Virtutes coelorum movebuntur,
		"las fuerzas de los cielos serán  sacudidas" (Luc. XXI, 26)
      				      Nuestro-Señor pronuncia estas palabras en el Evangelio y significan  esto: Las potencias del cielo se pondrán en movimiento.
      						
		      La expresión cielo indica algo  íntimo, oculto: Dios está tan  secretamente oculto tras el claro resplandor de la bella divinidad de manera  que ningún hombre puede por su propia razón y sus medios naturales echar la  mirada sobre el embeleso de su rostro divino. ¿Job no clama también:  "Quién es capaz, por muchos esfuerzos que haga, de explorar las cosas que  están en el cielo?" En el sentido: ¡nadie en el mundo! el profeta suspira  a propósito de esto y dice: "¡Ay, Señor, eres un Dios oculto!" Ahora  bien, Agustín nos enseña que Dios se  oculta también a lo más íntimo del alma con la operación de su gracia mediante  la cual se manifiesta en el alma, pero tan secretamente que nadie puede  saberlo, a no ser el hombre que esconde él mismo este secreto en su  profundidad. Como Pablo afirma: todo  lo que hay en el hombre está oculto. Así, el alma es pues un cielo divino y espiritual en las  apacibles y maravillosas profundidades de la cual Dios realiza secretamente sus  obras perfectas. Por eso dice mediante el profeta: "¡Tened cuidado, yo  creo en vosotros un nuevo cielo!"
      				
		      Ahora bien, lo mismo que las potencias del cielo se ponen en movimiento en los espacios celestes, estremecidas por  el rayo del augusto resplandor divino, así el Cristo habla, en la frase que  sirve de tema a nuestro sermón, de las potencias del cielo interior: quiere así dirigir nuestra mirada sobre la actividad del  alma en la obras vivas hacia las cuales ésta se siente llevada, desde que Dios  se oculta tan profundamente en ella que ella viene a ser su cielo como la incomprensible divinidad.
      				
		      Ahora bien, cada obra fluye de una de las potencias del alma, y cada  potencia a su vez es una emanación de la esencia. En consecuencia se puede  sacar de nuestra frase tres partes  que prueban la nobleza del alma: la primera trata de la esencia en su magnificencia (del "cielo"); la segunda de  las potencias en su plenitud (de las  "potencias" del cielo); la tercera de las obras en tanto que su fecundidad (ellas se pondrán en movimiento).
      				      Primero, para tener una esencia como el cielo hace falta que el alma pueda dar prueba de tres cualidades que caracterizan al cielo: el cielo en sí es  eterno; su revolución es en forma de círculo; y se vierte en las criaturas por  debajo de él. Voy a explicar estos tres puntos más de cerca.
      				
		      En lo que se refiere al primero, esto solamente. El cielo tiene una  naturaleza incorpórea, "inmaterial" y solamente un modo de aparición  (apariencia) corporal. De ahí resulta que nada extraño puede echar su imagen en  él. No hay sitio en él para la mezcolanza de colores. Ninguna potencia puede  cambiar en él la dirección de su actividad: su esencia es inmutable  perseverancia.
      				
		      En lo que se refiere a la explicación del segundo punto, he aquí:  lo que se mueve en círculo vuelve a su punto de partida, e inversamente lo que  vuelve siempre a su punto de partida se mueve en círculo. Ahora bien, el Maestro enseña que en el Este, allí  donde el sol se levanta, se encuentra el "motor del cielo", que el  sol se levanta todos los días por el Este y se pone por el Oeste, y al día  siguiente se levanta de nuevo por el lugar donde según la alegación del maestro  se encuentra el "motor", esto es lo que vemos con los ojos. Vuelve  pues diariamente a su punto de partida. Pero no debemos entender esto como si  el sol realizara su revolución tan rápido por sus propios medios: le es  imposible con ellos volver en un día a su primera posición. No es sino en un  año entero, luego en trescientos sesenta y cinco días, que vuelve ahí. Antes  bien esto es verdad del cielo entero que lleva al sol consigo: aquello para lo  que le hace falta al sol un año, el cielo lo realiza en un día. 
      				
		      En cuanto al tercer punto esto  solamente: todo lo que nace, después perece, está, aunque frágil y efímero, en el poder del cielo. Ya que así se  expresa el maestro en su enseñanza relativa a la naturaleza sobre  el cielo: el cielo es, para todas las cosas que están debajo de él, la fuente  del ser y de la vida.
      				
