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MARSILIO FICINO (1433-1499)

"SOBRE EL AMOR"
(Selección)

 
Universidad Nacional Autónoma de México, colección "Nuestros clásicos, México 1994. Traducción de Mariapía Lamberti y José Luis Bernal

DISCURSO II


CAPÍTULO I

Dios es bondad, belleza, justicia, principio, medio y fin

      Quieren los filósofos pitagóricos que el número ternario sea la medida de todas las cosas. Estimo yo por ende que con el número tres Dios gobierna todas las cosas; y también que las cosas llegan a su término con dicho número temario. De aquí el verso de Virgilio: "Con el número impar, Dios se deleita". Ciertamente el Sumo Autor primero crea todas las cosas; en segundo lugar las atrae hacia sí; y en tercero, les da perfección. Todas las cosas, principalmente en su nacer, brotan de esa sempiterna fuente; después retoman a ella cuando buscan su propio origen; y por último, devienen perfectas una vez que a su principio han retomado. Precisamente esto cantó divinamente Orfeo cuando dijo que Júpiter era el principio, el medio y el fin del Universo. Principio, en cuanto que produce todas las cosas; medio, en cuanto que una vez producidas, las atrae hacia sí; fin, en cuanto las hace perfectas sí a él retoman. Y por esto, al Rey del universo podemos llamarlo bueno y bello y justo, tal y como se dice muchas veces en Platón. Bueno, en cuanto crea las cosas; en cuanto les infunde aliento, bello; justo, en cuanto que según los méritos de cada una, las hace perfectas. La belleza, pues, que por su naturaleza atrae hacia sí las cosas, está entre la bondad y la justicia; y ciertamente de la bondad nace, y tiende hacia la justicia.


CAPÍTULO II

Cómo la belleza de Dios da a luz al Amor

       Y este aspecto divino, o sea la belleza, en todas las cosas lo ha procreado el Amor, o sea el deseo de sí misma. Porque, si Dios atrae hacia sí al mundo, y el mundo es atraído por él, existe una cierta atracción continua entre Dios y el mundo, que de Dios comienza y se trasmite al mundo, y finalmente termina en Dios; y como en círculo, retorna ahí de donde partió. Así que un solo círculo va desde Dios hacia el mundo, y desde el mundo hacia Dios; y este círculo se llama de tres modos. En cuanto comienza en Dios y deleita, nómbrase belleza; en cuanto pasa al mundo y lo extasía, se llama Amor; y en cuanto, mientras vuelve a su Autor, a él enlaza su obra, se llama delectación.

       El Amor, entonces, comenzando por la belleza, termina en la delectación. Y esto fue lo que quisieron decir Jeroteo y Dionisio Areopagita en aquel himno preclaro en el cual así cantaron estos teólogos: Amor es un círculo bueno, que siempre desde el bien rueda hacia el bien. Y necesario es que el Amor sea bueno, puesto que nacido del bien retorna al bien. Porque el mismo Dios que todas las cosas desean, es la belleza; con cuya posesión todas ellas se contentan, de modo que por él nuestro deseo se enciende. Aquí se reposa el ardor de los amantes; no porque se apague, sino porque se sacia. Y no sin razón Dionisio iguala a Dios con el sol. Puesto que, de la misma manera como el sol ilumina y calienta los cuerpos, así Dios a las almas concede luz de verdad y ardor de caridad.

       Esta comparación por cierto se saca del VI libro de la República de Platón, de este modo, como oiréis. Verdaderamente el sol crea los cuerpos visibles, y también los ojos con los que se ve; y a fin de que éstos vean, les infunde espíritu reluciente; y para que los cuerpos sean vistos, los pinta de colores. Pero ni el rayo de luz para los ojos, ni los colores para los cuerpos resultan suficientes para el oficio de ver, si antes aquella luz, que es una sobre todas las luces, desde la cual muchas y verdaderas luces se distribuyen a los ojos y a los cuerpos, no desciende primero sobre ellos, y no los ilumina, despierta y aumenta.

       De este mismo modo, aquel primer acto de todas las cosas, el cual se llama Dios, produciendo las cosas, a cada una ha dado configuración y acto; y el acto ciertamente es débil e impotente frente a la ejecución de la obra: porque lo recibe una cosa creada y un sujeto pasivo. Mas la perpetua, invisible, única luz del divino sol, siempre da consuelo, vida y perfección a todas las cosas mediante su presencia. Cosa, ésta, de la cual cantó divinamente Orfeo, diciendo que Dios consuela todas las cosas, y se expande por sobre todas ellas.

       (El pasaje de la República, al que Ficino alude, es el siguiente:)

— Por tanto, ¿a cuál de los dioses que están en el cielo puedes llamar autor de esto: que ha creado la luz de manera que nuestra vista vea muy bien y las cosas que están a la vista puedan ser contempladas?
— Aquel mismo que tú y los otros; pues tú evidentemente me preguntas por el sol.
— Ahora, con respecto a ese dios, ¿nuestra vista no está naturalmente dispuesta a ello?
— ¿Cómo?
— De manera que la vista no sea el sol mismo, ni eso adonde la vista se sitúa, y que nosotros precisamente llamamos ojo.
— No, por cierto.
— Pero a mi parecer es el más semejante al sol entre todos los órganos que sirven a los sentidos.
— Seguramente.
— Y también su facultad, ¿no la tiene acaso suministrada y casi infundida por aquél?
— Seguramente. (Polit. vi, 508b)

       En cuanto Dios es acto de todas las cosas, y las aumenta, se llama bien; en cuanto, según las posibilidades de cada una, las hace despiertas, vivaces, dulces y gratas, y tan espirituales cuanto puedan serlo, se llama belleza. En cuanto inclina las tres potencias del alma: mente, vista y oído, hacia los objetos que deben ser conocidos, se llama hermosura. Y en cuanto, estando en la potencia que es apta para conocer, vincula dicha potencia con la cosa conocida, se llama verdad.

       Finalmente, como bien, crea y rige, y da a las cosas perfección; como belleza, las ilumina, y les confiere gracia.


CAPÍTULO III

Cómo la belleza es esplendor de la bondad divina y cómo Dios es centro de cuatro círculos

      Y no sin un propósito los antiguos teólogos colocaron la bondad en el centro; y en el círculo la belleza. Digo por cierto la bondad en un centro; y en cuatro círculos la belleza. El único centro de todas las cosas es Dios. Los cuatro círculos que en torno a Dios giran continuamente son la mente, el alma, la naturaleza y la materia. La mente angélica es un círculo estable; el alma, móvil por sí misma. La naturaleza se mueve en otros, pero no por otros; la materia no sólo en otros, sino también por otros es movida.

       Mas ahora declararemos por qué a Dios nosotros lo llamamos centro, y por qué círculos a los otros cuatro. El centro es un punto del círculo, estable e indivisible; en donde muchas líneas divisibles y móviles van a su circunferencia en forma semejante. Esta circunferencia, que es divisible, no gira de otra manera en torno al centro, sino como un cuerpo redondo sobre un eje. Y es tal la naturaleza del centro que, aunque sea uno, indivisible y estable, sin embargo se encuentra en cada parte de muchas, más bien, de todas las líneas móviles y divisibles: puesto que en cada parte de cada línea está el punto.

