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DIONISIO AREOPAGITA (s. V)
DE LOS NOMBRES DIVINOS
(caps. V, VII y XIII)
De: Dionisio Areopagita, De los nombres Divinos.
Edicomunicación, S.A. 1988. p. 75-82, 89-94 y 131-134.

CAPITULO V

Del ser donde se habla también de tipos o modelos

    I. Hemos de abordar ahora el nombre del Ser, verdadero nombre del que existe verdaderamente. Tan sólo observaremos que ese discurso no tiene por objeto explicar la esencia infinita en su excelencia transcendental; pues bajo este punto de vista. es inefable, incomprensible; no se sabría sondearlo absolutamente, y escapa incluso a la mirada intuitiva de los bienaventurados. Pero solamente queremos celebrar la fecundidad vivificadora de la esencia primera, que se comunica a todos los seres. Pues, lo mismo que la calificación de bondad, aplicada a Dios, expresa todas las producciones emanadas de esta causa universal, y comprende todo lo que es o existente o posible, y se extiende más allá, así la denominación de ser se extiende a todos los seres y más allá; la denominación de vida. a todo lo que vive, y por encima de todo lo que vive; el nombre de sabiduría, a todas las cosas dotadas de inteligencia, de razón y de sensibilidad, y más allá todavía:

    II. Tengo pues la intención de tratar exclusivamente los nombres divinos que designan la providencia, y no de manifestar lo que es, en las profundidades de su naturaleza superesencial, la bondad, la sustancia, la vida, la sabiduría de la divinidad, que sobrepasa toda bondad, toda divinidad, toda sustancia, toda sabiduría, toda vida, y que habita, como dicen las Escrituras en un misterioso secreto. Tengo la intención de alabar la dulce providencia que se revela en sus obras, y la bondad liberal, causa de todos los bienes, y el ser, y la vida, y la sabiduría de Dios dado que crea por esos atributos el ser, la vida, y la sabiduría de todo lo que participa en la existencia, en la vida, en la inteligencia, en la razón y en la sensibilidad. Por consiguiente no afirmo que una cosa sea el bien, y otra cosa el ser, la vida, la sabiduría, tampoco que haya múltiples causas ni numerosas divinidades de diferentes grados, que producen cada una de sus obras propias. Digo, al contrario, que no existe más que un solo Dios, autor soberano de todas las cosas buenas, y al cual pertenecen todas las calificaciones que empleo. Digo que esos nombres sagrados se aplican a la providencia divina considerada en la totalidad de sus buenas acciones, y los otros a la misma providencia, considerada en sus efectos más o menos generales, más o menos particulares.

    III. Pero me va a decir: El ser teniendo más extensión que la vida, y la vida más que la sabiduría, ¿Cómo se puede evitar que las cosas que viven sobrepasen lo que no tiene más que la existencia; que las cosas dotadas de sensibilidad sobrepasen lo que no tiene más que la vida, las cosas razonables sobrepasen lo que no tiene más que el sentimiento, y las inteligencias puras sobrepasen lo que posee la razón, y que se encuentren así más elevadas y más cerca de la divinidad? Pues los seres que participan en los favores más generosos de Dios deberían, parece, tener más nobleza y excelencia que los otros. Sí, sin duda, si las sustancias espirituales pudieran ser desprovistas de vida y de existencia; pero si tienen un ser más perfecto que los otros seres, una vida superior a la de las criaturas vivas, una fuerza para comprender y conocer donde no llega ni el sentimiento, ni la razón: si, mas que cualquier existencia, aspiran y comulgan a lo bueno y a lo bello; entonces, llamadas a una participación más completa del soberano bien, honradas con gracias más numerosas y más ricas, están ciertamente más cercanas de la divinidad. Igualmente, por el glorioso privilegio de la razón, los seres razonables sobrepasan a los que no tienen más que el sentimiento; y éstos, por la sensibilidad, sobrepasan a los seres que no tienen más que la vida; y estos últimos, por la vida, sobrepasan a los que tienen simplemente la existencia. En una palabra, se puede decir en verdad que cuanto más las criaturas participan en la unidad, es decir, en Dios quien abunda en riquezas infinitas, más se acercan a él, más crecen en excelencia.

