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ALAN WATTS (1915-1973)
MITO Y RITUAL EN EL CRISTIANISMO
(Selección)
Ed. Kairós, Barcelona, 1988.
 

PROLOGO

         Hasta el momento no se ha escrito ningún libro, que yo sepa, sobre mitología cristiana. Hay algunas buenas razones para esta omisión, pues el tema es extremadamente delicado y complejo, no a causa del material en sí, sino por la especial susceptibilidad que despierta todo este asunto. Sobre el cristianismo existen opiniones radicalmente diferentes y ardientemente defendidas –tanto respecto a lo que es, como a si es algo "bueno" o no. De modo similar, hay amplias divergencias en lo que respecta a la naturaleza y valor de la mitología, que sólo muy recientemente se ha convertido en objeto de investigación seria. Pues bien, cuando se unen ambos aspectos, podríamos decir que uno se está "metiendo en camisa de once varas" –y metiéndose hasta el fondo.

         Para empezar, ¿qué es el cristianismo? Sobre esto no hay un acuerdo general. ¿Consiste en la enseñanza de Jesús o en las enseñanzas de la Iglesia sobre Jesús o en ambas, y en este caso qué versiones de las enseñanzas de Jesús y qué Iglesia? Simplemente no hay modo de tomar una decisión sobre estas cuestiones que complazca a todo el mundo. Además, como todos los occidentales estamos tan estrechamente implicados en la tradición cristiana, es prácticamente imposible ser "científicamente objetivo" sobre ella. dado que no poseemos la necesaria "distancia cultural". Si uno trata de ser objetivo es automáticamente tachado de "liberal", como opuesto a los "ortodoxos", y de este modo se cae en la rutina en el mismo esfuerzo por salir de ella.

         Por tanto, para poder introducimos en el tema sin volúmenes de argumentación preliminar, debe tomarse una decisión, y necesariamente tendrá que ser algo arbitraria. Así pues, este libro adopta la perspectiva, declaradamente arbitraria, de que "el cristianismo" se halla contenido en las enseñanzas y tradiciones de la Iglesia católica, tanto la romana como la ortodoxa oriental. Quizás esta decisión no es demasiado arbitraria, pues el autor no es cristiano ni católico en ningún sentido "partidista" de estas palabras. La base para la elección es doble. Por una parte, la tradición católica es tanto la más amplia como la más antigua de las tradiciones cristianas, y parece haber tenido la influencia cultural más notable. Por otra parte, es también la más rica en contenido mitológico.

         Esto nos conduce al segundo problema: ¿qué es la mitología? Emplear esta palabra en su sentido popular y ponerla en la misma frase que la palabra "cristianismo" es invitar a la protesta inmediata de casi cualquier variedad de ortodoxia cristiana. Pues la mayoría de los católicos y protestantes insistirá en que todo lo que es verdaderamente importante en el cristianismo es no mito, sino historia y realidad. Ciertamente, las ortodoxias debaten algunas cuestiones menores (y un número todavía más reducido de cuestiones mayores) relativas a la verdad factual. Por ejemplo, los protestantes no aceptan que la asunción de la Virgen María sea un hecho histórico, y los católicos no insistirán en la historicidad de todas las leyendas sobre el madero de la cruz. Pero debates de esta naturaleza no nos ocuparán aquí, pues en este libro vamos a tratar del cuerpo completo de la tradición católica sin hacer ninguna distinción entre hecho y fantasía. En el sentido de la palabra, tal como se emplea en este libro, toda la tradición es "mitológica".

         Y es que la palabra "mito" no se emplea aquí con el significado de "falso" o "ahistórico". El mito se define como un complejo de historias –algunas indudablemente fácticas, otras fantásticas– que, por varias razones, los seres humanos consideran demostraciones del significado interno del universo y de la vida humana. El mito es muy diferente de la filosofía en el sentido de conceptos abstractos, pues la forma del mito es siempre concreta, consistente en relatos vividos, inteligibles de manera sensorial, imágenes, ritos, ceremonias y símbolos. Cierto número de mitos, por tanto, puede basarse en acontecimientos históricos, pero no todos los acontecimientos adquieren carácter mítico. Nadie ha basado ningún tipo de culto o religión en el hecho indudable de que el doctor Samuel Johnson bebía asombrosas cantidades de té. Pues este hecho se considera poco edificante y trivial, a pesar de sus consecuencias realmente infinitas, y a pesar de la posición filosófica de que todos y cada uno de los hechos encarna todo el misterio del universo.

