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ALAN WATTS (1915-1973)
MITO Y RITUAL EN EL CRISTIANISMO
(Selección)
Ed. Kairós, Barcelona, 1988. Traducción de Vicente Merlo.
 

Capítulo 7

LAS CUATRO ULTIMAS COSAS

         Al terminar la larga estación estival de pentecostés, el ciclo del año vuelve una vez más al adviento, que, como Jano cuyo mes inicia el año secular, mira hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo; hacia atrás al primer adviento de Cristo en la cueva de Belén, y hacia adelante a la segunda venida, cuando volverá con gloria "para juzgar a los vivos, a los muertos y al mundo mediante el fuego". Adviento es, por tanto, la estación de las cuatro últimas cosas, en la cual la Iglesia encamina su mente hacia la contemplación de la muerte, el juicio, el infierno y el cielo, a los misterios de lo que se llama la escatología –la ciencia de los finales, de las últimas cosas. Pues aunque el mito cristiano se presenta como historia, el hecho de que no sea una religión meramente "histórica" se manifiesta abiertamente en su constante expectación por el fin del mundo. El cristianismo es una religión escatológica, no histórica; pues toda su esperanza se dirige hacia dies illa, "ese día" en que el tiempo y la historia llegarán a su fin.

         Es bien sabido que los primeros cristianos vivían en una anticipación casi diaria de la segunda venida y del fin del mundo, ya que, si se toman las palabras de los evangelios literalmente, Cristo dejó claro que había que esperar que ocurriesen en el futuro inmediato. Pero a medida que pasaron los años y los siglos y seguía sin llegar un "último día" temporal, la expectativa que se había dirigido hacia ello fue cambiando gradualmente hacia el acontecimiento de la muerte física. En el primer siglo el cristiano permanecía constantemente atento, esperando al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, pero en la edad media su atención se centraba en la posibilidad de una muerte súbita, por miedo a que le hallase, como el espectro en Hamlet, "sin confesar, sin comulgar y sin ungir" –sin los últimos ritos de la confesión, la comunión y la unción. Y ahora que, con el protestantismo liberal, la misma vida después de la muerte se ha convertido en algo sombrío y dudoso, el cristianismo se ha convertido en una religión histórica de este mundo, hallando el significado de la vida en el tiempo, más que más allá del tiempo.

         A causa de su entendimiento literal del mito cristiano, el occidental tiene una actitud ante la muerte que otras culturas encuentran desconcertante. El modo cristiano de pensar ha causado una impresión tan honda sobre nuestra cultura que esta actitud sigue existiendo incluso cuando la aceptación intelectual del dogma cristiano ya no existe. Pues no es fácil desprenderse de la influencia de nuestra historia, desembarazarse de un hábito de pensamiento y emoción que ha dominado durante cerca de dos mil años. El individuo occidental ha aprendido un terror a la muerte especialmente exagerado, ya que lo ha visto como el acontecimiento que le precipitaría para siempre a una dicha inenarrable o a una miseria inimaginable. Pocos se han atrevido a estar seguros del resultado, ya que si bien uno podría tener esperanza en la misericordia de Dios, era un serio pecado el suponerlo. La sensación de incertidumbre era, además, parte del sentimiento cristiano a causa de la insidiosa sutilidad del mal, de modo que cuanto más se acercaba uno a la santidad, más consciente era de las motivaciones diabólicas y de la práctica imposibilidad de una intención pura. Muchos vendieron su alma al Diablo justamente porque esta incertidumbre les parecía más insoportable que la propia condena.

         Pues siempre ha dado la impresión de que hay un camino cierto y simple para verse condenado. Pero el camino de la salvación es estrecho como el filo de una navaja, y el equilibrio siempre es dudoso. Por fácil que resulte el acceso a los sacramentos, por simple que sea decir, "¡Señor, creo, ayúdame en mi incredulidad!", siempre queda el problema de la sinceridad y de la intención pura, ya que si uno no recibe los sacramentos "dignamente", siendo merecedor de ellos, lo que producen es la condena en lugar de la salvación. Así, si me pregunto por qué creo, por qué recibo los sacramentos, y si pienso por lógica que debo responder a la pregunta "por qué" en términos de causas pasadas, lo que soy y lo que hago es siempre el fruto de lo que era e hice. Así pues, nunca salgo del viejo Adán ni logro ser más que un lobo con piel de cordero. Puedo creer que me arrepiento sinceramente y que amo genuinamente con la condición de no examinar mi conciencia demasiado claramente. Es así como Lutero vio la imposibilidad de obtener la salvación mediante las obras. Es interesante preguntarse qué hubiera ocurrido si se hubiera preguntado con la misma persistencia por qué tenía fe.

         El cristianismo histórico es, pues, una religión en que la angustia desempeña un papel más importante que la fe y en que esta angustia es incluso valorada como virtud, ya que es un freno constante de la presunción y el orgullo. Nuestra cultura ha producido, de este modo, una especie que podría llamarse homo sollicitus, "hombre angustiado", recordando siempre que sollicitus significa oscilante, tembloroso o temeroso. "Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación." Resulta especialmente importante que esta agitación u oscilación sea la conducta característica de un organismo confundido por la paradoja lógica. En nuestro caso se trata concretamente de la paradoja de la auto-conciencia, que hemos visto era análoga a la paradoja "yo miento" de Eubulides. La angustia se presenta como una virtud entre los dos pecados opuestos de presunción y desesperación –a pesar de que Cristo dijo: "No os preocupéis/no os angustiéis: Nolite solliciti"–, sabiendo, quizás, que la ilusión de la auto-conciencia y la angustia que le acompaña constituyen todo el significado de Lucifer. Pues Lucifer es el Cristo oscuro (Anti-Cristo), es decir, la naturaleza divina sometida a la esclavitud de su propio hechizo, temiendo, oscilando o temblando entre los pares de opuestos. Y la angustia de Lucifer debe impresionar a la mente cristiana como una virtud en la medida en que parece que la salvación es una cuestión de elección entre opuestos mutuamente relacionados, tales como el bien y el mal, y en la medida en que parece que el hombre que ha de salvarse es el ego/alma.

         Desde cierto punto de vista, los ritos católicos de la muerte constituyen la expresión más elocuente de esta angustia. Desde otro punto de vista, contienen todo el misterio de la superación de la ansiedad. Esta doble interpretación es posible a causa de la naturaleza misma de los opuestos –bueno y malo, vida y muerte, cielo e infierno. En realidad, en Cristo, piedra angular "que hace de los dos uno", los opuestos se reconcilian. Pero en apariencia, en la situación en que parece haber una distinción real y una elección real entre ellos, el equivalente de la reconciliación es la oscilación, de tal manera que mientras arriba hay paz, abajo hay temblor. De forma similar, los ritos de la muerte transmiten paz cuando se entienden internamente, pero ansiedad cuando se interpretan al pie de la letra.