     IV. Establecidos estos principios, proclamemos que lo bueno es el ser verdadero, y que es él quien da el ser a todas las cosas. Ahora bien, El que es, fecunda y superesencial causa de toda existencia posible, ha creado el ser, la subsistencia, la persona y la naturaleza. Es el principio y la medida de los siglos; ha hecho el tiempo y la duración de los seres; es el tiempo de las cosas que pasan, el ser de las cosas que tienen la existencia cualquiera que sea su grado, la producción de todo lo que es engendrado. Del ser viene la duración, y la sustancia, y la existencia, y el tiempo, y la generación, y lo que resulta de ello, y todo lo que poseen realmente los seres, y todo lo que es accidental, y todo lo que es sustancial. Pues Dios .no existe de una manera limitada; sino absolutamente e infinitamente, dominando y él mismo y por anticipación la plenitud total del ser: por esto es llamado el Rey de los siglos, porque en él, igual que en su origen, reside y subsiste en el ser de todas las cosas, y porque no podríamos decir que fue, que será, que ha sido producido, o que lo sea, o que deba serlo. Incluso, mejor dicho, no es; pero todo lo que es tiene su ser en él. Y no solamente las cosas mismas, sino también su esencia íntima, proceden del que existe antes de la eternidad: pues es el siglo de los siglos y precede todos los tiempos.

    V. No temamos pues repetir aún que todas las cosas y toda duración obtienen su ser del que existe eternamente. Sí, la eternidad y el tiempo vienen de él; y, principio sin comienzo, ha creado a los seres, cualesquiera que sean, y la duración que mide su existencia. Todo participa de él, y nada le es extraño. Es anterior a todo, y todo subsiste en él. En una palabra, es en El, que precede al ser, que toda cosa, cualquiera que sea, existe, se concibe y se mantiene. El ser aparece como la participación radical, fundamento de todas las otras; se comprende en efecto que el ser en sí tiene la prioridad sobre los otros dones concedidos a las criaturas, sobre la vida, la sabiduría, la semejanza formal con la divinidad; y, cualesquiera que sean las perfecciones con que estén enriquecidas, el ser es la primera participación que reciben. Hay más: estas participaciones, que son el fondo de las diversas sustancias, encuentran en sí mismas su fondo en la necesaria participación del ser que es la esencia y la duración de todas las cosas. Es pues con mucha razón que empezamos las alabanzas a Dios con la calificación de ser, puesto que el ser es el primero de todos sus dones; pues, teniendo en sí, desde toda la eternidad, la excelencia y la plenitud del ser, ha producido primero lo que he llamado participación del ser, y luego, por ella, ha creado todo lo que existe a cualquier grado que sea. Es pues por la participación al ser que los diversos principios de las cosas existen y se vuelven principios. Y si queréis llamar participación de la vida al principio de todas las cosas vivas y participación de la unidad al principio de todas las cosas unidas, y participación del orden al principio de todas las cosas ordenadas, y por fin, participación de tal o tal clase, de la pluralidad, de la diversidad, al principio de las cosas de tal o tal clase, de las cosas múltiples o diversas; veréis que esas participaciones comulgan primero con el ser absoluto, y así empiezan por tener una subsistencia; luego se vuelven principios de los diversos seres, de tal modo que existen y son comunicables por su participación en el ser. Pero si tal es la razón constitutiva de los principios mismos, tendrá que encontrarse más esencial aún en las cosas que derivan de los principios.

    VI. Entonces, puesto que la bondad absoluta e infinita produce el ser como su primer don, conviene alabar primero esta gracia, que precede a todas las otras gracias. Así la participación del ser, los principios de las cosas y las cosas mismas, y todo lo que existe de alguna manera, vienen de la bondad y subsisten en ella de una manera incomprensible, sin diversidad, sin pluralidad. Igualmente preexiste todo número, confundido en la unidad, y la unidad encierra todo número en su simplicidad perfecta; todo número es uno en la unidad, y más se aleja de ella, más se divide y se multiplica. Igualmente todos los rayos del círculo se encuentran unidos en un centro común; y ese centro indivisible comprende en sí mismo todos los rayos que son absolutamente indistintos, sea los unos de los otros, sea del punto único de donde salen. Completamente confundidos en este centro, si se alejan un poco, entonces empiezan a separarse mutuamente; si se alejan más, siguen separándose en la misma proporción; en una palabra, cuanto más estén próximos o distantes del punto central, más aumenta también su proximidad o su distancia respectiva.