         Alies Vergängliche
         Ist nur ein Gleichnis.

         Ni siquiera un hecho tan importante como el descubrimiento de la imprenta por Gutenberg ha adquirido significado mitológico, pues carece de esas cualidades especiales que encienden la imaginación, que exigen de la mente humana el reconocimiento de una revelación del significado que subyace al universo.

         Esta definición de mito es probablemente bastante clara, aunque muchos especialistas en mitología puedan no estar totalmente de acuerdo con ella. El problema es mucho menos claro cuando nos paramos a considerar cómo y por qué ciertos acontecimientos, leyendas o símbolos adquieren el estatuto de mito. Todavía más profundo es el problema de qué "significan realmente" estos mitos (si es que significan algo). No creo que estemos cerca de una comprensión plena del proceso que gobierna la formación del mito, del motivo (o la razón de ser) por el que la mente humana selecciona algunos relatos como poseedores de significado mítico y otros como simplemente históricos o carentes de consecuencias. Estos procesos son, en una medida muy amplia, inconscientes. Sólo muy ocasionalmente la gente exclama, tras escuchar o contemplar un relato: "Esto es obviamente mítico, porque simboliza con claridad nuestras perspectivas filosóficas acerca del significado del universo". Pues mucha gente que tiene mitos no posee nada que se parezca a concepciones filosóficas.

         Además, muchas historias que se convirtieron en míticas carecen de etiqueta que indique que son tales. Esto no sucede con las historias cristianas, ya que los sacerdotes y profetas que las pronunciaron por vez primera dijeron: "Así dijo el Señor", y creían honestamente que no estaban inventando cuentos extraños, sino que eran receptáculos de la revelación divina (y no cabe duda de que el propio Jesús realmente afirmó alguna especie de origen divino o de afinidad con lo divino). Pero gran número de cuentos de héroes y de hadas no llevan un sello tan obvio. No obstante, en general podría decirse que se reciben como míticos porque sus acontecimientos poseen una cualidad milagrosa o "numinosa" que les hace destacar como especiales, asombrosos, fuera de lo ordinario y, por tanto, representativos del poder o Poder que subyace al mundo.

         Pero no resulta fácil decir por qué, en determinadas épocas, algunas de esas narraciones inhabituales, ciertas imágenes y símbolos, parece que encarnen el sentir colectivo de un gran número de personas y manifiesten una cualidad tan compulsiva y conmovedora que los seres humanos tienen la impresión de que la vida misma depende de su repetición y representación. ¿Por qué, por ejemplo, la mente de Occidente quedó fascinada por el mito de Cristo más que por la historia de Mitra? ¿Cómo es que los mitos pierden su poder y que después de florecer durante siglos en Egipto y pasar a la civilización romana, el mito de Isis y Osiris no siguió viviendo en Europa occidental? ¿Cómo es, sin embargo, que el mito que llega a ser dominante conserva algunas de las características del mito que entra en decadencia, que hay ciertas similitudes importantes entre Osiris y Cristo, Isis y la Madre Virgen?

         Desde luego, esto se halla inseparablemente unido al problema de "qué significan verdaderamente" los mitos (es decir, si realmente significan algo y no se trata simplemente de "crecimientos naturales" como el de las flores o los peces). Quizás los mitos surjan de la mente humana del mismo modo que los cabellos nacen de la cabeza humana. Se han dado muchas modas de opinión entre los que pretenden interpretar los mitos científicamente. Los antropólogos de la época y la escuela de sir James Frazer se inclinaban por la concepción de que el significado de los mitos era astronómico, vegetativo o sexual (una visión que todavía tiene gran peso). Se mantenía que los mitos eran explicaciones ingenuas del comportamiento de los cuerpos celestes, de las misteriosas fuerzas que gobiernan el crecimiento de las plantas, las cosechas y el ganado, o de los fascinantes poderes que se hallan detrás del amor sexual y de la generación. Con el desarrollo de ideas teológicas y filosóficas más sofisticadas, las explicaciones sufrieron transformaciones que frecuentemente implicaban un cambio del misterio que se trataba de explicar (en la medida en que la mente del hombre concebía los poderes en cuestión como algo más que el Sol, las cosechas y el sentimiento de amor). En otras palabras, las historias permanecían, pero sus significados, así como los nombres de sus caracteres centrales, eran cambiados para adaptarse a formas más maduras de pensamiento.