         Por tanto, cuando un cristiano llega al momento de la muerte, pide ayuda urgentemente al sacerdote para que vaya con el viático, el rito de paso, entre este mundo y el "próximo". Con lo cual el sacerdote va al tabernáculo del altar ayudado por un acólito que lleva una campana y una vela. Extrae una hostia del copón, la copa en la que se conserva el sacramento del cuerpo del Cristo, y la coloca en un recipiente de oro llamado píxide. El sacerdote lo cubre ceremoniosamente con un velo y precedido por la campana y la luz va a la casa del moribundo. Al entrar dice "que la paz esté en esta casa", y esparce agua bendita con las palabras del salmo, "Tú me purificarás con hisopo y quedaré limpio; me lavarás y estaré más blanco que la nieve".

         Cerca de la cama del moribundo se ha colocado una mesita con un crucifijo y velas. El sacerdote deja ahí el píxide y, poniéndose una estola púrpura alrededor del cuello, se prepara para escuchar la última confesión del alma que va a partir –para lo cual se pide a todos los demás que se retiren. Y cuando el enfermo se ha librado plenamente a "Dios todopoderoso, a la bendita Virgen María, al bendito arcángel Miguel, al bendito Juan el Bautista, a los santos apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos, y a ti, Padre mío", confesando que ha pecado de pensamiento, palabra y obra "por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa", el sacerdote borra toda mancha espiritual con la fórmula de absolución: "Por la autoridad que me ha concedido nuestro Señor Jesucristo, yo te absuelvo de todos tus pecados en el nombre † del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo."

         A continuación el sacerdote extrae la hostia del píxide y la mantiene en alto ante el moribundo, diciendo: "¡Este es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo! Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sana". Entonces la coloca en la lengua del enfermo con las siguientes palabras solemnes: "Recibe, hermano, el viático del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que te protegerá del maligno y te llevará a la vida eterna".

         Después del viático viene la extremaunción. El sacerdote hace la señal de la cruz tres veces sobre el enfermo, con las palabras:

En el Nombre del Padre † y del Hijo † y del Espíritu Santo †, que se extinga en ti todo poder del Diablo por la imposición de nuestras manos, y por la invocación de todos los santos Angeles, Arcángeles, Patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes y todos los Santos.

         A continuación humedece el pulgar en el recipiente del oleum infirmorum, aceite de oliva consagrado por el obispo para la curación de enfermedades físicas y espirituales, y hace la señal de la cruz en siete partes del cuerpo, a saber, los ojos, los oídos, la nariz, la boca, las manos, los pies y los muslos, diciendo cada vez –por ejemplo: "Por esta sagrada unción † y por su más tierna compasión, que el Señor te perdone sea cual fuere el modo en que has pecado mediante la vista." Si el milagro de la curación física, que a veces se espera de este sacramento, no tiene lugar, y si la persona se halla claramente a punto de morir, el sacerdote comienza la letanía para el moribundo, invocando a la madre de Dios, a los ángeles, los patriarcas y los santos para que rueguen por él. Y luego, a medida que sus ojos comienzan a cerrarse en el momento de la muerte, el sacerdote dice:

Es el momento de abandonar, alma cristiana, este mundo en el nombre de Dios Padre todopoderoso; en el nombre de Jesucristo, Hijo del Dios viviente, que sufrió por ti; en el nombre del Espíritu Santo, que se derramó sobre ti; en el nombre de la santa y gloriosa madre de Dios, la Virgen María...

         y así continúa, a través de toda la radiante jerarquía de ángeles, arcángeles, tronos, dominios, principados, poderes, querubines, serafines, patriarcas, profetas, apóstoles, evangelistas, mártires, confesores, monjes, ermitaños, vírgenes y santos, concluyendo:

que tu lugar esté en la paz, y tu morada en el santo Sión. Mediante el mismo Cristo nuestro Señor.

         En el momento de la expiración se anima al alma a que repita el nombre de Jesús y a decir: "En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu". Y cuando la luz de la vida se ha apagado finalmente y el alma continúa su camino al centro del universo, los que quedan junto al lecho cantan juntos:

Apresuraros a ayudarle, santos de Dios; venid a su encuentro, ángeles del Señor; recibiendo su alma, presentándola ante el rostro del altísimo (...) Que se le conceda descanso eterno, oh Señor; y que la luz eterna brille sobre él.

         A medida que disminuye la luz del día en el intenso brillo de "el día que ilumina todos los días", el alma hace frente inmediatamente a su juicio particular. Pues el juicio tiene dos fases: primero, el juicio particular del alma individual; y segundo, en el último día, cuando al sonar la trompeta todos los cuerpos de los muertos se levantan de sus tumbas, el juicio final o general.

         En cuanto el alma ha abandonado este mundo va con su ángel guardián y con el demonio tentador que se le ha asignado ante el trono de los cielos. Apenas visible a causa de su luz, en el centro se sienta la figura blanca y radiante del Padre todopoderoso, rodeado por las alas con ojos de los querubines y los serafines. Sobre él está la paloma de fuego, el Espíritu Santo, con sus siete llamas descendentes. A su derecha está sentado en un trono Jesús el Cristo, y a su izquierda la madre Virgen, mientras que en tronos inferiores a uno y otro lado se sientan los santos apóstoles y mártires. En el centro, ante el trono de Dios, se halla el arcángel Miguel, armado y con alas doradas, con la espada de la cólera divina en su mano derecha y las balanzas del juicio divino en la izquierda. Aquí se pesan las virtudes del alma frente a todo lo que queda de pecado no arrepentido y no perdonado. Las representaciones medievales del peso varían en su simbolismo; unas veces representan al alma como un recipiente que ha de equilibrarse con un demonio con apariencia de murciélago, y otras haciendo luchar al ángel guardián en un extremo de la balanza contra el demonio asignado al otro.

         El sentido del acto de pesar es decidir si el alma será enviada inmediatamente al cielo o al infierno o deberá quedarse en el purgatorio. Cuando el alma ha muerto en estado de "arrepentimiento perfecto" por todos los pecados, va directa al cielo, porque se dice que el fuego de la contrición quema no sólo la posibilidad de una condena eterna, sino también las penas temporales debidas a cada pecado. Cuando la contrición ha sido imperfecta o cuando el alma –aunque perdonada– no ha hecho una penitencia adecuada por sus pecados, las penas temporales han de ser precisadas todavía. Pues la Iglesia romana enseña que el pecado acarrea tanto el castigo eterno como un castigo temporal. El castigo eterno se limpia mediante el sacrificio de Cristo, siempre que sus efectos hayan sido transmitidos al alma particular a través de los sacramentos. Pero el castigo temporal sigue quedando, y debe remitirse al sufrimiento en el purgatorio o a obras de piedad y caridad llevadas a cabo por el alma durante su vida o por otros de parte suya después de morir. Las misas y las oraciones ofrecidas para el difunto tienen, pues, el efecto de acortar su estancia en el purgatorio.

