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NARCISO LUÉ*

"LA INMACULADA CONCEPCION"

5-12-2005

Antes de desarrollar el tema es oportuno dedicar unos breves párrafos a la simbología; pero, no a cualquiera o a la que tiene un significado general, sino a la que está directamente vinculada a la doctrina cristiana y en algunos casos, a la estrictamente católica. El tema de la “Inmaculada Concepción”, está ligado al icono de la Natividad, como que el segundo trae causa del primero.

El propósito de este trabajo es desentrañar el significado oculto de la Buena Nueva que se compone de relatos y revelaciones, lo que para todo católico debiera ser motivo de gozo porque a los significados exotéricos adquiridos en la catequesis familiar y apostólica para recibir la primera comunión, se les puede añadir otros que por lógica tienen que enriquecer la evidencia de la literalidad de la palabra escrita, como consecuencia de una adición y no una resta, porque la interpretación del significado de los símbolos no lleva el propósito de destruir una sola palabra de la doctrina cristiana al uso, sino de añadir otros sentidos igualmente sagrados mediante la inquieta petición de mayor hierofanía, en términos de M. Eliade. Para este trabajo se ha seleccionado de entre los libros canónicos, los cuatro Evangelios como fuente de conocimiento en virtud de contener la palabra de Dios transmitida a los evangelistas por medio del lenguaje celeste del Espíritu Santo. Los libros canónicos son muy variados y aunque todos contienen dogmas sagrados, nuestra preferencia volcada a los Evangelios se debe, como quedó dicho, a su fuente de inspiración, sin contar que dos de los cuatro notarios fueron discípulos de Jesús, lo que es una garantía más que suficiente.

A propósito de nuestra tarea, una de las mayores dificultades, quizá la peor, consista en que el cristianismo, a diferencia de casi todas las otras doctrinas sagradas, carece de textos originales que, se supone, en su día fueron escritos en arameo, que era la lengua que se hablaba en la época de Jesús y en los años siguientes a su muerte, durante los cuales se escribieron los Evangelios, dado que el hebreo doscientos años antes se había prohibido como lengua popular y sólo era utilizable para el rito en las sinagogas. Es fácil suponer, entonces, que la doctrina sagrada cristiana se tradujo del arameo al griego, y no inmediatamente. Del griego, los monjes escribas del Siglo IV tradujeron los Evangelios al latín bajo la actitud vigilante de Eusebio de Cesarea, historiador de la corte imperial, y siglos después, del latín a las lenguas actuales. Toda aproximación a la certeza de lo escrito es casi una utopía luego de tantas traducciones si, como se sabe, en cada traducción se derrama en el trasvase una buena cantidad del agua original.

A cuenta de lo que se acaba de decir, conviene dejar aclarado que cuando se realiza un trabajo de exégesis de un hermetismo sagrado, no es de rigor el dedicarse a objetar sus principios, o a ejercer críticas a sus dogmas, pues una tarea con esta actitud incisiva crearía una profunda confusión tras la mezcla de la crítica con la exégesis y la objeción con el símbolo y la verdad que encierra. Queda claro, por ello, que aquí no se hará una apología del cristianismo ni se fomentará su antítesis. Esta neutralidad es posible siempre que se quiera conocer en profundidad una doctrina sagrada, y el cristianismo lo es. No hay otra manera de trabajar que desde dentro de la propia doctrina y no como un turista que fotografía desde el exterior una verdad, que al positivarla, siempre será su reflejo. Antes de comenzar el trabajo hay que ponderar la absoluta aceptación de la doctrina, dando por cierto todos los dogmas que pregona y respetando sus rituales; en otro caso, no hay manera de emprender un camino limpio hacia el conocimiento de sus verdades sagradas encubiertas por el velo sutil de los símbolos.

El ser humano vive en la actualidad, como en todas las épocas, rodeado de verdades, y en estos tiempos, como en los primeros ciclos cósmicos le serían evidentes si su pérdida de espiritualidad no hubiera cegado sus ojos; este empobrecimiento de lo sagrado “ha traído consigo la secularización de un comportamiento religioso” (1). Ante la falta de visión directa de la palabra divina, sería posible subsanar el problema mediante el conocimiento del lenguaje de los pájaros (2) mas, es una solución excesivamente difícil para esta especie humana habida cuenta en lo que se ha convertido a lo largo del tiempo histórico que lleva recorrido desde el principio de nuestra Manvántara. Tanto en términos terrenales como celestiales, el resultado es el mismo, porque el devenir desgasta las virtudes de los estados superiores y es propio del curso los ciclos cósmicos el producir un acercamiento cada vez mayor de nuestra especie al estado terrenal, un estado inferior, tenebroso y caótico, por retroceso del estado celestial que se manifestaba en aquellos primeros ciclos, pleno de espiritualidad. La era de las tinieblas se desliza con aceleración hacia el final de los tiempos, por exigencia de la duración de los ciclos y las circunstancias contingentes que colaboran en la rápida decrepitud.

Ante esta evidencia que la jerga popular suele con sabiduría resumir con la frase “todo tiempo pasado fue mejor”, a la especie no le queda otra ventana hacia los estados superiores que la simbología para descifrar esas verdades, si es que en realidad desea conocerlas porque, como están las cosas, suele oírse en todas partes que hacer algo que no produzca dinero es una pérdida de tiempo.