    VII. De la misma manera, en lo que nombramos la naturaleza universal, las diversas razones de cada naturaleza particular están reunidas en una perfecta y armoniosa unidad. Así en la simplicidad del alma están reunidas las múltiples facultades que proveen a las necesidades de cada parte del cuerpo. Es, pues, permitido elevarse por el medio de estas imágenes groseras e imperfectas hasta el soberano Autor de todo, y contemplar con una mirada espiritualizada todas las cosas en una causa universal, y las sustancias las más opuestas entre ellas en la unidad indivisible de donde proceden. Pues de este principio fecundo emana la participación del ser y toda existencia, cualquiera que sea, todo principio, .todo fin, toda vida inmortal, toda sabiduría, todo orden y armonía, toda fuerza, toda protección, toda firmeza y todo don, toda inteligencia, todo sentimiento: todo hábito, todo descanso, todo movimiento, toda unión, toda alianza, toda amistad, toda concordia, toda distinción, toda limitación, por fin toda otra realidad que se encuentre en los seres.

    VIII. De esta misma causa general proceden los ángeles, esencias inteligibles e inteligentes, y las almas, y las naturalezas corporales, y todo lo que existe, sea como modo de entero el puro rayo del ser. Pues, si el mismo sol que difunde uniformemente sus raudales de luz sobre la sustancia y las cualidades de los cuerpos tan numerosos y variados, no obstante los renueva todos, los alimenta, los conserva y los perfecciona, los distingue y los une, los calienta y los fecunda, los hace crecer, los transforma y los fortalece; les da el producir, el moverse y el vivir; si todos, según su naturaleza respectiva, reciben la influencia de un solo y mismo astro, que, así, posee previamente, bajo la razón de la unidad, las causas diversas de tantos efectos; con mayor motivo hay que acordar que los tipos de todas las cosas preexisten, bajo la condición de una unidad perfecta y sobrenatural, en el que es el autor del sol y de todos los seres; pues es él quien produce las sustancias por una fuerza que lo vuelve superior a toda sustancia.

    IX. Ahora bien, llamamos tipo o modelo a las razones creadoras de las cosas, y preexisten en la simplicidad de la esencia divina. La Escritura las llama predestinaciones y voluntades santas y buenas, que constituyen y realizan a los seres, y según los cuales la soberana potencia determina y produce todo lo que es. Entonces, cuando el filósofo Clemente, adelanta que los tipos o modelos no son otra cosa más que lo que se concibe de más noble en las criaturas, no da a la palabra su propio valor, riguroso y natural; y admitiendo que ese lenguaje fuese exacto, aún habría que entenderlo en el sentido de los santos oráculos, donde se dice que las criaturas no nos son reveladas para que las adoremos, sino para que, por el conocimiento que nos vendrá de ellas, seamos elevados, según la medida de nuestra fuerzas, hasta la causa universal. Todas las cosas deben ser atribuidas a Dios, sin alteración de su simplicidad inefable. Pues comunica primero la existencia, primer don de su bondad creadora; luego penetra en todas las cosas y las llena de las riquezas del ser, y se regocija en sus obras. Pero todo preexistía en él en el misterio de una simplicidad transcendental que excluye toda cualidad; y todo está igualmente contenido en el seno de su inmensidad indivisible, y todo participa en su unidad fecunda como una sola y misma voz puede alcanzar a la vez varios oídos.