         Si bien esta teoría probablemente da cuenta de algunos mitos, hay varios aspectos en los que resulta insatisfactoria. La generación más antigua de antropólogos siempre estaba dispuesta a ver al hombre "primitivo" en términos que presuponían que la inteligencia comenzó con los griegos y alcanzó su plenitud en la Europa occidental (y todas las demás culturas, comparadas con aquélla, se hallaban en estado de relativa oscuridad y superstición). Por tanto, inventaron una idea del "hombre primitivo" como un ser cuya inteligencia se suponía que consistía en algunos balbuceos rudimentarios frente al tipo de sabiduría monopolizado por la civilización occidental. Sin soñar siquiera que existan otros tipos de inteligencia y sabiduría (y altamente desarrollados), así como objetivos vitales diferentes de los contemplados por el hombre occidental, estos antropólogos no hallaron más que aquello que sus prejuicios les permitía ver. Su premisa era que su propia cultura, en tanto que la última en el tiempo, representaba la máxima cumbre de la evolución. Las culturas iniciales debían ser. por tanto, formas elementales de la cultura "moderna", y su grado de civilización e inteligencia tenía que ser medido por el grado en que sus valores se aproximaran a los valores modernos.

         Así, todavía hablamos de algunos pueblos como "primitivos" y "retrasados" porque no se preocupan de atravesar la Tierra a grandes velocidades, de acumular más posesiones de las que pueden razonablemente disfrutar, de aniquilar toda paz y todo silencio de la mente con una incesante corriente de verborrea de los periódicos o la radio, o de vivir como sardinas en la polución acústica y ambiental de las grandes ciudades. Parece haber escapado a nuestra imaginación el que la evolución y el progreso han tenido lugar en direcciones muy distintas a esas. Dicho en pocas palabras, las llamadas culturas primitivas no eran tan estúpidas como nos gusta creer, y sus mitologías pueden haber tenido otros propósitos muy distintos de los intentos de resolver los problemas especiales en que nuestra ciencia se interesa.

         Deberíamos, por tanto, considerar otras dos teorías del mito, la primera de las cuales deriva de las investigaciones del psicólogo suizo Carl Gustav Jung. Formulada de manera simple, su teoría es que el mito se origina mediante el sueño y la fantasía espontánea, más que en cualquier intento deliberado de explicar algo. Esto se basa en el descubrimiento de que los sueños y fantasías libres de miles de pacientes modernos contienen los mismos motivos, patrones e imágenes que las mitologías antiguas, y que muy frecuentemente surgen sin ningún conocimiento prvio de estos materiales antiguos. Para esto Jung tiene una explicación que es mucho más simple y directa de lo que su terminología sugiere a primera vista. Su teoría del origen del mito en el inconsciente colectivo parece altamente especulativa y "mística", por lo cual es poco popular entre los amantes de la objetividad científica.

         Ahora bien, el inconsciente colectivo no es una especie de espíritu trascendental que impregna a todos los seres. Observemos el cuerpo humano. En todas las épocas y en todos los lugares adopta la misma forma y la misma estructura general y no nos sorprende lo más mínimo que personas nacidas hoy en Nueva York posean la misma formación ósea que las nacidas hace cuatro mil años en Mohenjo-Daro. Además, la formación ósea. al igual que la compleja estructura de la respiración, la circulación, la digestión y lodo el sistema nervioso, no fue diseñado por nosotros conscientemente. Todo ello simplemente se desarrolla, y nosotros tenemos tan sólo una noción muy vaga de cómo lo hace. Y la estructura física de un físico–químico no se desarrolla ni más ni menos eficientemente que la de un campesino analfabeto. Así pues, la forma material del ser humano es colectiva en el sentido de común a todos ellos, ya que los seres humanos –por definición– son criaturas que tienen, justamente, esta forma. El proceso mediante el cual se desarrolla esta forma es inconsciente (y de este modo el inconsciente colectivo es simplemente un nombre para este proceso que es tanto inconsciente como común a todos los seres humanos).