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Conviene profundizar en la diferencia entre sentir lo sagrado, y vivirlo. El sentimiento habrá de manifestarse como una experiencia psíquica, o como un presentimiento pero totalmente desarraigado de los fenómenos de la magia empírica. Estas experiencias estarán siempre asidas a lo terrenal porque la manifestación de lo sagrado puede llegar a reconocer la existencia del símbolo, que convierte el sustrato físico en una hierofanía, haciendo desaparecer la esencia del objeto bajo la realidad psíquica que lo transformó en sagrado; mas, no se habrá adelantado ni un solo paso hacia la experiencia vital de lo sagrado, porque una cosa es, tras su manifestación, advertir su existencia, y otra cosa es vivir en un estado cósmico de sacralización perenne. Si se toma como ejemplo un árbol considerado como sagrado, deja de presentarse ante el ser humano como un árbol porque tras su manifestación se ha convertido en un símbolo sagrado debido, por ejemplo, a determinadas propiedades benéficas de las que se beneficia el ser humano bajo ciertas circunstancias. Pero, ese símbolo sagrado que se manifiesta proveyendo efectos benéficos es una manifestación de lo sagrado, que no llega a ser lo sagrado mismo. Está faltando la interpretación de ese símbolo, y esta carencia provoca una ruptura entre los ámbitos terrenal y celestial, por ausencia de la ligadura que llenando el vacío, posibilite la ascensión de las inferioridades de lo profano hacia los estados superiores de lo más auténticamente sagrado. Podría decirse que es la diferencia que se advierte entre la historia de las religiones como hechos históricos, y el conocimiento y exposición de las más evolucionadas doctrinas sagradas como forma de saber, no cómo se han desarrollado a través de los tiempos, sino cuáles son sus verdades atemporales, cualquiera fuera el rango de antigüedad que ostenten.

Así, pues, en este tipo de tarea, primeramente es preciso descubrir la existencia del símbolo; es decir, advertir que en la imagen, la palabra o la fonía, está presente un símbolo, lo que tiene que llevar a la conclusión que además de esa evidencia verdadera obtenida de la realidad existencial, a su vez guarda o puede guardar en su interior otra verdad de carácter diferente que no contradice a la más simple de las verdades terrenales en las que se apoya, porque desentrañando su sentido se abre el sendero que conduce a la interioridad de sus misterios. Y no hay contradicción porque el conocimiento terrenal y el conocimiento celestial son dos estados de una misma verdad, acuñada con una diversidad, que habiendo sido generadas por el mismo Espíritu Creador, tienden a concurrir hacia su unificación. Se debe añadir que en la Creación, lo inferior no es más que el reflejo de lo superior, lo que condice con la expresión de que “el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios”. El ente de la Creación llamado hombre, es reflejo del Ser Creador del que proviene. Dicho de otro modo, la Creación toda y cada uno de sus entes no es más que el reflejo de su Creador, porque Creador y creado son en definitiva, la misma cosa. Declamar que el hombre es la imagen y semejanza de Dios, y hacerlo con la idea oculta en la trastienda de la conciencia, de que esa verdad da pábulo a la prepotencia y soberbia con la que el hombre está facultado a comportarse en la Creación como ser superior a todo otro, es un error inadmisible porque el significado es otro: esa imagen y semejanza se repite en todo ente creado y no sólo en el hombre, porque la Creación es la expansión física del Principio Creador, Único y Eterno, que se manifiesta en el hombre y en todo lo demás.

Ese camino capaz de conducir el entendimiento desde la realidad ostensible hacia la verdad oculta de carácter celestial, se debe identificar como un tránsito de lo profano a lo sagrado, aunque en el recorrido en un principio, no se sepa muy bien el significado del trayecto, como tampoco de la verdad con la que culminará su trazo, porque este resultado final abre la posibilidad a su acceso, luego de una tarea ingente de metafísica intelectual de carácter intuitivo, que no de metafísica especulativa de signo abstractivo.

La contribución del símbolo a la perdurabilidad de la verdad es un hecho contrastable. Y esa simbología debe ser rastreada en las doctrinas sagradas más antiguas de Oriente, que es el semillero de todas las religiones, sabido como está que los occidentales fueron incapaces de crear ninguna doctrina sagrada. Dan como propia al cristianismo, cuando se trata de una religión nacida en el cercano Oriente y desde allí diseminada al resto del mundo conocido hasta llegar a Roma. En el Siglo IV y luego de legalizarla el emperador Constantino, su sucesor Teodosio I El Grande, la convirtió en religión oficial del Imperio, después que los cristianos hubieron pagado la fidelidad a sus creencias con sus vidas, durante tres siglos y medio. Por ello, no hay escapatoria en cuanto a las fuentes con las que se debe emprender la tarea hermenéutica de la doctrina cristiana. Por lo demás, si es cierto y todo parece indicar que lo es, que todas las doctrinas sagradas de la humanidad derivan de principios comunes que resultan evidentes, el cristianismo no puede detestar la corriente subyacente de las verdades perennes.

La obstinación de querer renunciar a sus orígenes es lo que ha transformado a la religión cristiana en un cúmulo de interpretaciones superficiales de sus palabras, atribuidas a la inspiración del Espíritu Santo. No ha sido una sucesión de exégesis (una tras otra), sino una superposición (una encima de la otra), lo que ha llevado hasta esta realidad con lo cual, luego de cada superposición se ha ido sepultando cada vez más la verdad cristiana oculta en el símbolo indescifrado, o porque no se lo advierte o porque advertido, no se lo quiere descifrar por temor a cometer sacrilegio con lo cual, ante el temor de padecer excomunión, a la doctrina se la conserva, cuando no se la trivializa cada día más.

La existencia de tal inspiración de fuente divina indica que la verdad que trasmite Dios la comunica a través de los elegidos por Él, que serán quienes reciben Su palabra en el lenguaje de los pájaros, para traducirla luego al lenguaje profano de los humanos. Pero, esta serie de transiciones de lenguaje en lenguaje, producen un doble efecto: uno benéfico y otro perturbador. El benéfico consiste en posibilitar mediante las sucesivas traducciones, el conocimiento para el hombre de la palabra divina. El perturbador, en que la sucesión de traslaciones lingüísticas terminan deformando parte de la autenticidad original, como se dijo en líneas precedentes. De ahí, el fenómeno de la duplicidad y triplicidad de los significados que ciertos símbolos, por no decir que todos, generan. Y cuando se dice que pese a esa aparente discrepancia todos los significados conducen a un mismo principio, queda explicado por ese grado de perturbación que introdujo la fragmentación de la unidad de la palabra de Dios, palabra que en algunos casos puede aparecer un tanto desvirtuada por la multiplicidad de interpretaciones que se producen respecto del significado de un mismo símbolo. La unidad de símbolo puede producir una variedad de significados. El símbolo siempre será uno porque carece en sí mismo de esencia; es solamente el soporte físico o ideal que sirve para sostener la verdad que debe ser descifrada; es un cofre que indica que en su interior está depositado un misterio. Es aceptable, por consiguiente, afirmar que todos los símbolos tienen los mismos caracteres. Todos son cofres, aunque de distinto tamaño y color. Porque en definitiva, la palabra de Dios es una sola y como Única, sin posibilidad alguna de ser contradicha. La contradicción, que a veces engañosamente ostenta, no es otra cosa que la desviación del dardo que buscaba la diana.

