

       Pero estos estados de rapto extático no duran nunca mucho. Pronto se nubla dentro del alma a causa de cualquier incidente de otra naturaleza que emana del espíritu de este mundo, del cual hace un espejo, desde el cual empieza a especular con su imaginación exterior. Así sale bien pronto del Espíritu de Dios y es a menudo enlodada con la inmundicia del mundo, si la Virgen de la Divina Sabiduría no la llama otra vez hacia el arrepentimiento y el retorno al primer amor. Y si el alma se lava de nuevo en el agua de vida eterna, a través de una profunda contrición, es renovada otra vez en el fuego del amor de la mansedumbre de Dios, y en el Espíritu Santo, como un niño recién nacido. Vuelve a beber ese agua y finalmente recobra su vida en Dios.

       No hay temperamento en el cual la voluntad del Diablo y sus sugestiones puedan ser más claramente descubiertas, si el alma ha sido iluminada siquiera una vez, que en el temperamento melancólico, como muy bien sabe el que ha sido tentado y ha defendido con entereza y éxito su plaza fuerte.

       Oh, cuán sutil y maliciosamente extiende el Diablo sus redes para atrapar tales almas, como hace el cazador con los pájaros. Muy a menudo las aterroriza en sus plegarias, especialmente de noche, cuando está oscuro, introduciéndoles sus sugestiones, y llenándoles de temores de que la ira de Dios caerá sobre ellos. Así puede hacer la comedia de que ejerce poder sobre el alma del hombre y que ésta le pertenece, aunque no tiene poder ni para tocar un pelo de su cabeza. A menos que el alma desespere y se entregue inerme a él, él no se atreve espiritualmente y realmente a tomarla, y ni aun a tocarla.

       Tiene más de una manera de tentar al alma melancólica. Porque si no puede en absoluto reducirlas a la desesperación para conseguir que se le rindan por esa causa, las abruma de tal manera con temores y pesadumbres acerca de su estado presente y de su condenación futura, que bajo semejante carga son empujadas hacia pensamientos e ideas de autodestrucción. El no se anima a destruir un hombre; el hombre mismo debe hacerlo. Porque el alma tiene libre albedrío. Si resiste al Diablo y no hace lo que éste le aconseja, no obstante cuanto pueda tentarle, él no tiene poder ni siquiera para tocar el cuerpo externo del pecador.

       La perturbación del ánimo a que nos referimos es más bien un asunto de la misericordia de Dios que de su ira. El no quebrará la caña cascada ni extinguirá la mecha que aún humea. Nuestro Señor Jesucristo, en su bendito ofrecimiento y promesa dijo: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas".

       Este yugo de Cristo no es otro que la Cruz de la naturaleza y la providencia. Ese es el yugo que el hombre debe tomar y llevar tras de Cristo con paciencia y con entera sumisión. Entonces la pesadumbre, cualquiera que ella sea, lejos de herir al alma le hace mucho bien. Porque mientras el alma permanece en la casa del dolor no está en la del pecado; o en el orgullo, la pompa, y el placer. Dios, como un padre estricto, a través de la tribulación, la mantiene alejada del placer pecaminoso de este mundo.

       El alma perturbada se siente perpleja y se atormenta porque no logra abrir con sus anhelos la fuente de la divina dicha en el corazón. Suspira, se lamenta, y teme que Dios no quiera saber nada con ella porque es incapaz de sentir el consuelo de su presencia visible.

       Así me sucedió a mí, antes de la época de mi iluminación y alto conocimiento. Recorrí un largo y doloroso sendero antes de recibir la noble guirnalda. Entonces fue cuando aprendí que Dios no reside en el exterior corazón carnal, sino en el centro del alma, en el sí mismo, en su propio principio.

       Fue entonces también cuando primero percibí en mi espíritu interior que era Dios mismo quien me había atraído hacia él, en y por el deseo. Lo que no había sido capaz de comprender antes, porque me imaginaba que el buen deseo procedía de mí, y que Dios estaba muy distante de nosotros los hombres. Pero después descubrí con toda claridad, y ello me regocijó muchísimo, cómo es que Dios abunda en gracia con nosotros. Por eso escribo esto como un ejemplo y advertencia para otros, para que no se desesperen si el Consolador tarda en llegar; sino más bien recuerden el reconfortante estimulo que significan las palabras de David en el Salmo. "La. pesadumbre puede durar una noche, pero la dicha llega con la mañana.”

       Es así como ha sucedido con los más grandes santos de Dios. Ellos se vieron forzados a luchar denodadamente y por largo tiempo para obtener la noble guirnalda. Con la cual es evidente que ningún hombre será coronado, a menos que se esfuerce y obtenga la victoria.

       En realidad ella está colocada en el alma, pero si un hombre desea colocársela en su vida mortal, debe luchar por ella. Y entonces, si no la obtiene en este mundo, ciertamente que la recibirá luego que haya partido de su tabernáculo terrenal. Porque Cristo dijo "En el mundo tendréis aflicción, pero en mí hallaréis la paz; pero confiad, yo he vencido al mundo".