         Las diferencias extremas en la forma humana son, en buena parte, el resultado de alguna interferencia consciente en este proceso, como cuando las mujeres ubangi alargan sus labios utilizando discos de madera. Pero cuando se deja la formación del cuerpo al proceso inconsciente, un cuerpo crecido en África sigue siendo en todos sus aspectos generales igual que un cuerpo crecido en América. Suponiendo que los pensamientos, los sentimientos, las ideas y las imágenes son o partes del cuerpo humano. funciones del mismo, o al menos actividades configuradas por el mismo proceso, uno debería esperar hallar el mismo carácter colectivo o común cuando se permite que los pensamientos y las imágenes se desarrollen sin interferencia consciente. como en los sueños y las fantasías espontáneas. Esto nos ofrecería una explicación al mismo tiempo razonable y simple del hecho de que los mitos "soñados" hace cinco mil años en Caldea son, en sus aspectos esenciales, como los hallados tres mil años más tarde en Méjico u hoy en Londres o Los Ángeles.

         Si la teoría de Jung es correcta ¿nos dice algo acerca del significado del mito? Jung cree tener pruebas muy sólidas de que los sueños y las fantasías son síntomas de las direcciones tomadas por los procesos psicológicos inconscientes. En otras palabras, capacitan al psiquiatra para diagnosticar una condición psicológica de salud o enfermedad del mismo modo que el pulso o un análisis de sangre o de orina capacitan al médico para comprobar la salud general del cuerpo. De aquí procede una idea posterior de enorme importancia.

         En lo que se refiere a la salud del cuerpo, medimos la "salud" mediante un estándar colectivo o normal. Es decir, una persona está sana si sus procesos físicos inconscientes funcionan sin especial interferencia, permitiéndole sobrevivir sin dolor indebido hasta la edad más elevada que parece alcanzable por una mayoría de seres humanos. Además, la función sanadora de un médico consiste generalmente en ayudar a que los procesos inconscientes del cuerpo emprendan una resistencia a la enfermedad en la que se encuentran ya implicados –y de modo muy genuino. De manera razonable, Jung ha operado una transposición en términos psicológicos. Está convencido de que el psiquiatra cura del modo más efectivo cuando ayuda a los procesos mentales que son igualmente inconscientes, formativos, sanadores y comunes a todas las personas. Esto le ha llevado a confiar en la "sabiduría" del inconsciente colectivo y a respetarla del mismo modo que los médicos confían en la ingeniosa sabiduría del cuerpo.

         Lo que resulta especialmente interesante para nuestro propósito es su pretensión de que los sueños y fantasías de la gente psicológicamente sana tienden a parecerse a la forma general de aquellos grandes mitos colectivos que subyacen a las tradiciones espirituales y religiosas de la raza. Por ejemplo, Jung muestra que en las etapas finales de la sanación psicológica los pacientes soñarán o producirán en su fantasía la imagen de una círculo dividido en cuatro partes o mándala con una gran variedad de formas particulares. De manera asombrosa, tradiciones mitológicas tan diferentes como la cristiana y la budista emplean tipos de este círculo o imagen mándala para representar sus diferentes nociones de plenitud (ejemplos famosos de mándala cristiano son los rosetones de las catedrales góticas y la visión de Dios en el Paradiso de Dante).

         La implicación general de la teoría de Jung es, por tanto, que los grandes mitos colectivos representan, de algún modo, la obra sanadora y formativa de los procesos psicológicos inconscientes del ser humano, en los que él debe aprender a confiar, respetar y ayudar en su pensamiento y su acción conscientes. Con unos cuantos cambios en la terminología, no hay nada en esta teoría que tuviera que resultar objetable para un cristiano de casi cualquier tipo. He formulado la teoría en su forma más "física", pero dado que nadie tiene hoy día una noción clara respecto a qué son las cosas físicas o materiales, o si tales palabras significan algo en absoluto, no sería forzar las cosas demasiado equiparar la "sabiduría" del inconsciente con la inspiración del Espíritu Santo (siempre que no resultemos demasiado engreídos creyendo saber lo que el Espíritu Santo tiene en mente). "Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos –oráculo de Yahvé. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros" (Isaías 55: 8–9).