       Pero, como ninguna cosa puede ser tocada sino por su semejante, las líneas que van de la circunferencia hacia el centro no pueden tocar ese punto, sino con uno solo de sus puntos igualmente simple, único e inmóvil. ¿Quién negará que sea justo llamar a Dios el centro de todas las cosas? Considerando que es en todas las cosas del todo único, simple e inmóvil; y que todas las cosas que son producidas por él son múltiples, compuestas y de algún modo móviles; y como ellas salen de él, así también a semejanza de líneas o de circunferencias a él retoman. De tal modo la mente, el alma, la naturaleza y la materia, que de Dios proceden, se esfuerzan por igual de retornar hacia él; y desde todas partes con todo esmero lo circundan.

       Y así como el centro se encuentra en cada parte de las líneas, y a la vez en todo el círculo; y todas las líneas tocan por uno de sus puntos el punto que está en el medio del círculo; de la misma manera Dios, que es el centro de todas las cosas, unidad simplísima y acto purísimo, se pone a sí mismo en todas las cosas. No solamente por la razón de que está presente en todas ellas, sino también porque a todas las cosas creadas por él les ha dado alguna intrínseca parte y potencia simplísima y excelentísima, que se llama la unidad de las cosas; misma de la cual y hacia la cual, como desde su centro y hacia su propio centro, dependen y tienden todas las potencias y partes de cada parte.

       Y ciertamente es necesario que las cosas creadas se recojan ante su propio centro, y ante su propia unidad, y que se acerquen a su Creador: a fin de que, por su propio centro, se acerquen al centro de todas las cosas. La mente angélica primero se eleva en su supereminencia y en su propio vértice antes de lograr elevarse a Dios; y de manera semejante obran el alma y las demás cosas. El círculo del mundo que nosotros vemos, es imagen de los círculos que no se ven, o sea los de la mente, del alma y de la naturaleza; ya que los cuerpos son sombras y vestigios del alma y de las mentes. Las sombras y los vestigios representan la figura de aquello de lo que son vestigios y sombras. Es ésta la razón por la que aquellas cuatro cosas justamente son llamadas cuatro círculos.

       Pero la mente es un círculo inmóvil: porque tanto su obra como su sustancia son siempre las mismas, ya que siempre de un mismo modo entiende, y quiere siempre las mismas cosas. Y a veces podemos llamar móvil a la mente por una sola razón: porque al igual que todas las demás cosas, de Dios procede, y hacia él mismo se vuelve en su retorno. El alma del mundo, y cualquier otra alma es un círculo móvil: porque por su naturaleza no conoce sin discurso, ni actúa sin transcurso de tiempo: y el discurrir de una cosa a otra y la operación temporal, sin lugar a dudas se llaman movimiento.

       Y si alguna estabilidad hay en el conocimiento del alma, más bien es para beneficio de la mente, que por naturaleza del alma. También la naturaleza se dice que es un círculo móvil. Cuando nosotros decimos alma, según el uso de los antiguos teólogos entendemos la potencia que está puesta en la razón y en el sentido del alma. Cuando decimos naturaleza, entendemos la fuerza del alma apta para engendrar. A esa virtud que existe en nosotros la llamaron propiamente el hombre: a esta otra, ídolo y sombra del hombre. A esta virtud del engendrar se le llama ciertamente móvil, porque termina su obra en un espacio de tiempo. Y en esto es diferente de aquella propiedad del alma, pues el alma se mueve por sí misma y en sí misma; por sí, digo, porque ella es principio de movimiento; también en sí, porque en la sustancia del alma reside la operación de la razón y del sentido; y de éste no resulta necesariamente en el cuerpo efecto alguno.

       Pero aquella potencia del engendrar, la cual llamamos naturaleza, por sí se mueve, siendo una cierta potencia del alma, la cual se mueve por sí misma. Dícese también que se mueve en otros, porque cada operación suya se termina en el cuerpo, alimentando, aumentando y engendrando el cuerpo. Mas la materia corporal es círculo que se mueve por otros y hacia otros. Por otros, digo, porque es puesta en movimiento por el alma; hacia otros, digo, porque se mueve en términos de espacio.

       Con lo que ya podemos abiertamente entender por qué razón los antiguos teólogos ponen la bondad en el centro y la belleza en el círculo. La bondad de todas las cosas es un Dios único, por el cual todas son buenas; la belleza es el rayo de Dios, infundido en esos cuatro círculos que giran en torno a Dios. Este rayo pinta en los cuatro círculos todas las especies de todas las cosas; y nosotros llamamos a esas especies, en la mente angélica, ideas; en el alma, razones; en la naturaleza, simientes; y en la materia, formas. Ésta es la razón por la que, en cuatro círculos, cuatro esplendores aparecen: el esplendor de las ideas, en el primero; el esplendor de las razones, en el segundo; el esplendor de las simientes, en el tercero; y el esplendor de las formas en el último.


CAPÍTULO IV

Cómo se expresa Platón acerca de las cosas divinas

       Este misterio quiso dar a entender Platón, en la epístola al rey Dionisio, cuando afirmó que Dios es la causa de todas las cosas bellas; casi como si dijese que Dios es el principio de toda la belleza. Y dijo así:

       Alrededor del Rey universal están todas las cosas, y por causa de él existen todas. Él es causa de todas las cosas bellas. Las segundas están alrededor del segundo, las terceras alrededor del tercero. El alma del hombre desea entender cuáles son esas cosas, mirando hacia las que están más próximas a él: pero entre ellas ninguna es suficiente. Mas alrededor del Rey, y de las cosas que dije, no hay ninguna que sea semejante; y el alma habla de lo que existe después de esto.

       Ese texto se explica de este modo.

       Alrededor del Rey. Significa no dentro del Rey, sino fuera del Rey, porque en Dios no hay composición alguna; y lo que significa esta palabra alrededor, Platón lo expone cuando agrega todas las cosas son por causa de él; y él es causa de todas las cosas bellas; como si dijese así: alrededor del Rey universal están todas las cosas: porque a él, como a su fin, todas se dirigen por naturaleza; puesto que por él, como principio, son producidas. De todas las cosas bellas, esto es, de toda la belleza, la cual resplandece en los círculos antes mencionados. Pues las formas de los cuerpos se reconducen a Dios por las semillas; las semillas por las razones; las razones por las ideas; y con los mismos grados son producidas por Dios. Y precisamente cuando él dice todas las cosas, quiere decir las ideas: porque en éstas se encuentra comprendido todo lo demás.

       Las segundas alrededor del segundo, las terceras alrededor del tercero. Zoroastro planteó que son tres los principios del mundo, señores de tres órdenes: Ormuz, Mitra, y Ahrimán; a los cuales Platón llama Dios, mente, alma; y esos tres órdenes puso en las especies divinas, o sea ideas, razones y semillas. Las primeras pues, o sea las ideas, alrededor del primero, o sea de Dios; porque por Dios son dadas a la mente, y la reducen a Dios mismo; las segundas alrededor del segundo, o sea las razones alrededor de la mente, porque pasan por la mente hacia el alma, y enderezan el alma a la mente; las terceras alrededor del tercero, o sea las semillas de las cosas alrededor del alma; porque mediante el alma pasan a la naturaleza, por la que se entiende la potencia generativa; y asimismo vinculan la naturaleza al alma. En el mismo orden, de la naturaleza las formas descienden a la materia.