El principio de que lo disperso tiende a reunirse se advierte con respecto al nombre. Partiendo de la base de que el nombre de cada ente creado es el de su propia naturaleza, de manera que si la pérdida para el ser humano de la aptitud de aprehender esa naturaleza lo obliga a interpretar los símbolos para descifrarla en cada cosa, ese proceso de comprehensión de lo hermético es, de manera ostensible, un camino emprendido hacia la reconstrucción de las partes dispersas de las palabras perdidas a causa de la decrepitud espiritual de la especie que, a más de otras modalidades, se produce por el agostamiento que el uso impropio va produciendo en el nombre que le es propio a cada cosa, para quedar con el tiempo convertido en un aforismo popular o elemento fónico de las artes mágicas.

Todo lo disperso tiende a reunirse en sí mismo que es, en todo caso, la Unidad Original; y esa reunión se realiza a veces de modo espontáneo y otras, mediante el esfuerzo intelectual del ser humano, sacralizando lo profano para ascender peldaños desde el estado inferior en el que se halla, para penetrar con su ser a estados superiores que añora intuitivamente, lejos de todo movimiento sentimental de la psique.

Lo mismo que en las palabras dispersas sus partes tienden a reunirse en su esencia originaria, la naturaleza de cada dogma que las palabras inspiradas explican, tiende a su reconstrucción mediante la reunión de sus significados ocultos. Y esta es la tarea. Reunir lo disperso en la unidad originaria de lo que es el cristianismo como doctrina sagrada, para lograr una comprensión más completa de su verdad. El logro de esa unidad descarta la interpretación autónoma de cada episodio evangélico, sin otro vínculo que la idea común de Jesús-Dios. Todos los episodios deben asumir la condición de ramas de un mismo árbol, sin negar que el momento más unificador de los distintos que se relatan en los Evangelios sea, sin duda alguna, el de la pasión, muerte y resurrección, por el significado hermético del sacrificio como rito iniciático de la muerte y segundo nacimiento de que hablan los gnósticos orientalistas. Este significado esotérico no rechaza la resurrección como verdad dogmática, pues como se dijo en líneas anteriores, este trabajo no tiene el propósito de poner en tela de juicio los dogmas cristianos. Simplemente, la interpretación esotérica de la resurrección está vertida en una dimensión igualmente sagrada, y por lo tanto, muy distinta de la que pregona como verdad histórica el cristianismo, aunque ambas apunten a lo mismo y se expliquen con palabras distintas.

Entrando al tema central de este trabajo, se puede advertir que en la escena de la Natividad, la Virgen María carece de un papel destacado porque todo el protagonismo lo absorbe el recién nacido. Es Jesús sobre quien desciende la luz de la estrella, que penetra por el punto más elevado y central de la montaña que guarda la gruta del nacimiento. Esa luz con que la gruta se ilumina y que asume la identidad del Arcángel Gabriel, se concentra en el niño y se va diluyendo hacia el exterior, donde reinan las tinieblas. En la luz redentora están fijos los personajes del icono, recibiendo de Jesús recién nacido las cualidades sagradas que trasmite el Gran Comunicador Gabriel. María, después del alumbramiento, ha perdido importancia con relación a su hijo.

De un punto de vista terrenal, sigue siendo la madre, aunque un poco fuera de los hábitos convencionales, dejando en su cuna al recién nacido, sin amamantarlo, sin protegerlo en su regazo, mirándolo solamente, como algo distante. Lo propio es que a pocas horas de nacer, una madre esté más dedicada a su hijo. En otro lugar (3) hemos explicado esta actitud que, aunque extraña en términos terrenales, no lo es en términos celestiales.

El protagonismo de María lo asume cuando las escrituras relatan las circunstancias en las que se produce su concepción. Dejaremos aparte lo relativo a la introducción de este dogma en la religión cristiana, época y modalidad que revistió, y nos limitaremos a descifrar lo que ocultan las palabras de los Evangelios entre los que, dicho sea de paso, sólo dos de ellos tratan el asunto. Mateo, que es quien ofrece mayor cantidad de episodios de la vida de Jesús, y Lucas que, como casi siempre, es el más explícito en los detalles.

Antes de entrar al texto sagrado, el punto primero de esta cuestión es dar asiento a una afirmación que los teólogos cristianos han esquivado desde siempre: la doble naturaleza de la Virgen María: divina y humana. De Jesús se predica tal afirmación y es dogma irrebatible. No obstante, si aplicamos la lógica como servicio al razonamiento correcto, si María es el antecedente y su hijo Jesús es el consecuente, no cabe otra verdad admisible que el hijo recibe de su madre (histórica y cósmicamente), la misma raíz genética (para usar un vocablo inteligible para cualquiera). No significa que María sea una diosa, pero sí que se puede afirmar que ostenta un estado cósmico superior, que podría radicar en el mismo plano que los Arcángeles Miguel, Gabriel, Rafael y Uriel. No se concibe un Hombre-Dios, que no haya nacido de una entidad cósmica capaz de recibir en su seno el semen cósmico que produce lo divino, tanto como el semen terrenal produce lo humano. Una matriz terrenal no puede acoger la simiente cósmica sin ostentar la misma naturaleza. Si Jesús es Dios, algo de divino debe haber tenido su madre.