         Si el peso muestra que el alma ha de ser enviada al purgatorio, queda expuesta temporalmente a las torturas de los demonios, o a los fuegos que arden sobre la montaña del purgatorio que se encuentra sobre el infierno a la otra parte de la tierra. El purgatorio, como su nombre indica, es ante todo un lugar de quemar, en el que un fuego increíblemente más caliente que cualquier cosa conocida en la tierra consume las imperfecciones restantes del alma. La Leyenda dorada afirma que una simple gota de sudor de una persona que sufre en el purgatorio es capaz de recorrer su camino rápidamente hasta una mano viviente al igual que si hubiera sido lanzada como una flecha. Sin embargo, los castigos del purgatorio no siempre son mediante el fuego. Algunas almas son enviadas a rondar las escenas de sus crímenes en la tierra, o a emprender diversos trabajos simbólicamente relacionados con sus fechorías. Aunque sus torturas son de una agonía mucho más aguda de lo que podemos imaginar, gozan de los consuelos y cuidados de los ángeles, así como de la clara certeza de un cielo eventual. Pero respecto a los asignados al infierno tendremos más que decir posteriormente.

         Mitigar los castigos en el purgatorio es el objetivo inmediato de los obsequios que la Iglesia ha de ofrecer en la tierra por el alma, que consisten principalmente en el réquiem o misa de difuntos. Si el alma ha sido enviada al infierno o al cielo, los efectos de la misa redundarán, desde luego, en otros capaces de beneficiarse de ellos. Pues los méritos de la piedad y la caridad son transferibles, y se enseña que hay un tesoro de méritos acumulado por los santos que supera con mucho sus propias necesidades personales. Tales méritos excedentes pueden ser utilizados por la Iglesia para la remisión de las penas temporales merecidas por los menos santos, y se conocen como "indulgencias". De este modo, la Iglesia puede autorizar indulgencias que suponen la remisión de las penas de tantos días en el purgatorio a cambio de rezar determinadas oraciones o visitar ciertos lugares santos.

        

        Después de la muerte, el cuerpo del fallecido se coloca en el ataúd y se lleva a la iglesia. Allí se pone sobre un féretro delante del altar y se cubre con un paño mortuorio negro o púrpura, colocando seis velas grandes alrededor. Si el fallecido es sacerdote la cabeza mira hacia el altar, y hacia fuera si se trata de un laico El cuerpo se queda ahí hasta el momento de la misa, y los fieles pueden ir a ofrecer sus oraciones o a recitar el oficio de breviario para el fallecido, en favor del alma. Para la misa, el clero va vestido de negro, y durante la procesión al altar el coro canta el Subvenite:

Apresuraos a ayudarle, santos de Dios; venid a su encuentro, ángeles del Señor...

         La misa comienza con el canto del bello introito Réquiem aeternam:

Concédeles descanso eterno, oh Señor; y que la luz perpetua brille sobre ellos..

         estribillo que se repite una y otra vez a lo largo de los ritos. Durante el himno de la secuencia, entre la lectura y el evangelio cantan el celebrado Dies irae, el himno que encarna todo el estado de ánimo del terror cristiano frente a las últimas cosas:

         Dies irae, dies illa
         Solvet saeclum in favilla,
         Teste David cum Sibylla.
         Día de cólera, ese día, cuando el mundo
         se disuelva en cenizas encendidas, como testimonia
         David con la Sibila.

         Quantus tremor est futurus,
         Quando judex est venturus,
         Cuncta stricle discussurus.

         Cuan grande será el temblor,
         cuando llegue el juicio,
         a poner a prueba todas las cosas

         Tuba mirum spargens sonum
         Per sepulcra regionum,
         Coget omnes ante thronum.

         La trompeta emitiendo su maravilloso sonido
         a través del lugar de las tumbas,
         reunirá a todos ante el trono.

         La muerte y todo el mundo de la naturaleza –continúa el himno– quedarán aterrorizados cuando todas las creaturas se alcen para suplicar ante el juicio final. Se traerá el libro que contiene el registro exacto de todas las cosas que hay que tener en cuenta en el juicio del mundo, y el juez desde su trono sacará a la luz todos los secretos ocultos para que nada quede sin vengar. Y el resto del himno prosigue con lo que constituye, sin duda alguna, la súplica de misericordia más ferviente de la poesía de todo el mundo.

         Es difícil, si no imposible, transmitir la peculiar atmósfera de este himno en una traducción y sin su música tradicional que sugiere no tanto una convulsión apocalíptica y sensacional del universo como un horror calladamente contemplativo. Pues el Dies irae transmite el estado de ánimo de la Iglesia, más que el del individuo. La cualidad de terror personal destaca más marcadamente, por ejemplo, en el himno de Isaac Watts sobre El día del juicio:

         Será tal el estruendo y el salvaje desorden
         (si las cosas eternas pudieran ser como las terrestres),
         tal el espantoso terror cuando el gran arcángel
                  haga temblar la creación;

         resquebraja los fuertes pilares de la bóveda del cielo,
         rompe los antiguos mármoles, reposo de príncipes,
         ve la tumbas abiertas y los huesos que se levantan,
                  todo ello envuelto en llamas.

         ¡ Escucha los gritos estridentes de los malvados culpables!
         Brillante horror viviente y asombrosa angustia
         y agudas punzadas, cuando los ojos contemplan,
         frunciendo el ceño, el majestuoso juicio y un torrente
                  de venganza que se precipita ante él.

         ¡ Desesperanzados inmortales, cómo gritan y tiemblan,
         mientras los demonios les empujan hacia el abismo,
         horroroso y lúgubre, para acogerlos precipitadamente
                  allí en el fondo!

         El réquiem continúa con su extraña alternancia de esperanza y terror, y de algún modo se las arregla, al final, para superar la angustia con un sentimiento de serenidad total. En el ofertorio, mientras los ministros preparan los santos elementos, el coro continúa el sentimiento de terror:

Oh Señor Jesucristo, rey de gloria, libra a las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del abismo profundo. Líbrales de las fauces del león, que el tártaro no los devore, y que no caigan en las tinieblas; haz que Miguel, el sagrado portaestandarte, los conduzca a la luz sagrada.