       No tengo pluma que pueda escribir, ni palabras que puedan expresar lo que la inefable y dulce gracia de Dios en Cristo, es. Yo, personalmente, lo he descubierto por propia experiencia, y así hablo desde una base firme. Y es con la mejor disposición y desde lo más profundo de mi corazón que yo desearía compartir todo esto con mis hermanos en el amor de Cristo, quienes, si siguen fielmente estos pueriles consejos que les doy, a su vez descubrirán por propia experiencia como esta simple mente mía ha podido conocer y comprender estos inmensos misterios.

 

CAPITULO XVII

       El discípulo dijo a su maestro: "Señor, ¿cómo puedo yo ascender al nivel superhumano, de modo de poder ver a Dios y oírle hablar?"

       El Maestro respondió diciéndole: "Hijo, cuando puedas trascender a Aquello, donde ninguna criatura reside, aunque sea por un momento siquiera, entonces oirás lo que Dios habla".

       Cuando logres escapar a la tiranía del yo y de la expresión de su voluntad; cuando tanto tu intelecto como tu voluntad estén pasivos, en quietud, para permitir que sobre ellos se estampe la impronta del Verbo eterno y del Espíritu; y cuando tu alma emerja de lo temporal, teniendo los sentidos exteriores y la imaginación aquietados en abstracción divina, entonces sabrás en ti cómo ver, oír y hablar en la eternidad. Dios oirá y verá a través tuyo, que te habrás convertido en el órgano de su Espíritu; así, Dios hablará en ti y le murmurará a tu espíritu, y tu espíritu oirá su voz.

       Para llegar a esto se necesita cumplir tres requisitos: el primero consiste en que tendrás que someter tu voluntad a la de Dios, debiendo sumergirte hasta el fondo en su misericordia. El segundo se refiere a que deberás odiar tu propia voluntad y abstenerte de hacer aquello hacia lo cual te conduce esa propia voluntad. La tercera es que deberás colocar tu alma bajo la Cruz, sometiéndote de corazón a ella, con el fin de poder resistir las tentaciones de la naturaleza y de la criatura. Y si eres capaz de hacer todo esto, oirás, Hijo mío, lo que el Señor habla en ti.

       Aunque admires profundamente la sabiduría terrenal, ahora, que estás vestido con la Celestial Sabiduría, te darás cuenta que toda la sabiduría del mundo es desatino. Serás capaz de resistir cualquier tentación y te mantendrás hasta el final de tu vida por encima del mundo y por sobre los sentidos. En este proceso te odiarás a ti mismo y asimismo te amarás; te lo repito, te amarás a ti mismo como nunca te has amado.

       Al amarte a ti mismo, no te amas por ti mismo; pero como te has sometido al amor de Dios, amarás ese divino centro en ti, mediante el cual y en el cual amas profundamente a la divina sabiduría, la divina bondad, la divina belleza. También amarás las grandes obras de Dios, y en este mismo centro amarás a tus hermanos. Al odiarte a ti mismo, lo que odias es sólo aquello en lo cual el mal todavía persiste próximo a ti. Es imposible, no puede haber ningún egoísmo en el amor; ambos se excluyen mutuamente. El amor, esto es, el amor divino (el único del que hemos hablado), aborrece todo perverso egoísmo. Es imposible que estos dos subsistan en una persona; necesariamente el predominio de uno determina la exclusión del otro.

       La altura a que puede llegar el amor, tiene la altura de Dios; logra elevarte hasta hacerte tan alto como Dios mismo, uniéndote a él. Su grandeza será tan grande como la de Dios; hay una latitud del corazón enamorado que es imposible expresar; agranda el alma hasta hacerla alcanzar el tamaño de la creación entera. Tú experimentarás esto, más allá de todo lo que yo pueda explicarte, cuando el trono del amor se eleve en tu corazón. Su poder sostiene los cielos y mantiene la tierra; su poder es el principio de todos los principios, la virtud de todas las virtudes. Es la razón de todo lo que existe y una energía vital que interpenetra todos los elementos naturales y sobrenaturales. Es el poder de todos los poderes, y nada es capaz de perjudicar la omnipotencia del amor, ni resistir su empuje poderoso. Si lo encuentras, has llegado a la fuente de la cual todas las cosas proceden, y al centro donde todas ellas convergen; y te has convertido en un Rey sobre todas las obras de Dios.

       Guarda silencio, por tanto, y observa que a través de la plegaria tu mente se disponga a encontrar esa joya, que al mundo aparece como algo deleznable, pero que constituye el todo para los hijos de la Sabiduría. El sendero hacia el amor de Dios es desatino para el mundo, pero sabiduría para los hijos de Dios, para quienes lo que el mundo desprecia es el más preciado tesoro; sí, tan gran tesoro es, que ninguna vida puede expresar, ni lengua alguna poner en palabras lo que es este fogoso, arrebatador amor de Dios. Es más brillante que el sol; es más dulce que cosa alguna considerada dulce; es más fuerte que toda fuerza; más nutritivo que cualquier sustento; más estimulante al corazón, que el vino más embriagador y más agradable que todo lo que podamos imaginar como agradable en este mundo. El que lo obtiene es más rico que monarca alguno haya sido sobre la tierra, y el que lo gana es más noble que un emperador y más potente y absoluto que todos los poderes terrenales y sus autoridades.