		      Si, pues, el alma quiere llegar a ser un cielo espiritual, hace falta que  se retire a la eternidad de su esencia; y entre en el círculo cerrado de su  origen, y hace falta que de ahí continúe derramando la bendición divina hasta  sus potencias más bajas.
      				      El alma –decía yo al comienzo– debe dirigir su marcha hacia la eternidad  de su propio ser y considerar devotamente cómo es por la gracia de Dios una  naturaleza efímera que ha llamado a la compañía de su beatitud eterna. Por ello  llega a ser también "una naturaleza incorpórea con solamente un modo de  manifestación corpórea". Ahora bien, ahí el espíritu no acompaña al cuerpo  en sus deseos carnales. Igualmente, nada extraño puede echar su imagen en ella:  ella tiene esmerado cuidado en que su propia imagen original, en la que Dios la  ha diseñado y formado según él mismo, no se turbe de alguna manera. No es  merecedora de destrucción alguna que la precipitaría de la condición magnífica  de un ser celeste al estado de sufrimiento: puede soportar todo y sin embargo  estar sin sufrimiento por el poder de Dios que le da la fuerza para el  sufrimiento. Ninguna potencia al lado puede actuar  en ella. Está al contrario de tal manera  aprisionada en Dios, que no es toda entera sino inmutable estabilidad, que ni  la muerte, ni la vida, ni la profundidad, ni la altura, ni una criatura cual  sea pueden librarla de la inmutabilidad de su estabilidad divina. Entonces  puede decir con el rey David: "El refugio de mi inmutable beatitud es mi  encarcelamiento en la divinidad."
      				
		      El segundo punto era: el  movimiento del alma debe cerrarse en círculo. Con su esencia y su naturaleza  ella se eleva y sale de la "salida del sol", del corazón del Padre  eterno, en el cual se eleva sin interrupción el verdadero sol, su Hijo único:  que es "una luminaria", la manifestación de lo que se basta eternamente  a sí mismo. Y ella debe volver al Padre, ahora llegado a ser conocible a sí  mismo, en el que tiene su sitio en tanto que ser celeste: "Dios ha creado  los cielos a fin de que tuvieran consciencia de él", dice el profeta. Un  tal "cielo consciente" es lo que deviene el alma cuando, con lo que  tiene de más interior en ella, vuelve a Dios como a su primer sitio: ahí dice  en ella su palabra eterna por la que todas las propiedades del cielo devienen  las suyas propias. Como lo expresa el profeta que había él mismo llegado a ser  un "cielo" de la divinidad: "La palabra de Dios da a los cielos  fuerza y solidez."
      				
		      Y en tercer lugar, de ese  cielo espiritual, del alma, debe fluir ríos de gracia divina y de frescor. Pues  exactamente lo mismo que el ángel, el primer motor, hace girar el cielo y le da  fuerza en él infundiendo su propia potencia de obrar y que el cielo después la  derrama a su vez y da a todas las cosas su ser natural y su actividad y su  vida:  lo mismo Dios insufla también en  el alma su poder divino con toda la gracia que fluye de su corazón paternal, y  le confiere la fuerza, en tanto que ella saca de su impulso potencia y vigor para hacer llegar su ser, su actividad  y su vida a lo que está por encima de ella: a todas sus potencias, a todos los  miembros de su cuerpo, a todas sus obras. De manera que llegan a ser obras  vivas ante Dios y procuran al alma el fruto de la vida eterna. Es por esta  invasión de las aguas que rogaba el profeta Isaías, cuando comenzó a detectar  cómo el Santo-Espíritu se movía en las profundidades de su corazón y cómo se  apropiaba con sus más altas potencias la suave fuerza de la divinidad:  "¡Cielos, haced llover vuestro rocío" Quiere decir con esto: en todas  mis fuerzas, en todos mis miembros, en todas mis obras devéis derramar el dulce  rocío del cielo, que habéis libado en Dios. 
      				
		      Pero vayamos más lejos. Dios ha adornado el cielo real con siete planetas, siete estrellas  magníficas que están más cerca de nosotros que las otras. La primera de entre  ellas es Saturno, después viene Júpiter, después Marte, después el Sol,  después Venus, después Mercurio, y por fin la Luna. Si el alma ha devenido un cielo bienaventurado,  Nuestro-Señor lo adorna con siete estrellas que San Juan veía en el Libro del Apocalipsis cuando vio al rey sentado por encima de todos los reyes  en el trono de su magnificencia divina, "y tenía siete estrellas en su  mano".
      				