         Pero en la comunión el humo del tártaro se ha alejado para revelar la claridad del día eterno:

Que la luz eterna brille sobre ellos, oh Señor, que permanezcan siempre con tus santos, pues tú eres gracioso. Concédeles descanso eterno, oh Señor; que la luz sempiterna brille sobre ellos, oh Señor, que permanezcan siempre con tus santos, pues tú eres gracioso.

         Cuando la misa ha terminado, los ministros bajan del altar hasta el féretro y todo el coro y el clero se reúnen alrededor del cuerpo llevando velas encendidas para la ceremonia llamada la absolución del difunto. El sacerdote está de pie al final del féretro mirando hacia el altar, y en el otro extremo el subdiácono ocupa su lugar con la cruz procesional. Se prepara el incienso mientras el coro canta el responsorio Libera me:

Libérame, oh Señor, de la muerte eterna en ese terrible día en que el cielo y la tierra se conmoverán, cuando vengas a juzgar al mundo mediante el fuego. Tiemblo y siento un gran temor ante el juicio y la cólera que se desatará, cuando el cielo y la tierra sufran esa conmoción. ¡Oh ese día, el día de la cólera, de calamidades y tribulaciones, día grande y sumamente amargo! Cuando tú vengas a juzgar el mundo a través del fuego. Concédele descanso eterno, oh Señor; y que la luz sempiterna brille sobre él.

         A continuación el sacerdote camina alrededor del féretro, rociándolo con agua bendita y balanceando sobre él el turíbulo del incienso. Después de algunas oraciones finales, se lleva el cuerpo a su última morada, con el acompañamiento del cántico serenamente gozoso, In Paradisum:

Que los ángeles te conduzcan al paraíso; que los mártires te reciban a tu llegada y te lleven a la ciudad santa, Jerusalén. Que el coro de ángeles te reciba, y con Lázaro, que fue pobre, goces de un descanso eterno.

         Y el cuerpo es finalmente colocado en el sepulcro con las palabras del cántico de Zacarías, el Benedictas, con la antífona:

Yo soy la resurrección y la vida; quien crea en mí, aunque estuviere muerto, vivirá; y quien viviere y crea en mí, no morirá por toda la eternidad.

         Mientras que el alma ha marchado a su destino –el cielo, el purgatorio o el infierno– el cuerpo corruptible espera a través de los siglos, en su tumba, hasta el amanecer del último día, que llegará en un momento sólo conocido en los consejos más secretos de la Santa Trinidad –quizás mañana, quizás dentro de mil o de diez mil años. De cualquier modo –en algún momento– llegará un día en que por el Este se levante no el Sol familiar, sino el Sol de justicia, el Señor Cristo, cabalgando sobre nubes del cielo con miríadas de ángeles. Cuando aparezca, todo el firmamento saltará hecho añicos como un espejo por la estridente trompeta del cielo, y su sonido, vibrando en todos los sepulcros de la tierra y en las profundidades mismas del mar, hará que se levanten todos los cuerpos de su tumba, vuelvan a reunirse los miembros corruptos y dispersos y cada uno, unido de nuevo a su alma, se levantará para hacer frente al juicio del mundo. Los sacerdotes, enterrados con sus cabezas hacia el Este, se levantarán y se pondrán de cara a sus feligreses, junto a Cristo, y serán juzgados con ellos teniendo en cuenta si han cumplido fielmente su ministerio.

         Con la presencia del terrible juez sobrevendrá un fuego de tal calor que toda la tierra quedará reducida a cenizas y los océanos se evaporarán. El Sol y la Luna se oscurecerán y las estrellas caerán del cielo. Y entonces el ángel de los registros abrirá el libro de la vida en el que están escritos los nombres de todos los que se salvarán y serán llamados a permanecer a la diestra del juez. Pero todos aquellos que no se hallen en el libro tendrán que esperar a su izquierda. A los de la derecha dirá:

         "¡ Entrad en el gozo de vuestro Señor!". Pero a los de la izquierda dirá: "¡Alejaos de mí, pues no os conozco!". En ese momento los secretos de todos los corazones serán puestos de manifiesto, pues los resucitados estarán desnudos en cuerpo y alma, y totalmente indefensos delante de ese fuego purificador que para el puro de corazón es gloria, pero para el impuro constituye el tormento más inexpresable.

         A estas alturas la tierra y los cielos anteriores se habrán disuelto completamente, y del azul en llamas allí a lo alto aparecera la ciudad enjoyada de la rosa mística, la nueva Jerusalén, "descendiendo de Dios desde el cielo, preparada como una esposa para su marido". Al mismo tiempo, el insondable abismo revelará un lago de fuego y sulfuro. Habiendo eliminado el soporte de la vieja tierra, los cuerpos ennegrecidos y apelotonados de los condenados se hundirán en un interminable movimiento descendente hasta el infierno, donde se retorcerán y gritarán en medio de una tortura absoluta para siempre jamás. Desde arriba del humo y el hedor del infierno, Miguel y sus legiones arrojarán a Lucifer y su hueste diabólica a las profundidades del abismo donde se devorarán mutuamente, se atormentarán y serán atormentados, durante tiempos que nunca terminarán.

         La mente medieval ejercitó su imaginación más viva y creativa concibiendo los horrores y las abominaciones de lo que constituye, hasta el momento, el producto más espantoso de la mente humana. En comparación, sus descripciones imaginarias de los deleites del cielo fueron extraordinariamente insípidas. Al contemplar el infierno, la conciencia cristiana se ha complacido en una orgía sadomasoquista que convierte los demás infiernos, calientes o fríos, en algo relativamente acogedor. Debe recordarse que otras tradiciones, como la budista y la hinduista, nunca han considerado una morada de castigo sempiterno, de modo que sus llamados "infiernos" en realidad son purgatorios. Si bien el símbolo del tormento sempiterno tiene su significado mitológico específico si se entiende en el sentido del samsara, un círculo del que no hay salida en la medida en que se siga el camino de su circunferencia, la imaginación cristiana no lo ha concebido de este modo. Ha considerado el infierno como un tormento en la dimensión del tiempo lineal sin fin, del que no hay ninguna posibilidad de liberación. Es cierto que algunos de los padres de la Iglesia, en particular Orígenes y san Gregorio de Nisa, enseñaron la doctrina de la "apocatástasis", la restauración final de todas las almas al estado de beatitud, después de muchos eones de tiempo. Pero esta doctrina se condenó nto en la Iglesia Oriental como en la occidental.