       Empero, Platón no considera las formas en el orden mencionado. Porque habiéndolo Dionisio rey interpelado sólo sobre las cosas divinas, él adujo que son tres los órdenes que pertenecen a las especies incorpóreas, como órdenes divinos; y dejó a un lado las formas de los cuerpos. Asimismo, no quiso Platón llamar a Dios primer rey, sino Rey universal; porque si lo hubiese llamado primero, quizá parecería que lo colocaba en alguna especie de número e igualdad de condición, junto con los siguientes regidores. Y no dijo: alrededor de él están las primeras cosas, sino: todas. A fin de que no creyésemos que Dios es gobernador de un cierto orden, y no del universo entero.

       El alma del hombre desea entender cuáles son esas cosas. Sabiamente, después de los tres esplendores de la divina belleza, los cuales resplandecen en los tres círculos, indujo Dios el Amor del alma hacia ellos: porque de allí el ardor del alma se enciende. Conveniente cosa es que el alma divina desee las cosas divinas.

       Mirando hacia aquellas cosas que están más próximas a él. El conocimiento humano comienza por los sentidos, y por esto a partir de las cosas más sobresalientes que nosotros vemos en los cuerpos, a menudo solemos formular un juicio sobre las divinas. Por las fuerzas de las cosas corporales investigamos la potencia de Dios; por el orden que guardan, su sapiencia; por la utilidad que tienen, su bondad divina. Platón llamó a las formas de los cuerpos, próximas al alma; porque estas formas están colocadas en el siguiente grado después del alma.

       Entre las cuales ninguna es suficiente: se entiende pues que estas formas, ni son suficientes, ni nos demuestran con suficiencia las divinas; puesto que las verdaderas cosas son las ideas, las razones y las semillas. Al contrario, las formas de los cuerpos son más bien sombras de las cosas verdaderas, que verdaderas cosas; y así como la sombra del cuerpo no muestra la figura del mismo de manera clara, así los cuerpos no muestran la naturaleza propia de las sustancias divinas.

       Mas al rededor del Rey, y de las cosas que yo dije, no hay ninguna semejante: porque las naturalezas mortales y falsas no son precisamente semejantes a las inmortales y verdaderas.

       Y el alma habla de aquello que está después de esto. Esto se entiende en el sentido que el alma, mientras juzga las naturalezas divinas mediante las mortales, falsamente habla de las divinas; y no se refiere a las divinas, sino a las mortales.


CAPITULO V

Cómo la belleza de Dios por todas partes resplandece y se le ama

       Y para que nosotros en pocas palabras comprendamos mucho, el bien es la supereminente esencia de Dios, la belleza es un cierto acto, o bien rayo, que de allí penetra por todas partes: primero en la mente angélica; después en el alma del universo y en las otras almas; y en tercer lugar en la naturaleza; y en cuarto en la materia de los cuerpos.

       Y este rayo adorna la mente con el orden de las ideas; llena el alma con el orden de las razones; fortifica la naturaleza con semillas y viste la materia de formas.

       Y de la misma manera como un mismo rayo de sol ilumina cuatro cuerpos: fuego, aire, agua y tierra; así también un solo rayo de Dios ilumina la mente, el alma, la naturaleza y la materia. Y quienquiera que en estos cuatro elementos mire la luz, ve ese rayo de sol, y por él se torna a considerar la luz superna del sol. Así, todo aquel que considere el ornamento en estos cuatro elementos: mente, alma, naturaleza y cuerpo, y que ame ese ornamento, ciertamente ve y ama en ellos el fulgor de Dios, y mediante ese fulgor también ve y ama a Dios.

 

CAPITULO VI

De las pasiones de los amantes

       De aquí que el ímpetu del amador no se apaga por vista o tacto de cuerpo alguno; porque no desea este cuerpo o aquél; sino que desea el esplendor de la majestad superna, que refulge en los cuerpos: y ante él se asombra. Por la cual cosa los amantes no saben lo que desean, o lo que buscan, porque no conocen a Dios; cuyo oculto sabor puso en sus obras un dulcísimo olor de sí; olor por el cual son incitados sin cesar.

Y percibimos este olor, pero no percibimos su sabor. Por lo que nosotros, alimentados por el olor manifiesto, apetecemos el sabor escondido, y no sabemos qué es lo que deseamos.

       También de esto deriva el que los amantes sientan temor o reverencia ante la vista de la persona amada; y esto les acontece inclusive a hombres fuertes y sabios en presencia de la persona amada, aunque ésta sea muy inferior.

       Ciertamente, no es cosa humana la que espanta, invade y quebranta, porque la fuerza humana en los hombres más fuertes y sapientes, es siempre más excelente. Sino que aquel fulgor de la divinidad, que resplandece en un cuerpo hermoso, constriñe a los amantes a asombrarse, temer y venerar a dicha persona, como a una estatua de Dios.

      Y por la misma razón el amador desprecia, por la persona amada, riquezas y honores. Es justo y debido que las cosas divinas se antepongan a las humanas. Y acontece también, frecuentemente, que el amante desee transferirse en la persona amada; y con razón. Porque mediante este acto apetece y esfuérzase por convertirse de hombre en Dios. ¿O quién es aquel que no quiera ser Dios, más que hombre? Y acontece también que aquellos que son presa del lazo de Amor, alguna vez suspiran, alguna vez se alegran. Suspiran, porque se abandonan a sí mismos y se destruyen; y se alegran, porque en mejor objeto se transfieren.

       Sienten, en forma alterna, los amantes, ora calor, ora frío, a ejemplo de aquellos que padecen de las fiebres tercianas. Con razón sienten frío quienes su propio calor pierden.

      Y también sienten calor, al ser encendidos por el fulgor del superno rayo. De frigidez nace timidez; de calidez nace audacia; por esto, los enamorados en ocasiones son tímidos, y en otras son audaces. Además, los hombres de ingenio tardo, cuando aman devienen muy agudos. ¿Cuál será la mirada que por virtud de un celeste rayo no vea?

       Baste el haber tratado hasta aquí de la definición del Amor, y de la hermosura, que es su origen, y de las pasiones de los amantes.

CAPÍTULO VII

De los dos géneros de Amor y de las dos Venus

       Ahora disputaremos brevemente de los dos géneros de Amor. Pausanias afirma, siguiendo a Platón, que el Amor es compañero de Venus; y que son tantos los Amores cuantas son las Venus; y narra que hay dos Venus acompañadas por dos Amores. Una de las dos Venus es celeste, la otra, vulgar; y que la celeste ha nacido sólo del cielo, sin la intervención de ninguna madre, y que la vulgar ha nacido de Júpiter y de Dion.

       Los platónicos llaman al sumo Dios, cielo. Porque como el cielo contiene a todos los otros cuerpos, así Dios contiene a todos los espíritus. Y llaman a la mente angélica por varios nombres: a veces Saturno, a veces Júpiter, y en otras ocasiones Venus. Puesto que la mente angélica es, y vive, y entiende, a su esencia la llaman Saturno; a su vida, Júpiter; a su inteligencia, Venus. Además de esto, de manera semejante llaman Saturno al alma del mundo, y también Júpiter y Venus. En cuanto entiende las cosas supremas, se llama Saturno; en cuanto mueve los cielos, Júpiter, y en cuanto engendra las cosas inferiores, se llama Venus.