		      Observad, pues, que la primera estrella, Saturno, purifica; la segunda,  Júpiter, favorece; la tercera, Marte, despierta el temor; la cuarta, el Sol,  ilumina; la quinta,  Venus, aporta el  amor; la sexta, Mercurio, da la oportunidad; y la séptima, la Luna, corre.
      				Así Saturno se levanta en el cielo del alma, purificador que nos conduce a la inocencia  angélica; y nos aporta como don la contemplación de la divinidad. Como dice  Nuestro Señor: ¡Bienaventurados los que  tienen el corazón puro porque ellos nos verán! Luego viene Júpiter, el  protector; y aporta como don la posesión de la Tierra: no aquella que como  cuerpo portamos en nosotros, ni aquella que pisoteamos, sino la que buscamos  con nuestro deseo, el país donde « fluyen la leche y la miel », donde la  humanidad se mezcla con la divinidad. Como dice Nuestro Señor: ¡Bienaventurados los mansos porque ellos  poseerán la tierra! Luego se levanta Marte,  el terrible, con su sufrimiento furioso y espantoso por Dios; y aporta como don  el reino del cielo. Como dice Nuestro Señor: ¡Bienaventurados aquellos que sufren persecución por Dios porque el  reino del cielo les pertenece! — A continuación se levanta el Sol con su  esplendor; y aporta al alma como don el conocimiento de la verdad y la práctica  de la justicia. Él le da a cada uno lo que le es debido. Y como él mismo  pertenece a Dios por la creación y la redención, se consagra a él en  propiedad. De donde estas palabras de Nuestro Señor: ¡Bienaventurados aquellos que tienen hambre y sed de la justicia porque  ellos serán saciados! – Entonces se eleva la estrella Venus, que aporta el amor; y ella aporta como don la unión con  Dios. Porque Nuestro Señor dice: « ¡El que me ama, ama también a mi Padre, y mi  Padre viene a él y habita donde él! », Con esto viene también el don de  consolación. Porque el amor hace llorar y suspirar a los corazones amantes tras  el objeto de su amor; lo que hace decir a Nuestro Señor: ¡Bienaventurados aquellos que lloran porque serán consolados! — A  continuación se levanta Mercurio, el  ganador en la medida en que el alma renuncia a toda cosa por Dios; él aporta  como don el tesoro de la divinidad, en la cual está encerrada toda la riqueza  del reino del cielo. Como dice San Pablo: « ¡Hace falta que os apresuréis, con  el fin de ser pobres en espíritu porque  el reino del cielo les pertenece! » — y por último se levanta también la  Luna, la corredora: ella aporta como don la verdadera toma de posesión de la  beatitud. Como dice San Pablo: « ¡Hace falta que corráis, a fin de atraparla! »  Pero entonces el alma accede a Dios del modo más personal cuando se apresura  hacia él con un corazón pacificado. Su lugar es la paz: los que están en paz,  Nuestro señor Dios los escoge para ser sus hijos; y es sólo a los hijos que es  dado el tomar posesión de la herencia de la beatitud eterna. Como dice Nuestro  Señor: ¡Bienaventurados los pacíficos  porque serán llamados los hijos de Dios! 
      				
      						Por encima de estas siete estrellas o  planetas se encuentra el cielo donde  se mantienen las estrellas fijas, que brillan sólo de noche. Y ellas  significan: todas las obras que el alma cumple han de brillar en la noche de  sombras de este mundo. Como dice Nuestro Señor: « ¡Vuestras buenas obras deben  brillar delante de los hombres, de suerte que las vean y honren a vuestro Padre  que está en el cielo! » Ahora bien todas las demás estrellas reciben su luz del  resplandor del Sol, incluso Venus, la  estrella del amor, cuyo brillo es el más puro. También todas las obras que  nosotros cumplimos recibirán tanto más fuerza y un brillo tanto más claro  cuanto más perfectamente asimilemos el carácter del querida Venus, la estrella del amor: no ser mas  que pura receptividad para la luz solar de la verdadera y clara divinidad.
      											Igitur  perfecti sunt coeli et terra et omnis ornatus eorum! Traducción : ¡Perfectos son  el cielo y la tierra y todos sus ornamentos! Igualmente los cielos del  hombre interior son también  perfectos, y todos sus ornamentos. 
      				
      						En la segunda parte tenemos que  examinar las « fuerzas del cielo » según el poder del que están dotadas. El alma posee como poderes del espíritu tres facultades  que son de especie celeste porque son capaces de obras celestes: « Un soplo de  la boca del Señor da a todos los cielos su poder. » La primera facultad recibe,  la segunda contempla, la tercera ama. Cuando el actuar del alma está dirigido de modo que se acoge al Dios en la  interioridad de la memoria, que se le  contempla en la razón, su voluntad y su amor la lleva a lo más íntimo de la divinidad. Donde se encuentra  el descanso de la eternidad.
      				