         Esta concepción profundamente siniestra no es "meramente medieval". Sigue siendo, en todo su horror literal, la doctrina explícita de la Iglesia católica hasta la fecha, y ha sido defendida por alguien que se halla, en otros aspectos, entre los teólogos más inspirados y agudos de los tiempos actuales, Matthias Scheeben. Su gran obra, The Mysteries of Christianity, que es el producto de una mente altamente sutil, razonable y sensible, contiene, no obstante, el siguiente sorprendente pasaje:

En lo que respecta al castigo mismo, ha de concebirse claramente (...) como un estado inversamente proporcional a la glorificación de los cuerpos de los bienaventurados; ha de ser un castigo que sea, cualitativa y cuantitativamente, tan grande y terrible que supere de manera inconmensurable todas las previsiones y conceptos de la razón natural. Tiene que ser el resultado de una fuerza sobrenatural que penetre en el cuerpo y lo devore sin destruirlo, y a través del cuerpo atormente y torture terriblemente al alma aprisionada en él.

         Y añade que el fuego físico del infierno

difiere del fuego natural en que su llama no es resultado de un proceso natural, químico, sino que se mantiene por el poder divino, y por tanto no disuelve el cuerpo al que rodea, sino que lo mantiene para siempre en la condición de una agonía ardiente.

         Este es el comedido lenguaje filosófico que justifica las espantosas fantasías de Mateo París, San Salvio, Cranach, el Bosco y Brueghel en todos los sentidos, excepto en su falta de realismo y en el grotesco humor de los Flemings. Pues la imaginación puede descender a las profundidades de la fantasía sádica que quiera, pero siempre fracasará en su intento de describir o representar lo espantoso y horrible de la realidad en sus aspectos concretos y decisivos. Con Cranach el Viejo uno puede visualizar a los condenados en sus ataques convulsivos sobre rocas en llamas, siendo devorados y poseídos por demonios que parecen perros. O con el Bosco y Brueghel se puede simplemente sugerir ultrajes de depravación inimaginable representando a los condenados semi-transformados en las obscenas gárgolas que les infestan (vejigas con alas de murciélago y narices de espinas, cruces de monos y cangrejos en forma de herradura, pájaros reptilianos con ventosas en lugar de picos, peces armados con costados repugnantes y mandíbulas llenas de babas, deformidades retorcidas y miembros fuera de su lugar con bocas entre las nalgas), todo un mundo de cieno animado y crueldad orgiástica todavía no superado, creo yo. ni siquiera por el surrealismo contemporáneo. Se puede llegar tan lejos y quizás más todavía, y aun así apenas comenzar a sugerir un estado de castigo a la vez espiritual y físico que la gente intelectual y culta incluso hoy en día crea que tiene cierta realidad.

         Esta concepción, con la que la mente occidental se ha atormentado durante muchos siglos, se admite, por la mayoría de los teólogos, como la consecuencia necesaria de su opuesto –la dicha eterna y sobrenatural de los santos. La justicia, la lógica de un Dios que es bondad y amor eternos y absolutos exige que haya una cólera eterna y absoluta proporcional que caiga sobre aquellos que no están de su parte con la sinceridad y el entusiasmo más completos. No se contempla nada parecido a un término medio, ya que "el que no está con nosotros está contra nosotros". Ciertamente, esto es un pensamiento realista y directo en comparación con la concepción estrictamente sentimental de un final como estado de pura bondad que simplemente aniquila su opuesto o incluye a todas las almas en su dicha.

         Toda la significación de esta parte del mito es que la bondad absoluta implica necesariamente el mal absoluto, no sólo lógicamente, sino también psicológicamente. Esta es la ley de la "enantiodromía", según la cual todo extremo se convierte en su opuesto, de ahí que el satanismo sea realmente creado por el puritanismo y la maldad diabólica por la santidad. Así pues, la concepción del cielo eterno de bondad, amor y gozo no es menos monstruosa que la del infierno. Pues se trata esencialmente de la misma concepción. Así pues, no deberíamos sorprendernos de hallar teólogos que admiten que los sufrimientos de los condenados en el infierno son contemplados con deleite por los bienaventurados del cielo, que ven todas las cosas en el espejo de la omnisciencia de Dios. Desde luego, porque psicológicamente la estéril monotonía del placer sin mancha o de la santidad constante debe tener su compensación. Esta es la razón por la que la concepción del infierno tuvo que ser inventada por seres humanos que inclinaron toda la fuerza de sus energías conscientes hacia "ser bueno". No en el cielo, sino aquí en la tierra, el inhumanamente "bueno" miraba ya los tormentos del condenado con secreto deleite (un hecho que aparece con toda claridad en el arte medieval, en el que la representación del infierno muestra mucha más imaginación creativa y más vida que la del cielo).

         Un ejemplo instructivo es el cuadro del juicio final de Brueghel el Viejo (1558). A la derecha del Cristo que juzga vemos una procesión de los bienaventurados que es casi en su totalidad una multitud de cabezas tan impersonales como un ejército haciendo instrucción y tan muerto como una calle adoquinada. Pero a la izquierda, donde los condenados están amontonados en las fauces del infierno, el cuadro está vivo de manera muy similar a la tierra debajo de una piedra grande: se halla plagada de extraños organismos que corretean y pululan por allí. Puede admitirse que Brueghel tuviera una intención satírica. Se podrían invocar los radiantes mosaicos de Monreale y la luminosa gloria de Chartres para declarar el verdadero triunfo de la representación que el hombre medieval hace del bien absoluto. Pero el triunfo, como la dicha permanente del cielo, no pudo sostenerse. A finales de la edad media, el "bello" arte de la Iglesia –de Miguel Ángel, fra Angélico y Rafael– tenía que ver con la belleza de un mundo relativo y natural más que con un mundo absoluto y eterno. En la medida en que la imaginación cristiana produjo imágenes verdaderamente iconográficas y devocionales en esa época, fueron no los estudios maravillosamente anatómicos de Miguel Ángel, sino los Cristos torturados de Grunewald y el barroco.

         Pues la piedad no podía mantenerse al nivel de lo formalmente sublime. En la época del renacimiento y de la contrarreforma católica, la devoción cristiana estaba cada vez menos inspirada por las imágenes radiantes, ajenas a la tierra, de Cristo y los santos en su gloria. Pasó a disfrutar con las imágenes vividas, realistas, de la pasión. Produjo los ejercicios espirituales de san Ignacio, con su concentración de la imaginación en los horrores del infierno y los sufrimientos del salvador. Pasó del misticismo sublimemente intelectual de los Victorinos y san Buenaventura al misticismo de la desolación ejemplificado por san Juan de la Cruz. Esto desató toda la furia de la Inquisición. Y el cambio no fue sólo católico, pues la piedad protestante del mismo período estaba no menos preocupada por la morbosidad, y sus inquisiciones sobre los papistas no eran menos crueles. Este fue también el período de la condena por predestinación abogada por Calvino, de la fascinación por la muerte en la piedad de la Inglaterra de los Tudor y los Estuardo, del Paraíso perdido y del deleite sin precedentes de los puritanos en la penumbra espiritual.