    X. El Eterno es pues el principio y el fin de todos los seres: su principio, porque los ha creado; su fin, porque están hechos para él. Es el término de todo y la razón infinita de todo lo que es indefinido y finito, creador de los más diversos efectos. Pues, en su unidad, como se ha dicho a menudo, posee y produce todos los seres: presente en todo y por todas partes, sin división de su unidad y sin alteración de su identidad; inclinándose hacia las criaturas sin salir de sí mismo; siempre en reposo y en movimiento, o mejor aún sin tener reposo, ni movimiento, ni principio, ni centro ni fin, no existiendo en ninguno de los seres y no siendo nada de lo que es. En una palabra, nada lo representa convenientemente, ni las cosas que tienen una duración perdurable, ni las que subsisten en el tiempo; sino que es por encima de la duración y del tiempo y de lo que es inmortal y temporal. Así los siglos sin fin y todo lo que subsiste, los seres y las medidas que se les aplica son de él y por él.

    Pero este punto será tratado en otra parte más oportunamente.

 

CAPITULO VII

De la sabiduría, de la inteligencia, de la razón, de la verdad y de la fe

    I. Ahora, si os agrada, consideraremos esta dulce y eterna Vida, en tanto que es prudente y la sabiduría misma; o mejor, en tanto que produce toda sabiduría, y que sobrepasa toda sabiduría y toda prudencia. Pues no solamente Dios posee la sabiduría con plenitud. y su prudencia no tiene límite; sino que se eleva por encima de toda razón, todo entendimiento y toda sabiduría. Es lo que había maravillosamente entendido este personaje verdaderamente divino, nuestra luz común, a mi maestro y a mí, cuando decía: Lo que hay de insensato en Dios, es más prudente que los hombres primero porque todo conocimiento humano no es más que extravío, si lo comparamos con la inmutabilidad perfecta de los eternos pensamientos de Dios; luego porque es costumbre de los teólogos recurrir a la negación precisamente para afirmar la excelencia de los atributos divinos. Así las Escrituras llaman invisible a la luz deslumbrante de Dios; inefable y sin nombre a él a quien convienen todas las alabanzas y todos los nombres; incomprensible y escapando a toda búsqueda, él que está presente en todo, y que todas las criaturas revelan. Es en este sentido que debemos entender al Santo Apóstol, cuando, para elevarnos a la verdad que no puede expresarse, y que sobrepasa toda sabiduría, alaba como locura divina lo que parece contrario a la razón y absurdo. Pero, como he dicho en otra parte, si poniendo a nuestro alcance lo que es más grande que nosotros e invocando la razón inmersa en el mundo material y comparando las cosas divinas con las cosas humanas, no queremos apreciar que por lo que nos es conocida la sabiduría eterna que es ocultada. caemos en la ilusión. Pues hay que saber que tenemos de verdad una cierta facultad. por la cual nuestro entendimiento ve las cosas inteligibles; pero que es también una unión que nos relaciona con lo que nos sobrepasa, y donde nuestro espíritu no llega naturalmente. Ahora bien, es por este último medio que hay que considerar las cosas divinas, no rebajándolas hasta nosotros, sino saliendo de nosotros mismos, para entregamos enteros a ellas; pues más vale pertenecer a él que a nosotros. Además aquellos que participan en las gracias divinas, pertenecen a Dios. Por esta razón, en elogio de esta sabiduría que por excelencia hace irracional, insensata y loca, publicamos que es la causa de toda inteligencia y razón, de toda sabiduría y de toda prudencia; que de ella procede todo buen consejo, todo conocimiento y habilidad y que en ella están encerrados los tesoros de la ciencia y de la sabiduría. Pues, conforme a lo que ha sido dicho, esta causa excelentemente prudente produce el principio absoluto de toda sabiduría, y toda sabiduría, tanto en general como en particular.