       La primera Venus que hemos nombrado, que está en la mente angélica, se dice que ha nacido del cielo y sin madre; porque la materia es llamada madre por los físicos; y la mente es ajena a la materia corporal. La segunda Venus, que radica en el alma del mundo, ha sido engendrada por Júpiter y por Dion; por Júpiter, esto es, por la virtud del alma mundana; la cual virtud mueve los cielos; puesto que tal virtud ha creado la potencia que engendra las cosas inferiores. Dicen los platónicos también que esa Venus tiene madre, pues encontrándose infundida en la materia del mundo, parece que se acompaña por la materia.

       Finalmente, para resumir, Venus es de dos tipos: una es aquella inteligencia que hemos colocado en la mente angélica; la otra es la fuerza generadora que se atribuye al alma del mundo. Tanto la una como la otra tienen al Amor por semejante, y por acompañante. Porque la primera es llevada por Amor natural a considerar la belleza de Dios; la segunda es llevada, también por su Amor, a crear la divina belleza en los cuerpos mundanos. La primera abraza primeramente en sí misma el esplendor divino; después lo trasfunde a la segunda Venus. Esta segunda, a su vez, trasfunde en la materia del mundo los destellos del esplendor que ha recibido. Por la presencia de estos destellos, todos los cuerpos del mundo, según su capacidad, resultan bellos.

       Esta belleza de los cuerpos el alma del hombre la aprehende por los ojos; y esta alma tiene dos potencias en sí: la potencia de conocer, y la potencia de engendrar. Estas dos potencias son en nosotros dos Venus; las cuales están acompañadas por dos Amores. Cuando la belleza del cuerpo humano se representa a nuestros ojos, nuestra mente, la cual es en nosotros la primera Venus, concede reverencia y Amor a dicha belleza, como a imagen del divino ornamento; y por ésta, muchas veces se despierta hacia aquél. Además de esto, la potencia del engendrar, que es en nosotros la segunda Venus, apetece engendrar una forma semejante a ésta. De manera que en ambas potencias existe el Amor: el cual en la primera es deseo de contemplar, y en la segunda es deseo de engendrar belleza. Tanto el uno como el otro Amor es honesto, y ambos persiguen una divina imagen.

       Ahora bien, ¿qué es lo que Pausanias vitupera en el Amor? Yo os lo diré. Si alguien, por gran avidez de engendrar, pospusiese la contemplación, o verdaderamente atendiese a la generación de modo indebido, o en verdad antepusiese la hermosura del cuerpo a la del alma, no usaría correctamente la dignidad de Amor; y este uso perverso es el que Pausanias vitupera. Por cierto, todo aquel que usa rectamente del Amor, alaba la forma del cuerpo; pero por sobre de él considera una belleza más excelente en el alma, en el ángel y en Dios; y aquélla con más fervor desea. Y hace uso, en tanto, del oficio de la generación, en cuanto el orden natural y las leyes impuestas por los prudentes nos lo dictan. De estas cosas trata Pausanias prolijamente.


CAPÍTULO VIII

Exhortación al Amor, y disputa del Amor unívoco y del mutuo

      Mas yo, oh amigos, os aliento y ruego, que con todas las fuerzas abracéis el Amor, que sin duda es cosa divina. Y no os asuste lo que de un cierto amante dijo Platón, el cual, viendo a un amante, dijo: ese amador es un alma muerta en su propio cuerpo, y en el cuerpo del otro, viva. Ni tampoco os asuste lo que de la amarga y miserable suerte de los amantes canta Orfeo. Yo os diré cómo se tiene que entender ésta, y cómo se puede remediarla. Mas os ruego que me escuchéis atentamente.

       Platón llama amargo al Amor; y no sin razón, porque todo aquel que ama, muere amando; y Orfeo llama al Amor un fruto dulce amargo. Siendo el Amor una muerte voluntaria, en cuanto es muerte, es cosa amarga; y en cuanto voluntaria, es dulce. Muere, amando, todo aquel que ama; porque su pensamiento, olvidándose de sí mismo, a la persona amada se dirige. Si no tiene pensamiento para sí mismo, ciertamente no piensa en sí; y por esto tal alma no opera en sí misma; aunque la principal acción del alma sea el pensar.

       Aquel que no actúa en sí, no está en sí: porque estas dos cosas, o sea el ser y el actuar, entre sí se equiparan. No existe el ser sin el actuar; y el actuar no excede al ser; no actúa alguien donde no hay nadie, y donde quiera que existe alguien, allí actúa. De tal manera que no está en sí misma el alma del amante, desde el momento que en sí no actúa. Si él no está en sí, tampoco vive en sí mismo; quien no vive está muerto, y por esto está muerto en sí mismo todo aquel que ama; o al menos vive en otro.

       Sin duda dos son las especies de Amor: el uno es unívoco; el otro, recíproco. El Amor unívoco es aquel en que el amado no ama al amante. Aquí en todo el amante está muerto, porque no vive en sí, como hemos demostrado, y no vive en el amado, siendo por él despreciado. Por tanto, ¿dónde vive? ¿Vive en el aire, en el agua, en el fuego, o en la tierra, o en cuerpo de animal bruto? No, porque el alma humana no vive en otro cuerpo que no sea humano. ¿Acaso vive en algún otro cuerpo de persona no amada? Aquí tampoco. Ya que si no vive donde vehementemente desea vivir, mucho menos vivirá en cualquier otra parte. Así que en ningún lugar vive quien a otro ama, y no es amado por ese otro: y por esto enteramente está muerto el no amado amante. Y nunca resucita, si antes el enojo no lo hace resucitar.

       Pero allí donde el amado responde en el Amor, el amante, apenas está en el amado, vive. Aquí acontece una cosa maravillosa, cuando dos se aman mutuamente: él en éste, y éste en aquél vive. Ellos se corresponden de manera recíproca, y cada uno se entrega al otro, para recibir al otro. Y de qué modo ellos se entregan, se ve porque de sí se olvidan: mas no está tan claro cómo reciben al otro. Porque quien no se tiene a sí mismo, mucho menos puede poseer al otro. Antes bien, tanto el uno como el otro se tienen a sí mismos y al mismo tiempo al otro, porque este último se tiene a sí mismo, pero en aquél; en tanto que aquél se posee a sí mismo, pero en éste. Ciertamente mientras que yo te amo a ti, que me amas a mí, yo en ti, que piensas en mí, me hallo a mí mismo; y yo, por mí mismo despreciado, en ti que me cuidas me recupero. Y tú haces otro tanto conmigo.

       Esto también me parece maravilloso: puesto que, desde el momento en que yo me perdí a mí mismo, si por ti me recupero, por ti me tengo a mí mismo. Si por ti yo me tengo a mí, yo te tengo a ti antes, y más que a mí; y estoy más próximo a ti que a mí. Ya que yo no me acerco a mí mismo por otro medio que no sea por ti.

       En esto la virtud de Cupido difiere de la fuerza de Marte. Porque el imperio y el Amor son muy diferentes. El emperador posee a otro para sí mismo; y el amador por otro se recupera a sí mismo; y tanto el uno como el otro, ambos amantes se alejan de sí mismos, y al mismo tiempo cada uno de ellos se aproxima al otro; y muerto en sí mismo, en el otro resucita. Una tan sólo es la muerte en el Amor recíproco: las resurrecciones son dos, porque quien ama, muere una vez en sí, cuando se entrega; y resucita de inmediato en el amado, cuando el amado lo recibe con ardiente pensamiento; resucita de nuevo cuando en el amado finalmente se reconoce, y no duda ser amado.