La divinidad de Jesús está por encima de estos estados superiores porque, para decirlo mejor, está en otra dimensión. Jesús muere, en lo que de humano tuvo, y resucita por lo que de divino tiene y siempre tendrá. Y esa resurrección no puede ser captada mediante ejercicios de imaginación o especulaciones teológicas o propias de una metafísica especulativa, porque es un acto que trasciende lo meramente sagrado para ser absorbido por el Creador. Jesús es Hijo de Dios Padre, que es la explicación más sencilla de un acto cósmico inexplicable aplicando las reglas de la metafísica terrenal (especulativa), o el razonamiento lógico. Es inexplicable porque carece de realidad empírica; sólo es posible asumirlo dentro de una realidad cósmica, de que adolece el mundo actual. Jesús no es una parte de Dios (una parte de la Santísima Trinidad), porque es Dios mismo.

Aunque desarrollaremos esta cuestión en lugar aparte, queremos avanzar para no dejar huecos demasiado anchos y profundos, dejando sentado que Dios es el Primer Principio (Principio Primigenio), es Creador del Universo manifestado y del no-manifestado que pudiera manifestarse en el futuro, pero por sobre todas las cosas es Unicidad, no Unidad. La Unidad tiene la virtud de ser el número que contiene todos los números previsibles e imaginables y a la vez, admite fragmentación. La unidad es divisible y admite el cero y el dos. La dualidad es posible en razón del ternario que con la Unidad integran la primera tríada de la notación matemática que, añadiéndole una segunda tríada, forma con ésta el número seis, que es el de la Creación, según el Libro del Génesis/Bereshit. La Unicidad ni es divisible, ni tiene duplicidad, pues de tener estas cualidades, no sería Unicidad sino un enunciado absurdo.

Si Dios es Unicidad, Jesús no puede ser el Hijo de Dios Padre, resucitando con ello la polémica de los primeros tiempos, cuando el arrianismo calificaba de falsa la doctrina del Hijo de Dios expandida por las jerarquías católicas, argumentando que no podían afirmar la existencia de un solo Dios cuando en realidad se trataba de dos dioses, porque habiendo un Padre y un Hijo, uno precedió al otro y en total: dos. Los católicos no pudieron rebatir con eficacia la acusación porque cayeron en la trampa de pretender dar una explicación cosmogónica sobre bases exclusivamente históricas. O dicho de otro modo, se aferraron a la literalidad de los Evangelios, sin trascender hacia el plano cósmico.

Terminamos por ahora este asunto recalcando que Jesús como Dios que Es, no se sentó a la diestra de Dios Padre en los explícitos términos que el relato histórico propugna, sino que retornó a Sí Mismo porque, si es Único, no puede ser un fragmento de sí mismo, sino siempre y de toda forma posible, una Unicidad induplicada, indivisible e increada. Jesús durante su vida terrenal fue el reflejo de Dios Único, y por ello Él mismo habla de Dios Padre como de algo distinto a Sí Mismo. Viviendo su tránsito terrenal debió asumir la verdad que reza que todo lo inferior es reflejo de lo superior mas, con su resurrección retornó a Sí Mismo, a su estado primigenio anterior a todo lo creado. No es que Dios todo lo puede, incluso, transgredir las leyes de la Creación, es que esa trasgresión sólo es visible para los ojos apropiados a una mentalidad terrenal, en un contexto terrenal. En este caso no hay milagro, ni trasgresión de leyes, ni explicación imposible. Lo que hay es una manera intuitiva de conocer los secretos de una cosmogonía no suficientemente desarrollada a causa de una evolución detenida en el tiempo histórico, sin que quienes deben enriquecerla con una actividad constante del intelecto, lo hayan siquiera intentado, porque han preferido guardar lo que se adquirió y petrificarlo por el justificado propósito de que no sufra destrucción. Y el método fue la inquisición que junto a otros errores de la Iglesia, incitó a Juan Pablo II a disculparse ante la humanidad, lo que le exigió, entre otras virtudes, mucha valentía.

Lo que primeramente destaca de María es su condición de madre. En sánscrito, madre es maatrí (fonema del vocablo); es decir, una palabra cuyo étimo es “ma”. Esa raíz se repite en latín mater; en ruso mat cuya fonía es “madre”, en griego mama (mama); en italiano, en bretón, en noruego y en prácticamente todos los idiomas en uso, la palabra es madre, o al menos contiene la raíz “ma”. En otros casos, como el francés, el vocablo es mère pero familiarmente se usa maman y abuela grand-maman. Si admitimos como cierto que primero fue el lenguaje hablado y luego nació el escrito, casos como el inglés lo evidencian, porque el vocablo mother se pronuncia en español madaer, de donde resulta que la fonética es la fuente y la escritura la desinencia.

Obviamente, lo que importa en esta cuestión es la raíz del vocablo y no el vocablo íntegro que, en cada pueblo pudo haber evolucionado adecuado a sus propias manifestaciones culturales. Y lo que se advierte de la lectura del párrafo anterior es que en todas las lenguas, sea fonética o literalmente contiene la misma raíz. No obstante, la esencia del étimo no es “ma”, sino la letra “m”. En hebreo, las letras de su alfabeto tienen un valor numérico y un significado. El étimo en hebreo es alephmem, es decir, la letra “m” (mem). La aleph que la precede no se pronuncia y en hebreo, cuando va delante de una palabra se la considera como una pausa, algo así como en inglés el vocablo compuesto o’clock. Volviendo al hebreo, la letra que precede al étimo mem, es la aleph, que es la letra sagrada por excelencia para los judíos, y su valor numérico es el 26, por estar formada por dos yod (10 + 10) y una vav inclinada cuyo valor es 6. De lo que resulta que la raíz hebrea alephmem está bendecida por la letra que representa lo divino, y que es la primera de su alephbet hebreo.