    II. Es de esta fuente que los ángeles, potencias inteligibles e inteligentes, reciben sus simples y bienaventuradas nociones. Esta ciencia divina, no la buscan en el mundo material, ni la deducen de elementos múltiples de objetos sensibles, o de razonamientos laboriosos; sino, no teniendo nada en común con estos medios grotescos, y no estando implicados en la materia y en la multiplicidad entiende lo que les es dado por conocer, en la divinidad, de una manera simple, espiritual, unitiva. Su facultad y operación intelectual brillan de una pureza sin mezcla y sin mancha, les hace capaces de contemplar las ideas divinas y en razón de su simplicidad, de su inmaterialidad y de su unidad perfecta, los forma en lo posible a la semejanza de la inteligencia y de la razón infinitamente prudentes de Dios. Es todavía de esta sabiduría original que las almas reciben el razonamiento; pues, no pudiendo abordar directamente la esencia de las cosas, no lo consiguen más que con la ayuda de deducciones complicadas. Así nuestros conocimientos, a causa de la multitud y de la variedad de los elementos con los cuales se forman, están muy lejos de los puros espíritus; y sin embargo, cuando acercamos a la unidad nuestras nociones diversas, la ciencia humana tiene algo de angelical, tanto como para, por lo menos, el alma se pueda elevar a esta semejanza. Entonces, que la sensibilidad misma sea un reflejo de la sabiduría divina, es lo que podemos afirmar con certeza. Más aún, en los demonios, la inteligencia, en cuanto a inteligencia, procede de la sabiduría suprema; pero en cuanto a inteligencia pervertida, que no sabe, ni tampoco quiere alcanzar el objeto de un legítimo deseo, es más bien una decadencia de la sabiduría.

    Se dice con razón que la sabiduría divina es el principio, la causa productora, el perfeccionamiento, la conservación y el término de toda sabiduría general y particular, y de toda inteligencia, razón y sentimiento; entonces, ¿cómo Dios, que se eleva por encima de toda sabiduría, es llamado sabiduría, inteligencia, razón y conocimiento? ¿Cómo puede haber para él algo inteligible ya que no tiene desarrollos intelectuales? ¿Cómo puede conocer las cosas sensibles puesto que está absolutamente fuera del mundo de los sentidos? No obstante, las Escrituras enseñan que sabe todo y que nada escapa a su ojo vigilante. Ahora, bien, como lo he repetido a menudo, lo que es divino hay que entenderlo de una manera divina. Pues, si se niega que hay en Dios inteligencia y sensibilidad no es porque le falten esas cualidades, es porque las posee bajo una forma más eminente. Así proclamamos irracional él que sobrepasa toda razón; atribuimos la imperfección a quien la perfección es superior y preexistente a cualquier otra; llamamos oscuridad que no sabríamos alcanzar, ni ver, el océano de luz inaccesible, precisamente porque supera destacadamente toda luz visible. El entendimiento divino penetra pues todas las cosas por una vista trascendental: saca la causa universal, la ciencia de los seres que no son todavía; ha conocido a los ángeles antes de que fuesen producidos, y los creó luego; y todas las cosas le fueron manifestadas íntimamente y desde la eternidad, si lo puedo expresar así, antes de que recibiesen la existencia. Es sin duda lo que la Escritura ha querido enseñar cuando dice que Dios conoce las realidades anteriormente a su producción. Pues el entendimiento divino no estudia a los seres en los seres mismos; sino de su propia virtud, en él y por él, posee por anticipación la idea, la ciencia y la sustancia de todas las cosas; no que las contempla en su forma particular; sino que las ve y las penetra en su causa que comprende enteramente. Así la luz, si fuese inteligente, conocería las tinieblas por anticipado y en sus propias cualidades, las tinieblas no pudiendo concebirse de otra forma que por la luz. Después de conocerse, la divina sabiduría conoce todo; concibe y produce inmaterialmente las cosas materiales, indivisiblemente las cosas divisibles, la diversidad con simplicidad y la pluralidad con unidad. Pues, si Dios produce todos los seres por la unidad de su fuerza, los conocerá todos también en la unidad de su causa puesto que proceden de él y preexisten en él. Y no recibe de las cosas la ciencia que tiene de ellas; sino más bien les da a todas conocerse ellas mismas y ser conocidas la una por la otra. Dios no tiene pues un conocimiento particular por el cual se comprende y otro conocimiento por el cual comprende generalmente el resto de los seres; sino, causa universal, desde que se conoce. no sabría ignorar lo que él mismo ha producido. Así Dios sabe todas las cosas, porque las ve en él y no porque las ve en ellas mismas; así, incluso los ángeles que, según las Escrituras, saben lo que pasa en la tierra, constatan los fenómenos sensibles, no por la vía de los sentidos, sino por una fuerza superior y por la propiedad de su entendimiento hecho a la imagen de Dios.