       ¡Oh feliz muerte aquella, a la que siguen dos vidas! ¡Oh maravilloso trueque aquel, en el que el hombre se da a sí mismo por otro, y tiene a otro, y no se pierde a sí mismo! ¡Oh inestimable ganancia, cuando de tal manera dos llegan a ser uno solo, que cada uno de ambos, gracias al otro, se convierte en dos! y, como redoblado, aquel que tenía una vida, mediante una sola muerte ahora tiene dos vidas; puesto que aquel que, habiendo una vez muerto, resurge dos veces, sin duda por una vida adquiere dos vidas; y por su propio ser, dos seres.

       Manifiestamente en el Amor recíproco se ve una justísima venganza. Al homicida se le debe castigar con la muerte; ¿y quién negara que aquel que es amado es homicida? Lo es, ya que separa el alma del amante. ¿Y quién negará que él muere de manera semejante? puesto que de semejante modo él ama al amante. He aquí una restitución muy debida: ya que éste a aquél, y aquél a éste devuelve el alma que antes le quitó. Tanto el uno como el otro, al amar, entregan la suya; y amando, con la suya devuelven el alma al otro. Por lo cual con razón debe brindar Amor quienquiera que sea amado. Y quien no ama al amante, incurre en la culpa de homicidio; antes bien, es ladrón, homicida y sacrílego. La riqueza es poseída por el cuerpo; y el cuerpo por el alma; así que quien rapta el alma, que a su vez posee el cuerpo y la riqueza, rapta al mismo tiempo el alma, el cuerpo y la riqueza; he ahí la razón por la que como ladrón, homicida y sacrílego débese condenar a tres muertes. Y como infame e impío, puede sin castigo por quienquiera ser ejecutado; si antes él mismo no cumple espontáneamente la ley; y esto es, que ame a su amante. Y haciéndolo así, con aquel que una vez ha muerto, igualmente una vez muere; y con aquel que dos veces resucita, también él resucita dos veces.

       Por las razones mencionadas hemos demostrado que el amado debe amar a su amante. Y además, también se demuestra que no solamente debe, sino que está obligado a hacerlo. El Amor nace de semejanza; la semejanza es una cierta cualidad, la misma en varios sujetos; por ende, si yo soy semejante a ti, tú, por necesidad, eres semejante a mí. Y por ende, la misma semejanza que me constriñe a amarte, te constriñe a amarme. Además de esto, el amador se quita a sí mismo, y se da al amado, y en consecuencia se vuelve pertenencia del amado. Así, el amado cuida de aquél como de cosa suya; porque a cada cual le son muy caras sus pertenencias. A esto hay que agregar que el amante esculpe la figura del amado en su alma. Entonces, el alma del amante llega a ser casi un espejo, en el que luce la imagen del amado. Por lo que, cuando el amado se reconoce a sí mismo en el amante, se ve obligado a amarlo.

       Consideran los astrólogos que el Amor resulta verdaderamente recíproco entre aquellos en cuyos natalicios se intercambian los lugares del sol y de la luna; como si, al nacer yo, se encontrase el sol en Aries y la luna en Libra; y al nacer tú, el sol estuviese en Libra y la luna en Aries; o si acaso tuviésemos en el ascendente un mismo y similar signo, o bien un mismo o semejante planeta, o que benignos planetas de manera semejante contemplasen el ángulo oriental; o que Venus estuviese colocada en la misma casa y en el mismo grado. Los platónicos agregan a éstos, aquellos cuya vida es gobernada por un mismo demonio.

       Los físicos y los filósofos morales quieren que la similitud de la complexión, de la crianza, de la erudición, de las costumbres y de los pareceres sean causas de semejantes afectos. Finalmente, aquí se descubre que mayormente se intercambia el Amor allí donde más causas concurren juntas; y donde concurren todas, se ven surgir los afectos de Pitias y Damón, y los de Pílades y Orestes.


CAPITULO IX

Qué buscan los amantes

      ¿Pero qué buscan los amantes, cuando en forma recíproca se aman? Buscan la hermosura; el Amor es deseo de gozar de la hermosura, o sea de la belleza.

       La belleza es un cierto esplendor que arrebata hacia sí el alma humana. La belleza del cuerpo no es otra cosa que esplendor en el ornamento de colores y líneas; la belleza del alma es fulgor en la consonancia de conocimientos y costumbres; esa luz del cuerpo no es conocida por los oídos, nariz, gusto o tacto, sino por los ojos. Si los ojos la conocen, ellos solos la gozan; tan sólo, pues, los ojos gozan de la belleza corporal. Y siendo el Amor deseo de gozar belleza, y conociéndose ésta únicamente por los ojos, el amador del cuerpo está contento sólo con ver; de manera que la concupiscencia del tacto no forma parte del Amor, ni constituye un afecto del amante, sino que es una especie de lascivia y perturbación propia de hombre servil. Además, la luz del alma sólo la comprendemos a través de la mente; de donde, quien ama la belleza del alma, sólo se contenta con la contemplación mental. Finalmente, la belleza entre los amantes se intercambia por belleza.

       El hombre maduro goza con los ojos la belleza del más joven; y el más joven goza con la mente la belleza del mayor. Y aquel que sólo es bello en el cuerpo, llega por esta costumbre a ser bello en el alma; y aquel que sólo tiene bella el alma, llénase los ojos de belleza corporal. Este es un intercambio maravilloso entre el uno y el otro, honesto, útil y gozoso; la honestidad en ambos es igual; porque lo mismo es honestidad el aparecer y el enseñar. En el más viejo hay mayor goce, pues obtiene su delectación de la vista y del intelecto. En el joven es mayor la utilidad; ya que cuanta mayor prestancia tiene el alma que el cuerpo, tanto más valiosa es la adquisición de la belleza intelectual que de la corporal.

       Hasta aquí hemos expuesto el discurso de Pausanias; y a continuación expondremos el discurso de Erisímaco.



DISCURSO IV

CAPITULO I

Donde se propone el texto de Platón sobre la antigua naturaleza de los hombres

       Dichas estas palabras, nuestro familiar puso fin a su discurso; y después de él siguió Cristófano Landino, hombre docto en modo sobresaliente; al que hemos reconocido como un digno poeta órfico y platónico de nuestros tiempos. Él siguió de este modo, aclarando la oscura y complicada sentencia de Aristófanes.

        Si bien Giovanni Cavalcanti, cuidando la medida de su disputación, nos ha librado en parte de tratar largamente nada menos que la sentencia de Aristófanes, ésta, por ser intrincada con oscurísimas palabras, requiere de algún otro esclarecimiento y de más luz.