         La teoría del mito de Jung es útil y altamente sugerente hasta cierto punto, especialmente en su explicación del modo en que los mitos se forman realmente. No obstante, deja algo que desear en su interpretación concreta de los símbolos del mito, pues el "significado" final que emerge es una teoría vital, una filosofía psicológica, que constituye la hipótesis personal de Jung. a pesar del hecho de que contenga cierto número de elementos universales. Yo creo que se ha arrojado una luz todavía más profunda sobre la naturaleza del mito en su totalidad, gracias a uno de los intelectuales más eruditos y abiertos de nuestro tiempo –el fallecido Ananda Coomaraswamy, que fue durante muchos años conservador del Museo de Bellas Artes de Boston.

         Coomaraswamy representaba una escuela de pensamiento mitológico y antropológico (una escuela que se halla en crecimiento) que ha superado el provincianismo del siglo XIX y ha dejado de identificar sabiduría, progreso y cultura con las anormalidades y agitaciones peculiares del Occidente moderno. Dado que el homo sapiens probablemente ha habitado esta tierra durante un millón de años, más o menos, es más bien precipitado suponer que la cultura es un fenómeno relativamente reciente. Ananda Coomaraswamy ha mostrado con mucha habilidad que han existido culturas sumamente sofisticadas y profundas totalmente aparte de los tipos especiales de artefactos que nosotros consideramos imprescindibles (por ejemplo, la escritura, la construcción en ladrillo o piedra o el empleo de máquinas). Obviamente, tales culturas no perseguirán ni alcanzarán las metas que nosotros consideramos importantes, pero tendrán otras metas, sin relación con los peculiares deseos y "bienes materiales" del hombre moderno.

         En verdad, el hombre moderno confiesa que no tiene un objetivo en su existencia. El progreso, como él lo concibe, no se dirige a nada excepto a un mayor progreso, de modo que su vida está dedicada a la persecución cada vez más frenética de "un mañana que nunca llega". Coomaraswamy ha señalado que en este sentido nuestra cultura es históricamente anormal, y la mayor parte de su obra ha sido una amplia documentación del hecho de que en casi todas las demás culturas ha existido una filosofía de la naturaleza del hombre y su destino que era unánime, común y perenne (que difería de un lugar a otro sólo en la terminología, en los puntos que se destacaban y en la técnica). Esto no era filosofía en el sentido habitual de "teoría especulativa"; era el amor a una sabiduría que consistía no en pensamientos y palabras, sino en un estado de saber y de ser. En tales culturas esta philosophia perennis ocupaba una posición central y respetada, aun si cualquier profundo interés en ella estaba limitado a una minoría.

         Hoy en día hemos llegado a identificar filosofía con "pensamiento" (es decir, con una vasta confusión de opiniones verbales) hasta el extremo de confundir las filosofías tradicionales de otras culturas con el mismo tipo de especulaciones. De este modo apenas somos conscientes de la extrema peculiaridad de nuestra propia posición, y nos cuesta reconocer el simple hecho de que ha existido un consenso filosófico único de alcance universal. Ha sido compartido por seres humanos que son testigos de las mismas intuiciones profundas y enseñan la misma doctrina esencial ya vivan en nuestros días o hace seis mil años, en Nuevo Méjico en el lejano Oeste o en Japón en el lejano Oriente. En la medida en que llegamos a darnos cuenta de su existencia, lo llamamos "metafísica" o "misticismo", pero tanto la visión profunda en que se basa como la doctrina o los símbolos en que se expresa son tan generalmente malinterpretados que "apenas sería exagerado decir que podría realizarse una descripción adecuada mediante la negación categórica de la mayoría de las afirmaciones que se han hecho sobre ello", tanto por sus críticos contemporáneos como por la mayor parte de sus actuales entusiastas. Pues entre ambos prevalece la opinión de que "el misticismo" es una huida de las realidades de la vida hacia un estado de ánimo puramente subjetivo que se declara más real que la simple evidencia de nuestros sentidos.