    III. Ahora hay que buscar cómo conocemos a Dios, a quien ni el entendimiento ni los sentidos llegan, y que no es nada de lo que existe. Ahora bien, ¿No es cierto decir que la naturaleza de Dios nos es desconocida puesto que supera toda razón, todo espíritu y no sabría llegar a ser el objeto de nuestra ciencia? ¿No es cierto que por el magnífico orden del universo que Dios ha establecido, y donde relucen las imágenes y los vestigios de las ideas divinas, somos elevados, como por un camino natural y fácil, hasta el soberano ser, tanto como lo permiten nuestras fuerzas, negando todo de él y situándole por encima de todo, y considerándole como la causa de todo? Por esta razón todas las cosas hablan de Dios, y nada habla bien de él, se le conoce por ciencia y por ignorancia a la vez, es accesible al entendimiento, a la razón, a la ciencia; se le discierne por la sensibilidad, por la opinión, por la imaginación, en fin se le nombra; y por otra parte, es incomprensible, inefable, sin nombre. No es nada de lo que existe, y nada de lo que existe lo hace entender. Es todo en todas las cosas y no está esencialmente en ninguna. Todo lo revela a todos y nada lo manifiesta a nadie: estas locuciones diversas se aplican muy bien a Dios y se le puede designar por todas las realidades en lo que todos tienen alguna analogía con él, quien las ha producido. Pero hay todavía un más perfecto conocimiento de Dios que resulta de una sublime ignorancia y se cumple en virtud de una incomprensible unión; es cuando el alma, dejando todas las cosas y olvidándose de ella misma, es sumergida en las aguas de la gloria divina y se ilumina entre estos espléndidos abismos de la sabiduría insondable. No obstante repito que se puede conocer a Dios por la creación; pues, según las Escrituras, es él quien ha creado todas las cosas, y establecido inviolables relaciones; quien ha fundado, y que mantiene el orden y la armonía universal; quien une felizmente juntos la extremidad inferior de un rango más elevado y la extremidad superior de un rango subalterno, y lleva a todas las criaturas a una maravillosa unidad y a un acuerdo perfecto.

    IV. Dios es también llamado razón en las sagradas Letras, no solamente porque es el distribuidor de toda razón, inteligencia y sabiduría, sino también porque en su unidad preexisten las causas de todo y penetra el universo, extendiéndose potente del uno al otro confín, como dicen nuestros oráculos; sino sobretodo porque la razón divina es de una simplicidad sin igual, y su excelencia infinita lo hace esencialmente superior a todo. Y esta razón no es otra cosa más que la verdad en su simplicidad perfecta, y el puro e infalible conocimiento de las cosas; y bajo este aspecto se vuelve objeto de la fe divina; y la fe, base inquebrantable, fija a los creyentes en la verdad, y fija la verdad en ellos; y la conocida verdad en su pureza, los fieles se atan a ella con una fuerza y una persuasión invencibles. Pues, si el conocimiento une con intimidad su sujeto y su objeto; y si la ignorancia es por él en quien reside, un principio de alteración y de variación, ciertamente quien cree de verdad, como dice la palabra sagrada, no podrá ser desviado de la fe, que guardará con firme constancia y permanente inmutabilidad. El fiel así consagrado tiene plena conciencia de su felicidad, aunque la multitud lo acuse de desatino y de locura. Por lo demás, es justo; pues no sabe que del error ha pasado a la verdad por la fe. Pero él, ve muy bien, que no ha perdido razón, como lo parece, y que por la posesión de la santa e inmaculada verdad, está librado de la inestabilidad y de las fluctuaciones que lo empujaban sin cesar de error en error. Así, cada día, nuestros maestros en la sabiduría divina soportan la muerte por la verdad y atestiguan por sus discursos y sus obras que la doctrina cristiana atañendo a Dios y a la verdad prevalece en fuerza y en elevación sobre cualquier otra e incluso que es la única doctrina verdadera y noble.