        Aristófanes dijo que el Amor era, por sobre todos los dioses, benéfico para el género humano, curador, tutor, y médico. En primer lugar, es necesario narrar cuál fue en un principio la naturaleza de los hombres y cuáles sus pasiones. En aquel tiempo no era tal como es ahora, sino muy diferente; al principio hubo tres géneros de hombres, no solamente varón y hembra, como ahora; sino un tercer género formado por una mezcla de ambos. Y la forma de cualquier hombre estaba entera, y tenía redonda la espalda y los lados en círculo, y tenía cuatro manos y cuatro piernas; también dos rostros puestos sobre el redondo cuello, semejantes el uno al otro. Y el género masculino nació del sol; y el femenino de la tierra; y el compuesto, de la luna. De aquí que fueran de ánimo soberbio y cuerpo robusto. Así que emprendieron la hazaña de combatir con los dioses y querer subir al cielo; y por esto Júpiter cortó por la mitad a cada uno de ellos en sentido longitudinal, y de uno hizo dos, a manera de aquellos que parten el huevo cocido con un cabello, de arriba abajo. Y amenazolos que si de nuevo se ensoberbecían contra Dios, los partiría una vez más del mismo modo.

       Desde el momento en que la naturaleza humana fue dividida, cada uno deseaba recuperar su otra mitad; y por esto corrían a encontrarse, y echándose los brazos uno al otro se abrazaban anhelando reintegrarse a su forma original.

       Y ciertamente por hambre y desidia hubieran muerto, si Dios no hubiese encontrado un modo para tal cópula. De aquí nació el Amor recíproco entre los hombres, conciliador de su antigua naturaleza, esforzándose de hacer uno de dos, y medicar el caso humano. Cada uno de nosotros es un medio hombre, casi cortado como aquellos peces que se llaman dorada; que, bien cortados por la mitad en sentido longitudinal, de un pez quedan dos peces vivos. Cada hombre busca su mitad; y cuando sucede que la encuentra, no importa cuál sexo apetezca, se resiente fuertemente; y con ardiente Amor se enciende como yesca, y no soporta ni un momento separarse de él. Así que el ardiente deseo de restaurar la totalidad se llama Amor; el que en el tiempo presente nos ayuda mucho volviendo a cada quien grandemente amigo de su propia mitad; y nos brinda suma esperanza para el tiempo futuro; que si rectamente honramos a Dios, nos restituirá de nuevo la figura antigua, y así curándonos nos hará bienaventurados.


CAPITULO II

Cómo se expone la opinión de Platón en torno a la figura de los hombres

       Aristófanes narra estas cosas y muchas otras muy monstruosas; bajo las cuales, como velos, hay que pensar que se esconden misterios divinos. Era costumbre de los antiguos teólogos cubrir con umbráculos de figuras sus sagrados secretos, a fin de que no fuesen mancillados por los hombres impuros; pero no pensemos por esto, que todas las cosas que están escritas en las figuras antiguas, o en las otras, se apeguen todas tan exactamente al sentido. También Aurelio Agustín decía que no hay que pensar que todas las cosas que en las figuras están representadas, tengan todas por eso mismo un significado; porque se les suelen agregar muchas cosas útiles sólo al orden y la conexión de las que allí se representan. La tierra se hiende solamente con el arado: pero para poder hacer tal cosa, se agregan al arado los otros miembros necesarios. Ésta, pues, es la suma de aquello que se nos propuso exponer.

       Antiguamente los hombres tenían tres sexos: masculino, femenino y compuesto; y eran hijos del sol, la tierra y la luna, respectivamente. Entonces los hombres estaban enteros; pero queriendo por su soberbia igualarse con Dios, fueron divididos en dos; y de nuevo serán divididos, si una vez más los asalta la soberbia. Después que fueron separados, cada una de las mitades fue atraída por Amor hacia la otra mitad, para restaurar el entero; y cuando éste sea restaurado, la estirpe humana será dichosa.

       La suma de nuestra exposición será ésta. Los hombres, o sea las almas de los hombres; antiguamente, o sea cuando fueron por Dios creadas; están enteros, porque las almas son dotadas de dos luces, natural y sobrenatural; para que considerasen por la natural las cosas iguales e inferiores, y por la espiritual las superiores. Quiérense igualar con Dios, mientras que se valieron sólo de la luz natural. Y aquí fueron separados, perdiendo el esplendor sobrenatural, pues sólo al natural se volvieron; por lo que de inmediato se sumen en los cuerpos. Si de nuevo se ensoberbecen, de nuevo serán separados, por lo cual se entiende que, si demasiado se confían en el ingenio natural, de nuevo su luz natural se apagará en parte.

       Tres sexos tenían, las almas masculinas nacidas del sol, las femeninas de la tierra, las mixtas de la luna; o sea que según el fulgor divino, algunas almas recibieron la fortaleza, la cual es masculina; algunas, la temperancia que es hembra; y algunas, la justicia, que es compuesta. Estas tres virtudes son prohijadas por otras tres virtudes que posee Dios. Pero aquellas tres en Dios se llaman sol, luna y tierra; en nosotros varón, hembra y compuesto. Después que fueron divididos, una mitad fue atraída hacia la otra mitad; una vez divididas y sumidas en los cuerpos, algunas almas, cuando sus años llegan a la edad del discernimiento, por la temperancia, que es hembra, según la luz natural que conservan, son estimuladas, casi por una mitad del alma, a recuperar con estudio de verdad aquella luz sobrenatural, que antes fue la otra mitad del alma; misma que perdieron al caer. Y cuando la hayan recibido, estarán enteras; y en la visión de Dios serán bienaventuradas.
Ésta será la suma de la presente exposición.


CAPITULO III

Que el hombre es esa alma, y que el alma es inmortal

      El cuerpo está compuesto de materia y de cantidad; y a la materia pertenece el recibir; y a la cantidad pertenece el ser dividida y extendida; y la recepción y división son actos pasivos. Y por eso el cuerpo está sujeto por su naturaleza solamente a padecimientos y corrupción. Así que, si alguna acción parece que convenga al cuerpo, éste no actúa en cuanto cuerpo; sino en cuanto hay en él una cierta fuerza y cualidad casi incorporal. Como en la materia del fuego existe el calor, y en la materia del agua existe el frío, en nuestro cuerpo existe la complexión, por cuyas cualidades nacen las acciones de los cuerpos; porque el fuego no calienta por ser largo, ancho y profundo; sino porque es caliente. Y no calienta más el fuego que se encuentra más extendido; sino el que es más caliente.

       Como se actúa en virtud de las cualidades, y las cualidades no están compuestas de materia y de cantidad, se sigue que el padecer pertenece al cuerpo, y el hacer pertenece a cosa incorporal.

      Estas cualidades son instrumentos para actuar; pero por sí mismas no son suficientes para la acción; porque no son suficientes para ser por sí mismas. Ya que aquello que se apoya en otros, y no puede sostenerse por sí mismo, sin duda depende de otros. Y por esto acontece que las cualidades, mismas que son necesariamente sostenidas por el cuerpo, son además hechas y regidas por alguna sustancia superior, la cual no es cuerpo, ni reside en el cuerpo. Y ésta es el alma, que, estando presente en el cuerpo, se sostiene a sí misma, y da al cuerpo cualidad y complexión; y por medio de estos dos elementos, como por instrumentos, realiza en el cuerpo y por el cuerpo, varias operaciones.