La raíz no es, pues, “ma”, sino “m”, aunque también se puede admitir la sílaba ya que aparece en casi todos los idiomas vivos y muertos y no es excluyente. Esa raíz tiene en hebreo el valor 40, que es un número simbólico pues encierra una buena cantidad de significados adscritos a acontecimientos histórico-religiosos. Cuarenta días tardó Moisés en bajar del Monte Sinaí con las Tablas de la Ley; cuarenta días y otras tantas noches duró el diluvio; cuarenta días y sus noches estuvo Jesús orando en el desierto; cuarenta días tarda el feto en formarse por completo; cuarenta años precisa una persona para adquirir la sabiduría; cuarenta años vagaron los judíos por el desierto hasta llegar a la tierra prometida y se podría engrosar esta lista que demuestra la importancia del símbolo numérico. Es decir, que la raíz “m” está vinculada por su valor numérico a importantes episodios de la vida religiosa de los hebreos y del catolicismo, a más de otras religiones.

Respecto del significado simbólico de la letra hebrea mem final, antes conviene aclarar que tiene una doble grafía: cuando está al principio o dentro de una palabra, su grafía es mem, y cuando va al final de la palabra, al igual que otras cuatro letras, cambia de grafía y se convierte en mem final. Esta doble grafía posee sendos significados sagrados. La “mem” abierta ostenta en su parte superior izquierda un ápice muy similar al yod, que significa, precisamente, la presencia de Dios, y continúa con una recta hacia abajo, que no llega a cerrar el comienzo de la letra, según se puede observar. Ello indica, en primer lugar, humildad del ser humano ante su Creador, en razón de la forma inclinada que ostenta debajo del ápice. La apertura de la letra tiene el significado de una entrada, de una puerta de acceso al conocimiento de lo sagrado. Esta puerta estrecha en la tradición hindú es la puerta solar que se abre “al cielo supremo o extracósmico; en cambio la puerta lunar se abre al Swarga, es decir, al tercero y más elevado de los mundos, pero dentro del cosmos como los otros dos” (se refiere a los ladrillos perforados) (4). La “mem” cerrada mem final, en cambio, significa la imposibilidad de conocer el secreto que guarda el Creador dado que no existe ninguna abertura para penetrar al ámbito de lo sagrado. Este significado que contienen las dos formas gráficas de la letra “mem” es para los hebreos la división o separación de los dos planos que están contenidos en la Creación: el plano de lo manifestado y al que el ser humano mediante procesos gnósticos puede ir ascendiendo por la escala de Jacob (5) hasta descifrar la palabra divina que el desgaste de los tiempos ha fragmentado y oscurecido, y el plano celestial de lo no-manifestado, que está en la Creación pero que el ser humano no puede ya conocer, desde que entró históricamente en los últimos tiempos de la Kali-Yuga.

Con lo dicho hasta aquí, no se podrá negar que, sea por la evidencia de los étimos o la interpretación de los símbolos sagrados, existe un ligamen evidente que une, en los aspectos fundamentales, las doctrinas sagradas de todos los pueblos, de todas las civilizaciones, de todas las épocas. Ese hilo conductor de lo sagrado lo es también de la sabiduría tradicional que no es hindú, ni hebrea, ni de otras, ya que sólo se expresa a través de las distintas lenguas (vivas y muertas) porque precisa de vías de comunicación entre los humanos. No es de una civilización en concreto aunque, por ejemplo, en la tradición búdica e hindú en sus diversas modalidades, la doctrina sagrada se encuentre más elaborada. La sabiduría tradicional no es de un pueblo ni de una civilización concreta porque si es una sabiduría humana, sus manantiales proceden del fondo de los tiempos, inundados de misterios y sin “puertas estrechas” ni escalas de Jacob por donde penetrar para acceder al conocimiento de aquellos orígenes. La sabiduría perenne que proviene del Creador no es producto cultural. Recibe en las distintas civilizaciones y religiones, un tratamiento específico, como si el deber de custodia les permitiera adornar las verdades con desarrollos propios de cada cultura, lo que no les otorga el derecho de propiedad.

Explicado, pues, el importante étimo del vocablo “madre”, y sus significados, toca ahora bucear en el de María. Conviene aclarar que María es el nombre adaptado de Myrhiam. Sea como fuere, la adaptación ha sellado el nombre con su raíz “mem” (alephmem), que conviene tanto a María como a Myrhiam si, como se ha visto en líneas anteriores, la raíz en su más estricta autenticidad está atribuida tan sólo a la primera letra y no a la sílaba, que tampoco es excluida. De modo que María o Myrhiam tienen ambas la misma raíz sagrada. Así, por madre y por María, la madre de Jesús fue una mujer que en sus manifestaciones históricas, lleva implícito lo sagrado. Si María-Myrhiam, en su traducción más simple significa amargura, aunque también se dice de ese nombre que significa la que se eleva y que otros lo traducen como la que alza, admitiendo la primera traducción, nada más apropiado para María plena de amargura, pues verá a su hijo agonizando en la cruz. En Lucas 2, 33-34, se lee: Su padre y su madre (de Jesús) escuchaban con admiración las cosas que de él se decían. Y Simeón bendijo a ambos, y dijo a María, su madre: Mira este niño que ves, está destinado para ruina, y para resurrección de muchos en Israel, y para ser blanco de contradicción. Está tan claro, que no precisa de explicación alguna.

Si tomamos la otra traducción, en sus dos versiones, ambas convienen a la madre de Jesús. “La que alza” es la que levanta en sus brazos el cuerpo exánime de su hijo recién desclavado de la cruz. “La que se eleva” está aludiendo sin reservas a su ascensión a los estados superiores del ser.

Pasando al texto evangélico, conviene transcribir las palabras textuales (6).