 

CAPITULO XIII

De la perfección y de la unidad

    I. Pero ya es sufrimiento sobre este punto. Nos queda, si lo juzgáis conveniente, enfocar la cuestión sobre su aspecto más completo; pues la teología afirma cada cosa por separado y todas las cosas juntas del soberano creador; lo llama perfecto y uno. Ahora bien, Dios es perfecto, no solamente porque posee esencialmente la perfección, y porque encuentra en él, y en virtud de su propia naturaleza, su forma inmutable, y que todos sus atributos son absolutamente perfectos; sino incluso porque su perfección supera a la de todos los seres; que todo lo que es infinito encuentra en él su límite, mientras que él mismo no conoce límites y no sabría estar ni encerrado ni contenido; y porque se extiende a la vez a todo y más allá de todo, por sus dones inextinguibles y sus obras incesantes. Se le atribuye también la perfección, porque todas las cosas preexisten en él, y porque la influencia universal e inalterable, los torrentes siempre fecundos y abundantes de su liberalidad comunican la perfección a todo lo que la posee, y hace todas las cosas a la imagen de la suprema perfección.

    II. Dios es llamado Uno, porque dentro de la excelencia de su singularidad absolutamente indivisible, comprende todas las cosas y porque sin salir de la unidad, es el creador de la multiplicidad; pues nada está desprovisto de unidad; pero como todo número participa en la unidad, de tal manera que se dice un par, una decena, una mitad, un tercio, un décimo, así todas las cosas y cada cosa, y cada parte de una cosa tienen algo de la unidad; y no es más que en virtud de la unidad que todo subsiste. Y esta unidad, principio de los seres, no es porción de un todo; pero, anterior a toda universalidad y multitud, ha determinado ella misma toda multitud y universalidad. Pues no hay pluralidad que no sea uno por algún sitio: lo que es múltiple en sus partes, es uno en su totalidad, lo que es múltiple en sus accidentes es uno en su sustancia; lo que es múltiple en número, o por las facultades, es uno por la especie; lo que es múltiple en sus especies es uno por el género; lo que es múltiple como producción es uno en su principio. Y no hay nada que no entre en participación alguna de este uno absolutamente indivisible y encerrando en su simplicidad perfecta cada cosa individualmente, y todas las cosas juntas aún cuando están mutuamente opuestas. La pluralidad no existiría sin la singularidad; pero la singularidad puede existir sin la pluralidad, como la unidad puede todo número múltiple. Y si consideráis las diversas partes del universo como unidas enteramente entre ellas, tendréis entonces la unidad en la totalidad.

    III. Hay que señalar, además, que las cosas nunca son consideradas unidas, mientras no presenten el carácter específico de una unidad preconcebida. En fin se ve que la unidad es el principio elemental de todo; y si hacéis abstracción, no hay ni totalidad, ni parte, no hay nada ya: pues todas las cosas preexisten, y están contenidas sobreeminentemente en la unidad.