         A modo de "negación categórica", podría comenzar diciendo que una "metafísica" tradicional de este tipo supone una conciencia mucho más aguda de la simple evidencia de los sentidos de lo que es habitual, y que lejos de retirarse a un mundo propio, subjetivo y privado, toda su preocupación consiste en trascender la subjetividad, para que el ser humano pueda "despertar" al mundo concreto y real, tan distinto de aquél, que es puramente abstracto y conceptual. Aquellos que emprenden esta tarea dan testimonio unánimemente de una visión del mundo asombrosamente diferente de la del hombre medio socialmente condicionado (una visión a cuya luz el vivir y el morir, el trabajar y el comer dejan de ser un problema). Claro está que todo ello continúa, pero deja de ser la persecución frenética y frustrante de una meta que siempre retrocede, a causa del descubrimiento de que el tiempo (como se entiende ordinariamente) es una ilusión. Uno se libera de la manía de perseguir un futuro que no tiene.

         Otra consecuencia de esta conciencia aguda del mundo real es el descubrimiento de que lo que uno sentía que era su "yo" o "eso" también es una abstracción sin realidad –un descubrimiento en el que extrañamente el "místico" se une al científico, el cual "nunca ha sido capaz de detectar ningún órgano llamado alma". Aquello que ocupa el lugar del mundo convencional del tiempo y el espacio, uno mismo y los demás, se describe mediante negaciones ("no–nacido, no–originado, increado, no–formado"), pues su naturaleza no es verbal ni conceptual. En pocas palabras, los "videntes" de esta realidad son los "desencantados" y "desilusionados" (aquellos que son capaces de emplear pensamientos, ideas y palabras sin ser encantados e hipnotizados por su magia).

         Antes de indicar la conexión de su doctrina con el mito, debo resumir brevemente sus principios generales, siendo consciente, no obstante, de que la forma en que tienen que ser formulados por el momento no es la más apropiada para su comprensión en el presente. El mundo de la experiencia cotidiana, convencional, aparece como una multitud de cosas separadas, extendidas en el espacio y sucediéndose unas a otras en el tiempo. Su existencia se percibe siempre mediante contraste u oposición. Esto es, nos damos cuenta o aislamos la experiencia de la luz por contraste con la oscuridad, del placer con el dolor, de la vida con la muerte, el bien con el mal. el sujeto con el objeto. La oposición, la dualidad es, por tanto, la condición inevitable de este mundo, por mucho que podamos esforzarnos en superarlo, en mantener lo placentero y lo bueno y rechazar lo doloroso y lo malo (un esfuerzo que se convierte necesariamente en un círculo vicioso, puesto que sin dolor el placer no tiene sentido). Ahora bien, este mundo de opuestos es convencional y "aparente"; no es el mundo real. Porque la realidad no es múltiple, temporal, espacial, ni dual. Hablando de manera figurada, es más bien lo uno que los muchos. Pero parece ser múltiple mediante un proceso descrito de varios modos, como manifestación, creación por la palabra, desmembramiento sacrificial, arte, juego o ilusión –para mencionar sólo algunos de los términos mediante los cuales la doctrina explica la existencia del mundo convencional.

         En suma, el mundo múltiple de las cosas procede del uno y retorna al uno, aunque en realidad nunca es otra cosa que el uno, excepto en el juego, "arte" o apariencia. Su procedencia del uno y su retorno al uno, su alfa y omega, parece ser un proceso temporal porque el "arte" mediante el que se manifiesta implica la convención del tiempo. Mientras la mente humana está encantada por este "arte", toma la convención por la realidad y en consecuencia se ve implicada en el tormentoso círculo vicioso de la lucha con los opuestos, la persecución del placer y la huida del dolor. Pero uno puede liberarse o salvarse de este tormento eterno (circular) mediante el desencanto, viendo a través de la ilusión.

         Coomaraswamy ha mostrado que esta doctrina se comunica de dos modos. Uno es la formulación más o menos directa de sus principios tal como acabo de hacer y tal como se encuentra en las enseñanzas explícitas de las tradiciones "místicas". El otro modo es mediante la afirmación figurada o el mito. En algunos casos el mito puede haberse originado en la parábola o la alegoría, es decir, mediante la composición deliberada de "cuentos instructivos" por maestros de la doctrina tradicional. Pero probablemente en muchos más casos, la originación del mito es inconsciente y espontánea, en el sentido sugerido por Jung, pero representa la misma verdad que la doctrina (porque brota de un nivel sumergido de la mente que nunca ha sido asimilado por la ilusión del mundo convencional). Esto puede parecer una hipótesis fantástica, pero desde luego no es más fantástica que la práctica psicoanalítica habitual de curar neurosis siguiendo las insinuaciones y direcciones contenidas en la "sabiduría" de los sueños. Si, como Jung mantiene, el sueño es el síntoma de un proceso de la mente, inconsciente pero formativo. que trabaja en pro de la "totalidad", como ciertos procesos corporales trabajan en pro de la salud, no debería sorprendernos que el mito "represente" lo que se enseña también en la doctrina del desencanto (pues bien podría suceder que la libertad de la ilusión sea la salud propia de la mente). El cuerpo humano es a menudo más sabio que el médico experimentado, y bien podríamos esperar que el todavía más sorprendente organismo de cerebro y nervios fuese más sabio que el filósofo y el teólogo convencionales.