“Y el nacimiento de Cristo fue de esta manera: Estando desposada su madre María con José, sin que antes hubiesen estado juntos, se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. Mas, José, su esposo, siendo como era justo, y no queriendo infamarla, deliberó dejarla secretamente. Estando él en ese pensamiento, he aquí que un Ángel del Señor se le apareció en sueños, diciendo: José, hijo de David, no tengas recelo de recibir a María, tu esposa, en tu casa; porque lo que se ha engendrado en su vientre, es obra del Espíritu Santo. Así que dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús; pues, Él es el que ha de salvar a su pueblo o librarlo de sus pecados. Todo lo cual se hizo en cumplimiento de lo que preanunció el Señor por el Profeta que dice: Sabed que una virgen concebirá y dará a luz un hijo; a quien pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: Dios con nosotros. Con eso José, al despertarse, hizo lo que le mandó el Ángel del Señor, y recibió a su esposa. Y sin haberla conocido o tocado, dio a luz su primogénito; y él le puso el nombre de Jesús” (Mateo 1, 18-25).

Jesús significa, precisamente “el Salvador”, nombre con el que también se lo reconoce, y fue el nombre que le puso su padre, desoyendo la profecía del Tanaj, que menciona el nombre Emmanuel, que significa “Dios está con nosotros”. Este cambio de nombre está ligado de modo clarísimo con la causa de la sentencia de muerte dictada por Pilato contra Jesús, pues se fundó en la circunstancia de haberse declarado Rey de los judíos, al responderle acerca de tal circunstancia al Gobernador de Judea: Tú lo dices, lo soy. La sentencia condenaba a un sedicioso que se decía rey, restándole autoridad al César, conquistador de toda Palestina. El Salvador, y en esto existe no poca controversia en la interpretación histórica de la vida de Jesús, lo era de su pueblo que vivía bajo el yugo del conquistador romano, y lo era de sus almas en razón de la categoría que asumía a punto tal que cobraba los diezmos como rey de los judíos, según se proclamaba a los cuatro vientos. Es la palabra de Dios escrita por el evangelista: Él es el que ha de salvar a su pueblo o librarlo de sus pecados. Como se advierte, son dos las tareas impuestas a Jesús: salvar a su pueblo y librarlo de sus pecados. Una de ellas, la histórica que lo llevó a la cruz; la otra, de rango superior, que lo convirtió en fundador de una religión. Pero, no es su condición histórica la que ahora nos interesa, sino su naturaleza divina. Esta desviación aparente del tema principal lleva el propósito de encontrar una explicación a la elección del nombre de Jesús, despreciando el de Emmanuel.

Del texto de Mateo surge claramente que la relación de María con su esposo José, fue del todo normal, en lo que se refiere a lo que sucedió entre ambos. Se unieron en matrimonio y fue cuando el matrimonio debía consumarse que advirtió José el embarazo de María, decidiendo no tocarla siquiera, y rumiando a solas su problema, encubierto por las sombras de la noche. Pensó abandonarla sin despedirse, para no infamarla, para evitar explicaciones y excusas. Fue entonces cuando recibió la visita, en sueños, del Gran Comunicador: el Arcángel Gabriel, quien le explicó la situación. Hasta aquí, pura historia evangélica. Pero, es a partir de este episodio cuando el relato introduce el primer símbolo. El mensaje del Arcángel va directo al corazón de José para que desista de su implícita repudiación a María porque la concepción no ha sido obra humana sino obra del Espíritu Santo. El encargado de ligar la naturaleza divina de María con el semen celestial de la Creación fue el Espíritu Santo, esta vez asumiendo la personalidad de un Arcángel. Esa concepción se produce fuera del tiempo histórico y de la necesidad de métodos terrenales o celestiales, porque todo lo inferior en tanto que creado, es un reflejo de lo superior que es la Creación toda. Bastó que el ligamen se bastara a sí mismo para que la concepción quedara consumada. Esta explicación es similar a la que con más extensión, dedicaremos a la resurrección, que se produce en el plano celestial donde los estados superiores reflejados en los inferiores, inciden en ellos incitándolos a ascender tramos por la escala de Jacob (7).

Los consejos del Arcángel no habrían podido ser entendidos por José si éste, a más de ser un hombre justo según la Palabra, no hubiera sido también un elegido capaz de entender el lenguaje de los pájaros, con el que los intermediarios (ángeles, arcángeles y mensajeros de todo tipo), interpretan y comunican la palabra sagrada a los humanos. José, hombre justo donde los haya, en un plano terrenal no habría aceptado la sugerencia (en el supuesto que la hubiera entendido), si no estaba recibiéndola de modo directo de un elegido de Dios que como él, habita la Creación en los estados superiores por donde suben y bajan los mensajes del Creador.

Y vio en sueños una escala fija en la tierra, cuyo remate tocaba el cielo, y Ángeles de Dios que subían y bajaban por ella, se lee en el Tanaj (8). José careció de naturaleza celestial como la tenían su mujer y su hijo. Era un justo capaz de entender el lenguaje de los pájaros como Francisco de Asís mas, por esa cualidad, su entendimiento surcaba los ámbitos celestiales y era capaz de entender una sugerencia insólita para los humanos situados en el ámbito terrenal. Este es el significado del símbolo y entenderlo de otro modo es colocar a José al margen del sacrificio que desde el comienzo de la historia de Jesús, marca su vida y la de sus próximos. Es el primer sacrificio que aparece en las Escrituras cristianas, y de modo claro. Comprendió que él no podía con su conducta, repudiar a una elegida de Dios, como tampoco ultrajarla interfiriendo con su cuerpo histórico los designios que se estaban generando en el cuerpo celestial de María. Y decidió que permaneciera virgen y se cumpliera la profecía. En sueños lo visitó el Arcángel Gabriel para prevenirle del peligro que corrían en Jerusalén y de que huyera con su familia a Egipto (Mateo 2, 13-15); también en sueños le anunció que el peligro había cesado, a fin de que regresara con su familia a tierras de Israel (Mateo 2, 19-23).