      						Y aquí tiene lugar el « movimiento de los poderes del cielo »,  la fecundidad de las potencias del  alma en las obras.
      				
		¡Un movimiento que es efectuado  justamente en este descanso de la eternidad! ¡Como el descanso a su vez es  también el fin de todo movimiento! «  Los cielos serán puestos en movimiento, y la tierra, y después del movimiento  viene el descanso », dice Isaías el  Profeta. 
      				
      						Pues bien, para el descanso completo, no  hay lugar en la razón con su  contemplación. Porque lo que ella cumple presupone un movimiento de las cosas  exteriores hacia el alma. Por medio de este movimiento la imagen de estas  mismas cosas es impresa y formada en el alma, de tal modo que por ahí comienza  un progreso del alma en su propia  manera de ser, y, para las cosas que  han sido transfiguradas en estas imágenes, un progreso de la existencia pura y  simple hacia su verdad particular. 
      				
      						Ahora bien, el mismo movimiento se  prosigue en la voluntad que así nunca  alcanza tampoco el descanso. Y en efecto esto es verdad de ella: lo mismo que para el cielo que es estrellado y cumple su  revolución Dios no es sino su primer motor, una fuente de la fuerza de la que  el cielo recibe su fuerza propia y su  propia oscilación: también para el alma en esta vida la voluntad no es más que  un motor de la libertad de nuestra voluntad hacia ella misma y hacia todas las  buenas obras — una fuente pues de la gracia que de su divino corazón fluye en el alma.
      				
      						Pero después de este cielo viene un cielo inmutable y que es el único  lugar de la beatitud. En él Dios habita en toda su beatitud y cumple, en tanto  que divinidad eterna, su obra  "personal": el Padre engendra — en una acción interior incesante — al Hijo. Y Padre e Hijo producen, por su efusión de igual fuerza, el Espíritu Santo. E Hijo y Espíritu quedan  sin embargo unidos esencialmente al Padre. 
      				
      						Es sólo en una tal visión de las Personas de la  Trinidad que reside la plena beatitud para todas las criaturas que son capaces  de devenir partícipes de la beatitud divina. Es por eso por lo que el alma,  ahora que ha dejado tras ella la multiplicidad de los cielos inferiores y  tomado posesión en ella misma de las maravillosas profundidades, debe sumirse  en la eternidad del cielo en reposo.  El cual no es, todo entero, sino fuego: no en el sentido de que consume sino en  el de que ilumina, y donde todos aquellos que están en él arden en el  resplandor querúbico del amor divino. Así el alma deviene una morada celeste de  la divinidad eterna. En suerte que Dios no cumple mas que en ella sus obras divinas. Por lo cual le son concedidas  delicias que permanecen escondidas a todos los que nunca entraron en el encanto  de este fuego celeste: en ella el Padre celeste engendra a su Hijo: ella le  transvasa al Hijo del corazón. En ella Padre e Hijo insuflan ambos el Espíritu  Santo. Y como el Hijo nunca puede caer fuera del Padre sino que tan sólo fluye  fuera de él en la medida en que queda sin embargo eternamente en su corazón: el  Padre mismo habita pues en el alma. Y al mismo tiempo que aprieta al alma sobre  su corazón, recibe en él al Hijo — que justamente por ahí se opone al Padre en  tanto que Persona: y prueba sin embargo al mismo tiempo cómo queda  esencialmente unido con el Padre.
      				
		« ¡Quiero conducirla al desierto y a la soledad,  y allí hablaré a su corazón! » Tal es la palabra del Padre. En el desierto y en  la soledad: él quiere volverse desierto y vacío de todo creado y libre de todo  lo que es pasajero. Entonces él dice a su corazón todo lo que puede. Una sola  palabra, y esta palabra es eterna, y es: su Hijo único. Él dice esta palabra en  el alma al mismo tiempo que engendra a su Hijo en ella. Y es justamente en este nacimiento que el Padre y el Hijo  vierten el Espíritu Santo en ella; y él le enseña toda cosa.
      				
      						Es  así como el alma toma el mundo y se lo apropia de la mano del Padre; y tiene el  mundo, como el Hijo; y conoce al mundo en el Espíritu Santo. ¡Y después de que  haya tomado así posesión del mundo entero, obtiene el reposo en Dios sin fin!