        

         Como movimiento histórico esto fue realmente una exageración de una tendencia que había existido durante toda la edad media, en la que hay ya suficiente ilustración de la verdad de la ambivalencia de la energía psíquica, del hecho de que el Dios perfectamente bueno crea necesariamente el Demonio perfectamente malo a través de la compensación inconsciente, que, precisamente por ser inconsciente, es lo único que la teología no puede admitir. Así pues, podemos volver, por ejemplo, a finales del siglo XIII y considerar el juicio final esculpido en el tímpano de la catedral de Bourges como una ilustración particularmente vivida de esta ambivalencia. Hay que tener presente que, en una medida muy considerable, el logro de la santidad perfecta se identificaba con la supresión del deseo y la lujuria. Sin embargo, esto no equivale al simple evitar o quedar indiferente ante el deseo sexual y sus objetos. Ello exige una oposición positiva y enérgica a una fuerza natural tan grande que conduce a una especie de furia, de cólera divina, contra todo lo que incita a la lujuria. Ahora bien, a medida que esto crece se convierte en lujuria. El deleite bendito en los castigos del condenado a causa del dolor infligido es el sustituto simbólico, "inconsciente", de la conquista sexual. De este modo, el escultor de Bourges puede externamente construir, pero secretamente gozar, pues la convención le permite mostrar los cuerpos de los condenados desnudos. Lo que ostensiblemente es una escena del castigo de los perdidos a cargo de los demonios es de hecho una representación de sátiros a punto de empezar un orgía sádica con un grupo de ninfas. Mediante tal cambio de rumbo una escultura que podría haber adornado uno de los burdeles romanos más depravados surge disfrazada de arte eclesiástico.

         Tomado literalmente, el estado de los benditos en el cielo en realidad no es menos terrible que el de los condenados al infierno. Hay que recordar aquí, una vez más, que muchas mentes teológicas verdaderamente profundas lo han interpretado literalmente, esperando con toda seriedad una resurrección futura del cuerpo descompuesto para ser el instrumento del goce anímico de la dicha perpetua. Mantienen que la vida del cuerpo-y-alma en el cielo será eterna, en sentido estricto, y sempiterna. Pues el deleite supremo del cielo es la visión beatífica de Dios mismo. Mirando las inmensurables profundidades de esta visión, el alma verá el tiempo como Dios lo ve –el pasado, el presente y el futuro simultáneamente, unidos en una percepción instantánea. No obstante, dado que el alma-cuerpo permanece por naturaleza finita y creada, seguirá habitando la dimensión del tiempo, aunque a causa de su unión íntima con el poder sobrenatural de Dios no perecerá en el tiempo. Contemplará el "instante" de la eternidad sempiternamente. El cuerpo, con sus sentidos inconcebiblemente agudizados y amplificados, experimentará estremecimientos de éxtasis y arrobamientos que superan los sueños más salvajes de la imaginación, y permanecerá transportado de este modo para siempre, siempre, siempre.

         El alma gozará no sólo de la infinitamente satisfactoria visión de Dios, sino también de la amorosa compañía y de las incomparables bellezas de los santos y los ángeles, así como de la fraternidad eterna con aquellos a quienes ha amado en la tierra.

Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primero cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya (...) Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado. (Apocalipsis 21:1. 3-4)

         Pues la vida del cielo no es la de un alma desencarnada flotando en un firmamento radiante. Tiene que haber "un nuevo cielo y una tierra nueva", una re-creación del jardín del paraíso original –el jardín de las rosas de nuestra Señora–, un mundo de firmamentos y paisajes, de intensidades de luz y color, fragancia y textura, más allá de cualquier visión producida bajo el hechizo del cannabis y la adormidera. Porque por su inexhaustible omnipotencia, Dios creará belleza tras belleza, maravilla sobre maravilla, jugando eternamente con sus hijos en torno al árbol de la vida como si fuera perpetuamente el día de navidad.

         Esta es una hermosa concepción –mientras uno no piense o sienta demasiado profundamente, en la medida en que se considere un vislumbre y se pase a otra cosa. Puede suponerse –quizás– que la omnipotencia divina arreglará algún milagro para prevenir la terrible monotonía del placer eterno y para que sea posible acumular memorias indefinidamente sin volverse loco. No obstante parecería que tales milagros pertenecen a la clase de la creación de círculos cuadrados, una clase de jeux d'omnipotence que los mejores teólogos nunca han aprobado. En realidad, el delicioso shock del asombro y la posibilidad de novedad constante depende del milagro del olvido. Para estar eternamente embelesado, el bienaventurado tendría que olvidar eternamente, para que la danza de la omnipotencia no borrara el suelo de la memoria con sus huellas, y la escritura no se volviera ilegible a causa de la abarrotada página. Ahora bien, olvidar es morir, pues lo que llamamos muerte física es, sobre todo, la destrucción de un sistema de memorias, de un "yo". Tales consideraciones nos conducen a una comprensión más profunda de las cuatro últimas cosas.

         El cielo eterno se convierte en otra forma de infierno, precisamente por ser eterno y constituido por un par de opuestos. Nunca alcanza a Dios, la mano que sostiene el compás por arriba. Interminable, nunca alcanza el verdadero fin del ser humano. Cuanto más se separan los de la derecha de los de la izquierda, más pronto se produce un viraje en el eje para encontrar el infierno más allá del cielo. Porque el fin no se halla en ninguna parte del círculo, en ningún momento del tiempo, sino sólo en el eje mismo. Dado que hablamos metafóricamente del tiempo y el espacio, debe parecer que más allá de la dualidad de la derecha y la izquierda hay otra dualidad de eje y circunferencia, eternidad y tiempo. Pero esto es la ilusión del lenguaje, ya que cualquier cosa que se describa pertenece a la circunferencia, descrita en tomo al centro. Algún ángel nos ha enseñado a usar el círculo para el cero, pues aparte de su centro la circunferencia no es nada. Y quizás el mismo ángel nos ha llevado a ver que el punto del centro no es una mera abstracción infinitesimal de una posición sin magnitud, sino la misma necesidad concreta de un principio indefinido (sin el cual nada puede ser definido). De ahí la inspirada noción que san Buenaventura tuvo de Dios como el "círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna".