         Así pues, aunque Jung no llega tan lejos como Coomaraswamy en la identificación del contenido del mito con esa phisosophia perennis que ha tenido su lugar respetable en casi todas las culturas excepto la nuestra, su teoría de la formación de los símbolos míticos nos ofrece una explicación razonable del proceso por el cual una sabiduría de este tipo podría ser adivinada (o descubierta) por la mente popular no cultivada y no experimentada de la que emergen esos símbolos. Ciertamente, hay modos en que los símbolos expresan su verdad más adecuadamente que el lenguaje más formal y exacto de la doctrina, pues la verdad en cuestión no es una idea sino una realidad–de–la–experiencia tan fundamental y viva que no podemos inmovilizarla y saber acerca de ella en términos exactos:

Una expresión que representa una cosa conocida permanece siempre como un signo y nunca es un símbolo... Todo producto psíquico, en la medida en que es la mejor expresión posible, de momento, de un hecho todavía desconocido o sólo relativamente conocido, puede considerarse un símbolo, con tal de que estemos preparados para aceptar la expresión como designando algo que sólo se vislumbra y no es todavía claramente consciente.

         Coomaraswamy apunta lo mismo de modo ligeramente diferente:

Uno de los principales errores del análisis histórico y racional es suponer que la "verdad" y la "forma original" de una leyenda puede separarse de sus elementos milagrosos. La verdad es inherente a las maravillas mismas: "El asombro, pues esto constituye el comienzo mismo de la filosofía". Platón, Teeteto 1550, y del mismo modo Aristóteles, quien añade: "Así también el amante de los mitos, que son un conjunto de maravillas, es por la misma razón un amante de la sabiduría" (Metafísica 982 B). El mito representa, de los enfoques que pueden ser formulados con palabras, el más cercano a la verdad absoluta.

         En este sentido la "verdad absoluta" no es el resultado final de la especulación racional, sino el estado más central y fundamental, y por ello el más real, de nuestro propio ser. que es todavía "sólo vislumbrado y no claramente consciente".

         En un libro dedicado a una mitología especial, a diferencia de la mitología en general, no hay lugar para ofrecer una argumentación completa de los méritos de estas dos teorías, por lo que el lector debe recurrir a las obras de Jung y Coomaraswamy citadas a lo largo de este libro. El argumento sobre la naturaleza de la mitología debe ser llevado a la misma conclusión arbitraria que el argumento sobre la naturaleza del cristianismo –si este libro ha de empezar alguna vez. Pues sería imposible en el campo de una ciencia tan inexacta satisfacer o convencer a todo el mundo y, si hubiera que proseguir de modo riguroso, todo el esfuerzo se parecería a la carrera entre Aquiles y la tortuga. El Aquiles de la erudición científica nunca alcanzará a la tortuga del problema, porque debe detenerse a rizar el rizo, una y otra vez, ad infinitum.

         Una solución completamente diferente al problema de este libro sería explicar la mitología cristiana y católica en los términos proporcionados por la doctrina oficial de la Iglesia. Soy consciente de que se puede apostar fuerte por esta opción, pues la obra de algunos apologistas católicos modernos, tales como von Hügel, Gilson y Maritain es de la más elevada respetabilidad intelectual. No obstante, esta opción adolece de algunos defectos abrumadores, que creo aparecerán suficientemente a lo largo de este libro, de modo que en este momento bastará con resumirlos.