María, con su doble naturaleza es un personaje que debe ser conocido en cada una de sus apariciones del relato evangélico. En la concepción, en el nacimiento, en la huída a Egipto, en tierras galileas cuando Jesús posterga a su madre y familiares para quedarse predicando a un grupo de seguidores, y finalmente en la agonía de su hijo, a los pies de la cruz. Este último episodio tendrá un tratamiento autónomo en otro lugar. Aquí, sin embargo, conviene examinar los pasos dados por María en los momentos evangélicos antes mencionados. Dejando de la lado el nacimiento, del que ya dimos tratamiento (9), se puede decir que en los momentos de la huída y del regreso de Egipto, carece de protagonismo, pues lo asume en ambas situaciones su esposo José, destinatario de los mensajes de San Gabriel.

Lo cierto es que José recibe, según el Evangelio de Mateo, un pedido claro en relación al nombre que deberá llevar el niño recordándole la profecía de Isaías (VII, 14) y, sin embargo, es bautizado a los ocho días de nacer con el nombre de Jesús (Lucas 2, 21-24). Aunque Mateo y Lucas contradicen la profecía de Isaías en cuanto al nombre con el que debía ser bautizado el hijo de la Virgen María lo cierto es que será bautizado como Jesús, porque ese nombre conlleva, como se dijo antes, una doble misión: salvar a su pueblo y liberarlo de pecados, algo que no condice con el significado de Emmanuel (Dios con nosotros).

La narración de Lucas contiene algunas singularidades con respecto a la de Mateo, según se verá. Como se dijo antes, los otros dos evangelistas no hacen referencia alguna de la concepción de María. Lo que narra Lucas es esto:

“Estando ya Isabel en su sexto mes, envió Dios al Ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José, y el nombre de la virgen era María, y habiendo entrado el Ángel a donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres. Al oír tales palabras la Virgen se turbó, y púsose a considerar qué significaría una tal salutación. Y el Ángel le dijo: ¡Oh, María! no temas, porque has hallado gracia a los ojos de Dios. Sábete que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor dará el trono de su padre David; y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin. Pero, María dijo al Ángel: ¿Cómo ha de ser eso? Pues yo no conozco ni jamás conoceré varón alguno. El Ángel, en respuesta, le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa el fruto santo que de ti nacerá, será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a tu pariente Isabel, que en su vejez ha concebido también un hijo; y la que se llamaba estéril, hoy cuenta ya el sexto mes; porque para Dios nada es imposible. Entonces dijo María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí, según tu palabra. Y enseguida el Ángel, desapareciendo, se retiró de su presencia” (Lucas 1, 26-38).

En esta versión de Lucas, la anunciación es hecha a María y no a José, como ocurre en el Evangelio de Mateo. El relato da a entender que María no estaba al tanto de su próximo embarazo porque hasta el instante de la anunciación llevaba la vida en el plano terrenal, y es después de sorprenderse por tan inesperado saludo de San Gabriel, que entra en el plano celestial para aceptar lo que le está destinado. Su naturaleza divina le permite recibir la visita de Gabriel sin inmutarse, sin sorprenderse. Debe ser advertida la diferencia entre la anunciación a José, que siempre comunica con los seres de estados superiores en sueños, y la anunciación hecha a María, que se lleva a cabo en plena vigilia. Esta diferencia marca con claridad la especie del ser que es cada uno de los padres de Jesús.

Como se ha señalado antes, en este Evangelio el Arcángel Gabriel le instruye a María acerca del nombre que pondrá a su hijo, que debe ser el de Jesús, lo mismo que en la anunciación de José en el Evangelio de Mateo. El nombre Emmanuel queda descartado por conveniencias históricas. En el plano cósmico este episodio es del todo irrelevante.

En cuanto a la profecía de que reinará eternamente y que su reino no tendrá fin, no se refiere a su iglesia o a su religión, sino a la naturaleza propia del Creador que es la eternidad si, como se ha insistido tantas veces, la tarea de descifrar los símbolos impone como primera norma, despegarse de la historia humana y elevar la mira hacia el plano de los estados superiores. No son los acontecimientos humanos los que sirven para interpretar los símbolos, sino la concepción cosmogónica que se trasmite como sabiduría tradicional a través de todos los ciclos cósmicos. De ahí que, lo que significan tales palabras es que el niño que nacerá es de naturaleza divina y como tal, eterna. Reinará eternamente y su reino no tendrá fin es tanto como, parangonando estas palabras con las de la ciencia astronómica actual, que tras el Big Bang el Universo se expande y no habrá retroceso reuniendo todo lo creado en el punto masa de volumen cero.

Tras el instante de la dispersión de los fragmentos de Adán Kadmon (10), no hay vuelta atrás y sólo los cataclismos naturales o provocados son aptos para cerrar los ciclos de cada Manvántara, terminando de ese modo el desarrollo histórico de cada Kali-Yuga.

La narración acerca del modo en que se produce la concepción de María es bastante confusa en las palabras de Lucas al decir que El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Pareciera que para generar la concepción, el Creador precisara del Espíritu Santo para llevarlo a cabo. En todo caso, es preferible seguir el relato de Mateo y su interpretación, según ha quedado escrito en párrafos anteriores. Lo de Lucas puede tratarse de un error de traducción porque, lo que está claro es que es el Principio Creador quien cubre con su sombra el cuerpo de María. Al menos, no se puede negar la calidad poética de la idea.

Hemos puesto todo el interés en demostrar la doble naturaleza de la Virgen María, así como el modo en el que su vida aparece en los Evangelios, generalmente descrita en el plano histórico, salvo en la anunciación que narra Lucas y la concepción tal y como la narra Mateo. Sólo nos queda por añadir dos cosas: que en el acontecimiento de la crucifixión volveremos a María, madre del crucificado, y que la condición humana es la que preside las escasas ocasiones en las que los evangelistas la incluyen en sus relatos.