         La dificultad de la mitología geométrica es que su cualidad abstracta parece privar a su significado de realidad rica, ya que resulta difícil sentir que un simple punto pueda ser creativo. Los mitos vivientes dicen más porque lo dicen con imágenes vividas, concretas; y sin embargo, dicen lo mismo. Veamos la visión que san Juan tiene de la ciudad celeste:

Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y alta con doce puertas; y sobre las puertas, doce ángeles y nombres grabados, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; tres puertas al oriente; tres puertas al norte; tres puertas al mediodía; tres puertas al occidente. La muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del cordero. El que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. La ciudad es un cuadrado: su largura es igual a su anchura. Midió la ciudad con la caña y tenía doce mil estadios. Su largura, anchura y altura son iguales. (...) El material de esta muralla es jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro. Las piedras en que se asienta la muralla de la ciudad están adornadas de toda clase de piedras preciosas: la primera piedra es de jaspe, la segunda de zafiro, la tercera de calcedonia, la cuarta de esmeralda, la quinta de sardónica, la sexta de cornalina, la séptima de crisólito, la octava de berilo, la novena de topacio, la décima de crisoprasa, la undécima de jacinto, la duodécima de amatista.

Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla; y la plaza de la ciudad es de oro puro, transparente como el cristal. Pero no vi santuario alguno en ella; porque el Señor, Dios todopoderoso, y el cordero, es su santuario. La ciudad no necesita ni Sol ni Luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el cordero. (Apocalipsis 21:11-23)

         Quizás toda la fuerza de este pasaje se halle en las últimas líneas, que describen la desaparición de las luminarias que marcan los años, los meses y los días. El tiempo ha desaparecido. También los opuestos han cesado, pues es una imagen mitológica frecuente que el Sol y la Luna representen los ojos derecho e izquierdo, mediante los cuales el hombre común ve el mundo como dual. Por otra parte, el hombre divino ve la vida con el tercer ojo, revelándosele como "no-dual". Así, "si tu ojo fuera único, todo tu cuerpo se llenaría de luz" (Mateo 6: 22). Además, la imagen de toda la ciudad es la de un mándala, es decir, un círculo cuadrado o esfera, que, aunque es un símbolo universal, aparece más frecuentemente en el arte budista como figura de reconciliación de todos los opuestos en el "vacío" (sunyata) –simbolizado en el budismo por el vajra o diamante, y en el Apocalipsis por la piedra de jaspe.

         La forma de mándala aparece igualmente en la visión de Dante, para quien la compañía del bienaventurado es la rosa mística, que representa el triple círculo de luz en que finalmente contempla a la Trinidad (el punto en el centro de la rosa, que parece ser abrazado por aquello que abraza).

         Tanto visualmente como simbólicamente, la función obvia del mándala es "enmarcar" su propio centro, como los anillos alrededor del centro de la diana, o indicar un centro que irradia como el Sol o una flor. Las calles de las doce puertas, los cuatro brazos de la cruz y los pétalos de la rosa llevan el ojo al centro en que se encuentran y del que se originan. Cuando no se satisface con la propia forma humana, la imaginación del hombre tiende a representar el fin último mediante este punto encerrado en un círculo, comienzo y fin de los rayos –punto que escapa a toda definición, círculo (o cuadrado o cubo) que contiene el mundo en todas direcciones.

         Esta es, por tanto, la imagen del centro del cielo, la visión beatífica rodeada por los nueve coros de ángeles y la hueste de patriarcas y profetas, apóstoles y mártires, doctores y confesores, y la compañía de todos los bienaventurados, todos juntos formando la rosa mística que es, a su vez, la Virgen de vírgenes, la matriz del mundo, Maya, brotando de su origen y volviendo a él. La imaginería describe este centro como una destinación, una meta hacia la que el ser humano viaja a través del tiempo, y que se halla más allá del último día del futuro cuando la flecha del alma se clavará en el centro de la diana o se perderá para siempre. Pero no debemos confundir lo que se halla más allá del futuro con lo que está en el futuro. Sólo el infierno está en el futuro, pues cuanto más eficazmente sea el ser humano capaz de pronosticar, más ansioso y trémulo debe estar. Pues el futuro no tiene más contenido que la desaparición del pasado, que es lo que creemos que somos; es, por definición, un tiempo en que el pasado no tiene lugar. Y por ello cuanto más adecuadamente y con mayor realismo considera el ser humano el futuro, más se deprime.

El que vigila el viento no siembra, el que mira las nubes no siega (...) Dulce es la luz y bueno para los ojos ver el sol. Si uno vive muchos años que se alegre en todos ellos, y tenga en cuenta que los días de tinieblas muchos serán, que es vanidad todo el porvenir. (Eclesiastés II: 4,7-8).

         A pesar de todo, el cristianismo popular ha sido siempre una expresión de la esperanza de que, en el futuro, más allá de "los días de tinieblas" llegará "la vida del mundo que ha de venir". En el cielo Dios es central, pero en la tierra es extremo (fuera de los confines del tiempo, causa primera y fin último). Procedemos de Dios en el pasado olvidado y estamos de regreso a él en el futuro distante, de modo que aquí y ahora nuestra vida es una vida de exilio y peregrinación.

A ti, nosotros exiliados, hijos de Eva, elevamos nuestro grito. Por ti suspiramos, tristes y llorosos cruzamos este valle de lágrimas... Cuando termine nuestro exilio terrestre, muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre, oh amable, oh tierna, oh graciosa Virgen María. (Antífona final B.V.M. Salve Regina)

         Sea en la poesía del Salve Regina o en los ripios del "Hay un país feliz, lejos, muy lejos", vemos el mito dominante de la cultura occidental tanto cristiana como humanista: el mito del presente empobrecido, vacío de contenido. El significado de la vida se cree que se halla en su historia pasada y su promesa futura, de tal modo que el tiempo en que vivimos parece ser casi una insignificancia: una línea delgada, efímera, momentánea, siempre fuera de nuestro alcance. A medida que el tiempo pasa y con el transcurrir de los siglos, el cielo retrocede tanto que se vuelve implausible, nos vemos obligados, contra todo hábito de nuestra voluntad y nuestra imaginación, a ver que el tiempo no nos lleva a ninguna parte, de modo que –como siempre– los opuestos cambian su lugar y la esperanza se convierte en desesperación.

         En el momento actual es difícil decir si el mito cristiano ha de permanecer entre nosotros como un poder efectivo. Algunos signos de revival no garantizan las conclusiones precipitadas, pues hay una gran diferencia entre la fe genuina en Dios, por una parte, y la atormentada fe intelectual en la fe, por otra parte. Como he mostrado en otra parte, buena parte del actual "retorno a la religión" se basa, no en una verdadera confianza en Dios, sino en el sentimiento de que la fe en el Dios cristiano es una necesidad social y psicológica. Pero el cristianismo no puede sobrevivir en el papel de una "ilusión terapéutica" ni como un simple refugio de autoridad y certidumbre para aquellos que retroceden ante las inhóspitas consecuencias del pensamiento lógico, y mucho menos como una autoindulgencia nostálgica para aquellos que lo necesitan como pretexto de la belleza física de la liturgia.