    Así la teología, considerando a la Trinidad como única causa de todo lo designa bajo el nombre de unidad; y enseña que no hay más que un solo Dios Padre, un solo Señor Jesucristo, un solo y mismo Espíritu Santo, en la simplicidad inefable de una misma unidad, donde todas las cosas preexisten maravillosamente, y son reunidas y unidas sin división. Es pues con razón que se atribuye y que se relaciona todo a esta naturaleza augusta; pues ha producido todo y ha ordenado todo; en ella todo subsiste y se mantiene; todo recibe de ella su complemento y todo se dirige hacia ella. Y no encontraréis un solo ser que no deba lo que es, y su perfección y su permanencia a esta unidad trascendente que reconocemos en la Santísima Trinidad. En consecuencia, hay que, llevados de la pluralidad a la unidad por la virtud de la simplicidad divina, dar gloria especial a la Trinidad y Unidad celestial, como al principio único de las cosas, que precede a toda singularidad y pluralidad toda fracción y totalidad, todo límite e inmensidad, todo finito e infinito; que constituye a todos los seres, e incluso la razón del ser; que, sin alteración de su unidad, produce cada cosa y la totalidad de las cosas, coexistiendo, anterior y superior a todo, prevaleciendo sobre toda unidad creada, de la cual produce él mismo la forma esencial: pues la unidad que aparece en las criaturas se concibe como nombre y todo nombre participa en la existencia. Pero la unidad sobreesencial determina la razón de la unidad y todo número creado; es el principio, la causa, la medida y el orden de la unidad, del número y de todo lo que existe. Y aunque se atribuya a la divinidad que supera todas, los nombres de Unidad y Trinidad, esta Trinidad y esta Unidad, sin embargo, no pueden ser conocidas por nosotros, ni por ningún ser; pero a fin de glorificar santamente esta esencia indivisible y fecunda, designamos por los nombres de Trinidad y de Unidad lo que es más sublime que ningún nombre, más sublime que ninguna sustancia. Pues no es ni unidad, ni trinidad; no es ni número, ni simplicidad, ni fecundidad; no es ni existencia alguna, ni cosa conocida que pueda desvelar la esencia divina tan excelentemente elevada por encima de todas las cosas, desvelar un misterio superior a toda razón, a toda inteligencia; y Dios no se califica ni se explica; su majestad es absolutamente inaccesible. Aunque se le llame bueno, no es que este título sea perfectamente digno de él; sino es que por el deseo de concebir y de expresar algún pensamiento referente a esta inefable naturaleza, se le consagra principalmente la más augusta de todas las denominaciones. Este lenguaje está perfectamente conforme con el de las Escrituras; y no obstante está lejos de representar toda la verdad. De ahí viene que los teólogos han preferido .elevarse a Dios por el camino de las locuciones negativas; porque así el alma se libra de las cosas materiales que le oprimen y penetra a través de las puras nociones que se puede tener de la divinidad; y más allá de las cuales reside él, que supera a Todo, a toda razón, a todo conocimiento; y que en fin se une íntimamente a él, en la medida que puede comunicarse y de que somos capaces de recibirlo.

    IV. Hemos recogido en este discurso y explicado lo mejor posible los nombres divinos puramente inteligibles. No solamente nos hemos quedado debajo de la dignidad de semejante tema, pues los mismos ángeles podrían decir lo mismo con veracidad, pues los últimos de entre ellos superan a nuestros más excelentes teólogos: no solamente los teólogos y sus estudiosos editores y sus discípulos nos superarían; nos falta mucho para llegar a la altura de nuestros colegas. Es por esta razón que si hay exactitud en nuestro lenguaje y si en la medida de nuestras fuerzas hemos facilitado alguna feliz interpretación de los nombres divinos, se tiene que rendir homenaje al autor de todos los bienes, que primero da la gracia de expresarse, y luego la de expresarse bien. Si algún punto, parecido a los que hemos tratado, ha sido omitido, hay que suponer que lo aclararíamos de la misma forma que los precedentes. Si, por el contrario, nuestras expresiones son inexactas y nuestras exposiciones imperfectas; y si nos hemos alejado de la verdad en todo o en parte, sed lo suficientemente benevolente para rectificar al que no está en ignorancia voluntaria, instruir al que necesita aprender, socorrer al que es débil, devolver la salud al que no se complace en estar enfermo. Sed suficientemente bueno para dejar llegar hasta mí lo que os ha dado la riqueza infinita, sea que la hayáis encontrado en vos, sea que otros os la hayan transmitido. Que no le sea molesto hacer bien a nuestro amigo; pues como veis, no he retenido cautiva en mí ninguna de las enseñanzas de la santa tradición; sino que las he comunicado en toda su pureza y haré partícipe de ellos tanto a vosotros como a piadosos personajes, tanto como seamos capaces yo de hablar de ello, y mis auditores de entenderlo; y así será respetada la tradición a no ser que no llegue a comprender o a expresar mal nuestra doctrina. Pero, si Dios quiere tener a bien, que estas cosas sean y queden dichas terminamos aquí nuestro tratado de los nombres inteligibles de Dios.