A causa de esto se dice que el hombre engendra, se nutre, crece, corre, está en reposo, se sienta, habla, edifica las obras de las artes, siente, entiende; pues todas estas cosas hace el alma. Así, el alma es el hombre. Y cuando decimos que el hombre engendra, crece y se nutre, entonces el ánimo, como padre y artífice del cuerpo, genera las partes corporales, las nutre y aumenta. Y cuando decimos que el hombre está parado, se sienta, habla, entonces el alma sostiene, dobla y voltea los miembros del cuerpo. Y cuando decimos que el hombre fabrica y corre, entonces es que el alma tiende las manos y agita los pies, como a ella le agrada. Si decimos que el hombre escucha, es que el alma, por los instrumentos de los sentidos, casi como por ventanas, conoce los cuerpos externos. Si decimos que el hombre entiende, el alma por sí misma busca la verdad sin instrumento corporal.

Así pues, es el alma que hace todas las cosas que decimos que hace el hombre; y el cuerpo las padece, porque el hombre sólo es alma, y el cuerpo es obra e instrumento del hombre; en especial porque el alma sin instrumento de cuerpo ejerce su acción principal, que es el comprender. Puesto que entiende cosas incorporales, y por el cuerpo no se pueden conocer otras cosas sino las corporales.

       Por tanto el alma, como actúa por sí misma, ciertamente por sí misma es y vive. Vive, digo, sin el cuerpo, lo que sin el cuerpo puede actuar de alguna forma. Si el alma es por sí misma, es justo que le sea conveniente un tipo de ser no común al cuerpo, y por esto sólo a ella puede atribuírsele el nombre de hombre sin que lo comparta con el cuerpo; y ese nombre, porque se dice de cualquiera de nosotros toda la vida, siendo cada uno llamado hombre a una cierta edad, en verdad parece que se refiere a algo estable. Mas el cuerpo no es cosa estable, porque creciendo y menguando, y por disolución y alteración continua, cambia; mientras que el alma es siempre la misma, según nos lo enseña la asidua investigación de la verdad, la perpetua voluntad de bien y la firme conservación de la memoria. ¿Quién será, pues, tan necio, que la apelación de hombre, la cual es en nosotros muy firme, la atribuya al cuerpo, que corre siempre, y no más bien al alma, que siempre está firme? De aquí puede quedar manifiesto que, cuando Aristófanes nombró a los hombres, quiso decir nuestras almas, según el uso platónico.


CAPITULO IV

Que el alma fue creada con dos luces, y por qué llegó al cuerpo con dos luces

      De inmediato el alma creada por Dios, por un cierto instinto natural se vuelve a su padre Dios, no de otro modo que el fuego generado en tierra por fuerzas superiores, de súbito, por ímpetu de natura, se endereza a los lugares más altos; así que el alma que se dirige hacia Dios, es iluminada por sus rayos; pero este primer esplendor, cuando es recibido en la sustancia del alma que estaba por sí misma sin forma, se oscurece; y conformándose a la capacidad del alma se vuelve propio y natural de ella. Y por eso, mediante ese resplandor, casi por ser igual a ella, el alma se ve a sí misma, y ve también las cosas que están debajo de ella, o sea los cuerpos. Pero a través de ese rayo no ve las cosas que están arriba de ella.

       Pero el alma que por este primer destello ya está próxima a Dios, recibe además de ésta, otra luz más clara, mediante la cual puede conocer las cosas de arriba. Tiene, pues, dos luces: una natural y otra sobrenatural, para que, gracias a la conjunción de ambas, como con dos alas, pueda volar por la región sublime. Si el alma siempre usase la luz divina, con ella siempre se acercaría a la divinidad; con la consecuencia que la tierra estaría vacía de animales racionales. Mas la divina providencia ha ordenado que el hombre sea dueño de sí mismo, y pueda en ciertas ocasiones usar ambas luces, y en otras cualquiera de las dos. De aquí que el alma, por su naturaleza vuelta hacia su propia luz, dejando lo divino, se repliegue en sí y en sus fuerzas, que pertenecen al gobierno del cuerpo; y desee poner a efecto estas fuerzas, construyendo cuerpos.

       Según los platónicos, el alma, al volverse pesada por este deseo, desciende en los cuerpos, donde ejerce las fuerzas de engendrar, mover y sentir; y por su presencia adorna la tierra, que es la ínfima región del mundo. Esta región no debe carecer de razón, a fin de que ninguna parte del mundo quede privada de la presencia de seres vivos racionales; ya que el Autor del mundo, a cuya semejanza el mundo está hecho, es todo razón. Cayó nuestra alma en el cuerpo cuando, dejando la divina luz, sólo se volvió a mirar la luz propia; y comenzó a querer satisfacerse en sí misma. Sólo Dios, al que nada le falta, por sobre el que no hay nada, está satisfecho en sí mismo y es suficiente a sí mismo. Por todo eso, el alma se hizo igual a Dios en el momento en que quiso estar satisfecha en sí misma; casi como si, no menos que Dios, se bastase a sí misma.


CAPITULO V

Por cuántas vías el alma retorna a Dios

      Afirmó Aristófanes que esta soberbia fue la causa de que el alma, que nació entera, se cortase en dos, esto es, que de dos luces usase después una, dejando la otra. Por esto se hundió en lo profundo del cuerpo, como en el río Leteo, y, olvidándose de sí al mismo tiempo, se deja arrastrar por los sentidos y la concupiscencia, como por unos esbirros y un tirano. Pero una vez que el cuerpo ha crecido, y se han purgado los instrumentos de los sentidos, por medio de la disciplina, se despierta algo; y en ese momento la luz natural comienza a resplandecer y busca el orden de las cosas naturales. En esa búsqueda se percata de que existe un sabio arquitecto del edificio del mundo, y desea gozar de él. Este arquitecto, sólo puede ser entendido con luz sobrenatural; y por esto la mente resulta impulsada y seducida por la búsqueda de la propia luz, a recuperar la luz divina; y en tal seducción consiste el verdadero Amor; por el que una mitad del hombre apetece la otra mitad del mismo hombre. Porque la luz natural, que es la mitad del alma, se esfuerza por encender en nosotros aquella divina luz, que es su otra media parte, la que en otro tiempo fue desdeñada por nosotros.

       Y esto es lo que en la epístola a Dionisio rey dijo Platón: El alma del hombre desea entender cuáles son las cosas divinas, observando las que están próximas a él.

       Pero cuando Dios infundió su luz en el alma, la dispuso sobre todo para esto: que por ella los hombres fuesen conducidos a la bienaventuranza, que consiste en la posesión de Dios. Por cuatro vías somos conducidos a ella: prudencia, fortaleza, justicia y templanza. En primer lugar, la prudencia nos muestra la bienaventuranza; y las otrás tres virtudes, como tres vías, también nos conducen a la bienaventuranza. Dios, pues, templa su destello de varias maneras en las diferentes almas, de modo que, según la regla de la prudencia, unos vuelven a su Creador por el ejercicio de la fortaleza, otros por el de la justicia, otros por el ejercicio de la templanza. Porque mediante este don, algunos soportan con fuerte ánimo la muerte por la religión, por la patria, por los padres. Algunos ordenan su vida con tal justicia, que no hacen injuria a nadie, ni permiten que se haga si está en su poder evitarlo. Otros doman la concupiscencia con ayunos, vigilias, fatigas, y todos éstos proceden por tres vías, pero se esfuerzan (según les enseña la providencia) por alcanzar un mismo fin de bienaventuranza.

       Una vez más estas tres virtudes se encuentran contenidas en la divina providencia: por el deseo de alcanzarlas, las almas de los hombres, encendidas mediante el ejercicio de estas mismas, desean llegar y acercarse a ellas, y gozarlas perpetuamente.