Se suele explicar el hecho de la Inmaculada Concepción, remarcando la cualidad virginal de María, como si se dijera que la concepción fue inmaculada porque no intervino para nada el hombre histórico rompiendo lo virgen; ni José, su esposo, ni ningún otro mortal. Nosotros sostenemos que la cualidad de inmaculada se debe a otras razones. En primer lugar, si hablamos en un plano celestial, es imposible pensar siquiera en la posibilidad de la intervención de un hombre terrenal. En segundo lugar, y siempre en el plano celestial en el que se produce la concepción, la virginidad anterior y posterior al parto, es algo irrelevante. Si de lo que se trata es de que en el mundo inferior en el que reside la María mortal, ha de producirse la concepción de naturaleza celestial, lo propio es que en esa conjunción de lo divino y lo humano, prive lo primero sobre lo segundo porque lo superior se refleja en lo inferior y jamás a la inversa. Lo inmaculado, pues, no está centrado en la conservación del estado virginal de María antes y después del parto, sino en la incontaminación de lo celestial al conjugarse con un cuerpo mortal, manteniendo cada naturaleza su propia identidad. La concepción de María es, pues, inmaculada porque es celestial y no porque hubiera mantenido la virginidad, aunque la mantuviera, porque no excluye lo cósmico.

 

NOTAS

* Narciso Lué es el seudónimo de un jurista nacido en 1933 en la ciudad de Salta de la República Argentina, dedicado desde siempre a la publicación de Tratados y artículos de Derecho. Aun estudiante publicó su primer artículo “Esbozo ontológico de la teoría realista del Estado” al que siguieron otros como “Lo histórico-sociológico como principio de intelección”.
      Terminada su carrera se desempeñó como Fiscal y Juez en su provincia, comenzando a publicar obras de mayor aliento de temas jurídicos y sus primeros Tratados en Argentina, hasta que en el año 1976 se radicó en España con su familia, continuando con su empeño.
      De modo paralelo, con ejercicio autodidacta no descuidó sus lecturas y enseñanzas proporcionadas por la filosofía y la teología, de lo que dan cuenta sus artículos “La Inmaculada Concepción” y “El Icono de la Natividad” incorporados a la web ATRIVM.

(1) Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, ed. Paidós.

(2) En "El icono de la Natividad" explicamos el significado que en la simbología tradicional tiene la expresión “el lenguaje de los pájaros”.

(3) El icono de la Natividad.

(4) René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, cap. LVIII, ed. Paidós. Ver también el Cap. XLI, La puerta estrecha, en la misma obra.

(5) Génesis 28, 10-22: “Jacob, pues, habiendo partido de Bersabee, proseguía su camino hacia Harán. Y llegado a cierto lugar, queriendo descansar en él después de puesto el sol, tomó una de las piedras que allí había, y poniéndosela por cabecera, durmió en aquel sitio. Y vio en sueños una escala fija en la tierra, cuyo remate tocaba el cielo, y Ángeles de Dios que subían y bajaban por ella, y al Señor apoyado en la escala, que le decía: Yo Soy el Señor Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac. La tierra en que duermes te la daré a ti y a tu descendencia. Y será tu posteridad tan numerosa como los granitos del polvo de la tierra; extenderte hasta el Occidente, y al Oriente, y al Septentrión, y al Mediodía, y serán benditas en ti y en el que saldrá o descenderá de ti todas las tribus o familias de la tierra. Yo seré tu guarda o custodio dondequiera que fueres, y te restituiré a esta tierra; y no te dejaré de mi mano hasta que cumpla todas las cosas que tengo dichas. Despertando Jacob del sueño, dijo: Verdaderamente que el Señor habita en este lugar, y yo no lo sabía. Y todo despavorido, añadió: ¡Cuán terrible es este lugar! Verdaderamente esta es la casa de Dios, y la puerta del cielo, Levantándose, pues, Jacob, al amanecer, tomó la piedra que se había puesto por cabecera, y la erigió como un monumento a la visión, derramando óleo, encima. Y puso por nombre Betel, a la ciudad que antes se llamaba Luza. Hizo, además, este voto, diciendo: Si el Señor estuviere conmigo y me amparare en el viaje que llevo, y me diere pan de comer y vestido para cubrirme, y volviese yo felizmente a la casa de mi padre, el Señor será mi Dios. Y esta piedra que dejo erigida en monumento, se llamará casa de Dios, y que de todo lo que me dieres te ofreceré ¡oh Señor!, el diezmo”.

(6) En todos nuestros trabajos nos servimos del mismo ejemplar de La Sagrada Biblia, traducida de la Vulgata latina por Félix Torres Amat, y cotejada con las mejores ediciones de España y América, 3ª edición, con la versión del Salterio según la nueva interpretación autorizada por S.S. Pío XII, Ediciones Paulinas, Buenos Aires 1959.

(7) Ver nota n° 5.

(8) Idem, nota anterior.

(9) Ver El icono de la Natividad.

(10) El primer hombre, Adán Kadmon, tuvo la misión de expandir sus fragmentos, generando la existencia de todo lo creado. Adán Kadmon es, según la tradición hermética, el primer hombre protoplasmático, primer ser viviente de la Creación, hermafrodita, y perfecto, hasta que fue dividido en dos partes y perdió el equilibrio de que gozaba; quedó desarbolado y se extinguió su perfección. En él, el hombre y la mujer eran un solo ser, pero a causa de su división en mitades, cedió terreno al segundo hombre, el bíblico, al que se llamó Adán, a quien primeramente se le concedió como compañera a la diosa Lilith, que plantó cara al hombre, desafiándolo por exigir que en el acto sexual fuera Adán quien soportara su cuerpo y no siempre ella, de espaldas. Adán rechazó la exigencia, con el propósito de afirmación de su supremacía y ella, abandonándolo, partió hacia el Mar Rojo, donde convivió con seres monstruosos. Tenía el pelo rojo y rojo era el mar donde decidió retirarse a vivir libremente sin sujeción a nada ni a nadie. Existe la creencia que las mujeres pelirrojas tienen una potencia sexual considerable, a causa del color de sus cabellos. A la vista de que rechazó a los ángeles enviados por el YHVH para que regresara con Adán, se le proporcionó al segundo hombre, Adán, una mueva mujer, Eva, mucho más dócil que Lilith. En el Edén, fue Lilith la que convenció a Eva y ésta a Adán para que desobedecieran a YHVH comiendo del árbol de la vida.