         No creo que el mito cristiano tenga nada que decir ya al occidental a menos que lo comprenda de una manera radicalmente distinta. Tiene que descubrir que los que parecían ser los lejanos límites del tiempo, en los que Dios es el alfa y la omega, en realidad constituyen el presente, y que la peregrinación desde la tierra hacia el cielo no es un viaje al futuro sino al centro. Ha de darse cuenta de que la "muerte" a través de la que tenemos que pasar antes de poder ver a Dios, no se encuentra ante nosotros en el tiempo. La "muerte" es el punto en que el "yo" llega a su final, y más allá del cual se halla lo desconocido, y este punto no está "en" (la dirección temporal) sino "en" (el interior). "El reino de Dios está dentro de vosotros." (Lucas 17: 21) Pues si me investigo a mí mismo un poco, llego a un punto en el que ya no me entiendo ni me reconozco. El "yo era" que conozco se convierte en el "yo soy" que nunca veo. Las raíces de mi conciencia desaparecen en una región desconocida en la que me siento tan extraño a mí mismo como el pulso de mi corazón y las corrientes de mis nervios. Pues lo que yo soy de manera más verdadera e interna está siempre más allá de esa pequeña área de conocimiento y control que se llama el ego. Paradójicamente, la región más central y fundamental de mi ser parece ser "otro" (como el Dios de la imaginería teísta). De este modo, cuando considero a mi ego como mi yo verdadero, estoy des-centrado. Estoy "al lado de mí mismo", de manera que el fluir de mi sangre y todos los procesos profundos de mi cuerpo y mi mente parecen ser obra de alguien o algo distinto, dando una sensación de extrañeza y escalofrío cuando los siento.

         El "cambio" básico en la posición de Dios desde la periferia del mundo al centro requiere también un cambio de fe. Tenemos que reconocer que el "algo" totalmente indefinible e incomprensible que es nuestro yo más íntimo está –en todos los sentidos relevantes– más allá de nuestro control. Pues el yo que conoce y controla nunca es, al mismo tiempo, lo conocido y controlado. Esta es la lección más importante para una civilización que aspira a la omnipotencia, al control de todo. Ya que cualquier intento de establecer el control total por parte del ego consciente comienza con un círculo vicioso. De este modo nuestra cultura se convierte en un sistema de controles en que la solución de cada problema simplemente multiplica el número de problemas que hay que resolver, como en el mito del monstruo de la hidra, a la que le crecen siete cabezas nuevas por cada una que se le corta. El control completo de la vida es imposible por la razón de que somos parte de ella, y que, en último análisis, el sistema no es algo controlado, sino aquello que controla.

         Por tanto, estamos obligados a tener fe en algo que al mismo tiempo es nosotros, en el sentido más básico, y no es nosotros, en el sentido del ego, el "yo" recordado. Pero esta fe no puede tener ningún contenido tangible, como un sistema de creencias, por la sencilla razón de que el yo fundamental no puede definirse. Por tanto no ha de verbalizarse positivamente como un creer en esto o aquello. Ha de expresarse negativamente, como un no intentar controlar y apresar, como un "dejar-ser" y no un "aferrarse a". Además, tal fe del "dejar-ser" debe llegar no como una obra positiva a efectuar, sino a través del darse cuenta de que realmente no hay nada que hacer, ya que es realmente imposible apresar el yo más profundo.

         Las consecuencias positivas de esta fe en términos de amor, gozo e iluminación son estrictamente gratuitas. Brotan de manera impredecible e incontrolable de las profundidades más íntimas. El "dejar-ser" elimina el obstáculo de su llegada, pero la verdadera llegada, la segunda venida, tiene lugar "como un ladrón en la noche", y "no sabemos del día ni la hora". Generalmente llegan inmediatamente después del acto de la liberación. El retraso aparente se debe usualmente al hecho de que uno intenta forzar su llegada, de modo que la liberación no es verdaderamente completa. Y la mente deja de forzar sólo a través de la clara convicción de su inutilidad.

         En cuanto uno se acostumbra a mirar las imágenes cristianas desde este punto de vista, se toma evidente que, de este modo, se vuelven significativas como nunca lo fueron. Dios vuelve a su templo, el corazón, el centro de todas las cosas (del ser humano, del tiempo, del espacio). El cielo no está ya en el lugar del infierno, las "tinieblas exteriores" de los espacios más distantes y los tiempos más remotos, sino que aparece en el lugar de la realidad más intensa (el ahora). Cristo resucita realmente de los muertos y se revela en este momento, y ya no se halla encerrado en la tumba del remoto pasado, en la letra muerta de los evangelios escritos. La misa es por una vez realmente sacrificada, pues el cuerpo de Cristo, la Iglesia, está realmente deseosa de ser desmembrada, no viendo ya la necesidad de mantenerse unida con definiciones y reivindicaciones. La fe se convierte en fe verdadera, que es auto-entrega, a diferencia de todo ansioso aferrarse a rocas dogmáticas e ídolos doctrinales. La autoridad de la Iglesia se vuelve auto-evidente, lo que significa que la Iglesia realmente realiza la autoridad, de modo que no hay ya necesidad de demostrarla, de auto-convencerse mediante un proselitismo exagerado y pretensiones ridículas de monopolio espiritual. La administración de la ley, por la que se fuerza a la virtud, deja paso a la dispensación de la gracia, en la que la virtud felizmente "sucede", y no se imita grotescamente.

         Así entendidos, los maravillosos símbolos del cristianismo podrían todavía –uno está tentado a decir, podrían comenzar a– tener un mensaje para el occidental, ese ansioso y excéntrico impaciente, que no tiene tiempo porque ha reducido su presente a una línea abstracta que divide el pasado y el futuro, y que confunde su yo con un pasado que ya no es y un futuro que todavía no es. También él necesita ser vuelto al revés, vivir en el mundo real que cree que es abstracto, en lugar de en el mundo abstracto que él considera real. Y para esto tiene que saber que el verdadero lugar de Belén, el Calvario y el monte de los Olivos no están ya en la historia, y que la muerte, la segunda venida y el cielo no están en un tiempo porvenir. Su "pecado" sólo puede perdonarse si se arrepiente de (da la espalda a) su pasado y del futuro que implica y se vuelve hacia su creador, la realidad presente a partir de la cual él "ex-iste". Con lo cual, la vida que había parecido efímera se encontrará de extraordinaria importancia, y ese presente que había parecido ser no-tiempo se hallará que es la eternidad.