       Solemos llamar masculina en los hombres a la fortaleza causada por la fuerza y la audacia; femenina a la templanza, por su natural mansedumbre; y a la justicia, compuesta del uno y del otro sexo. Masculina, porque no deja hacer injuria a nadie; femenina, porque ella misma no hace injuria. Y porque al varón pertenece el dar, a la hembra el recibir, llamamos al sol macho, pues da luz a otros y no la recibe; a la luna compuesta del uno y del otro sexo, porque recibe la luz del sol, y la da a los elementos; a la tierra hembra, porque de todos recibe y a nadie da. Porque sol, luna, tierra; fortaleza, justicia, templanza, con buen derecho se llaman varón, compuesto y hembra. Y para atribuir a Dios la más excelente apelación, llamamos a estas virtudes en él, sol, luna y tierra; en nosotros sexo masculino, compuesto y femenino. Y nosotros decimos que fue concedida la luz masculina a quienes se les otorgó la luz divina por el sol divino con sentimiento de fortaleza; y que le fue concedida la luz compuesta, a aquellos en los que por la luna de Dios se infundió luz con sentimiento de justicia; y la femenina, a los que por la tierra de Dios, les fue dada luz con sentimiento de templanza.

       Pero nosotros, vueltos a la luz natural, despreciamos ya la divina, y por eso dejando la una, guardamos la otra; de manera que hemos perdido la mitad de nosotros y guardamos la otra mitad. Pero a una cierta edad, conducidos por la luz natural, todos deseamos lo divino; y si bien por diversos modos, diversos hombres procedan a adquirirlo. Y viven por la fortaleza, los que por la fortaleza de Dios ya lo recibieron con sentimiento de fortaleza; y del mismo modo, otros viven por la justicia, otros por la templanza. Finalmente, cada uno así busca su mitad, según lo que desde un principio recibió; y algunos por la masculina luz de Dios, que antes perdieron, y han recuperado, quieren gozar la masculina fortaleza de Dios; algunos por la luz compuesta buscan similarmente gozar la virtud compuesta; y algunos del mismo modo por la femenina.

       Un gran don adquieren los que, después que el destello natural relució en la edad debida, no lo estiman suficiente para juzgar las cosas divinas; para que, con el indicio del destello natural, no atribuyan sentimientos de cuerpos o de almas a la majestad divina y la estimen en nada más noble que los cuerpos y las almas. Y en esto se dice que muchos erraron, que investigando a Dios, por confiarse en su natural ingenio, o dijeron que Dios no existe, como Diágoras, o dudaron de él, como Protágoras, o juzgaron que era cuerpo, como los epicúreos, los estoicos, los cirenaicos y otros muchos, o dijeron que Dios es el alma del mundo como Marco Varrón y Marco Manilio. Ésos, como impíos, no solamente no recobraron la luz divina en un principio despreciada, sino además, empleándola mal, estropearon la natural. Lo que se ha echado a perder, justamente se llama roto y dividido; y por esto sus almas, que, como soberbias, en sus fuerzas se confían, son cortadas de nuevo, como dijo Aristófanes.

       Éstos, además, oscurecen con falsas opiniones, y apagan con perversas costumbres, la luz natural que en ellos había quedado; mientras que usan rectamente la luz natural quienes, conociendo su pobreza, estiman que quizá baste para juzgar las cosas naturales; pero para juzgar las cosas sobrenaturales piensan que sea necesaria una luz más sublime. En consecuencia, purgando el alma se aperciben de modo que la divina luz en ellos resplandezca; por cuyos rayos rectamente juzgarán de Dios, y serán restituidos en su antigua integridad.


CAPITULO VI

Que el Amor lleva a las almas al cielo, distribuye los grados de beatitud, y da gozo sempiterno

       Así pues, oh excelentísimos convidados, este Dios que, según dijo Aristófanes, es más benigno a la especie humana que todos los demás, hacedlo propicio a vosotros con todo género de sacrificios. Invocadlo con ruegos piadosos. Abrazadlo con todo el corazón. Él por su bondad, primero conduce las almas al celeste banquete, abundante de ambrosia y de néctar, es decir, alimento y licor eterno. Después distribuye a cada uno en los convenientes escaños. Finalmente, los mantiene por la eternidad con suave deleite, porque nadie retorna al cielo, sino aquel que place al rey del cielo. Más que los otros, le agrada aquel que más que los otros lo ama. Conocer a Dios en esta vida, en verdad es imposible; pero amarlo verdaderamente, en cualquier modo que se le conozca, esto es posible y fácil. Sin embargo, aquellos que conocen a Dios, sólo por esto no le agradan, si además no lo aman. Aquellos que lo conocen y aman, son amados por Dios, no porque lo conocen, sino porque lo aman. Nosotros tampoco queremos bien a los que nos conocen, sino a los que nos aman; porque a muchos que nos conocen, a menudo los tenemos como enemigos. Aquello, pues, que nos conduce al cielo, no es el conocimiento de Dios; sino el Amor.

       Además, los grados de los que se sientan en el convite celestial, siguen los grados de los amantes.

       Puesto que los que más excelentemente amaron a Dios, aquí se alimentan de más excelentes viandas. Porque aquellos que por obra de la fortaleza, la fortaleza de Dios amaron, de ésa disfrutan; los que amaron la justicia de Dios, gozan de su justicia; los que la templanza, similarmente gozan de la templanza divina.

       Y así varias almas gozan varias ideas de la mente divina, según variamente los lleva el Amor. Y todos gozan a Dios todo; porque Dios está todo en cada idea. Pero poseen a Dios, en forma más elevada, quienes lo contemplan en una más elevada idea. Cada quien se apodera de aquella virtud divina, a la que amó viviendo. Y por esto, como dice Platón en el Fedro, en el corazón de los bienaventurados no existe envidia, porque consistiendo la más grande dicha en poseer la cosa amada, cada uno vive contento y en plenitud, pues posee aquello que ama. De lo que deriva que, si dos amantes gozan del objeto amado, cada uno se reposa en el uso de su objeto, y no tendrá cuidado alguno si otro disfruta de un objeto más bello que el suyo. Así que por beneficio del Amor acontece que, en diversos grados de felicidad, cada quien viva sin envidia contento de su suerte.

       Acontece también que por el Amor, las almas bienaventuradas sin fastidio se pacen de las mismas viandas por la eternidad. Ya que, para deleitar a los convidados, no bastan ni viandas, ni vinos, si el hambre y la sed no los tienta; y tanto dura el deleite, cuanto basta el apetito; y el apetito es otra vez el Amor. Por eso el Amor eterno, por el que siempre está encendida el alma hacia Dios, hace que el alma siempre goce de Dios como de cosa nueva. Y este Amor está siempre inflamado por la misma bondad de Dios, por la cual el amante encuentra la bienaventuranza.

       Así pues, del Amor debemos resumir brevemente tres beneficios. Primero, que restituyéndonos en la integridad natural, que perdimos en la división, nos reconduce al cielo. Segundo, que coloca a cada quien en convenientes escaños, dejando a todos sosegados en aquella distribución. Tercero, que ahuyentando todo fastidio por su continuo ardor, enciende siempre en nosotros el deleite; y por esto hace nuestra alma feliz por el dulce goce.