         El primero es que la doctrina oficial de la Iglesia confunde su propia posición intentando incluir dentro del mito, el dogma, afirmaciones que definen el mito (como que los acontecimientos descritos en él son hechos históricos o metafísicos, o que este mito es el único mito verdadero). Ahora bien, un enunciado que intenta decir algo de sí mismo constituye siempre un círculo vicioso sin sentido (¡es como tratar de pensar sobre el pensamiento A mientras estás pensando el pensamiento A!). Es de este modo como, a partir de la autoridad de la Iglesia o de la Biblia, uno cree que ésta es la única autoridad verdadera.

         El segundo es que lo que he denominado la philosophia perennis y no tiene este defecto, pues la autoridad de sus exponentes se ve corroborada siempre por otros, que hablan desde puntos de vista de culturas y tradiciones completamente diferentes. El cristiano que mantiene que las doctrinas del Vedanta o del budismo Mahayana –por poner un ejemplo– son inferiores a las suyas, no debe olvidar que él basa su juicio sobre criterios que ha adquirido del cristianismo (de modo que su conclusión era previsible, o simplemente fruto de prejuicios). Diríase que en el estado actual de nuestro conocimiento de otras tradiciones espirituales distintas del cristianismo, no hay ya excusa para el provincianismo religioso. Este conocimiento es ahora tan amplio que se está volviendo difícil ver cómo alguien puede considerarse teológicamente competente, en sentido académico, a menos que domine varias tradiciones aparte de la cristiana.

         El tercer defecto y quizás el más importante, es que las doctrinas oficiales delatan una extraña ansiedad por demostrar la factualidad literal del mito como base de su creencia. Pero esta creencia en el mito, este ansioso aferrarse a él como hecho y certeza, destroza totalmente su valor y su poder. Un Dios definido conceptualmente, un Cristo en el que se cree como una roca táctica, se transforma inmediatamente de imagen creativa en ídolo muerto. La ansiedad de creer es el opuesto mismo de la fe, de la autoentrega a la verdad (cualquiera que sea o pueda descubrirse que sea). En la philosophia perennis nunca se planteó la cuestión de la creencia (del deseo ferviente de que la verdad sea consoladora) ¡no porque no exista el deseo de ser consolado, sino por la clara comprensión de que el ser humano tiene emociones y deseos de naturaleza tan contradictoria que no pueden ser consolados por ninguna verdad! Además, la verdad en cuestión está fuera de toda relación con cualquier creencia o idea acariciada, pues es totalmente imposible expresarla –excepto en forma mítica o figurativa– en una formulación positiva. Esta verdad es vislumbrada por la mitología, pero no definida, y cualquier intento de comprenderla tratando sus enunciados como si tuvieran un carácter preciso, histórico o científico es –si alguno hay que lo sea– un pecado contra la luz.

         Hay dos razones –ciertamente comprensibles– por las que los teólogos contemporáneos, tanto católicos como protestantes, cierran sus ojos ante cualquier interpretación del cristianismo a la luz de la philosophia perennis. Una es el temor al sincretismo, al crecimiento de una "nueva religión" que sería una mezcolanza de los "mejores elementos" de las tradiciones existentes, un desarrollo que ciertamente ha sido defendido por personas con inclinaciones teosóficas. Pero como los rasgos esenciales de philosophia perennis se hallan completos en toda gran tradición, un sincretismo arbitrario de los "mejores elementos" de cada una, sin duda dejaría fuera algunos aspectos doctrinales y simbólicos cruciales. Una tradición mítica no se construye deliberadamente; al igual que toda cosa viva, se desarrolla (y un sincretismo artificial sería, en comparación, algo rígido y carente de vida).

         La otra razón es un temor al presunto "individualismo" y "acosmismo" de todo lo asociado con el misticismo. Esto es casi un ejemplo del refrán: "retírate que me tiznas, dijo la sartén al cazo", pues ¿qué podría ser más individualista que la pretensión del cristianismo oficial de ser la única verdad, o incluso la mejor versión de la verdad? El hecho de que tales pretensiones representen a un grupo no las convierte en menos individualistas que cuando pertenecen a una sola persona. Tales reivindicaciones están, además, a años luz de la mente de cualquier "vidente de lo real", pues a éste le resulta transparentemente claro que su individualidad es puramente convencional, y que precisamente sólo en la medida en que él ya no es un individuo puede disfrutar del conocimiento de la realidad. En lo que respecta al "acosmismo" (la noción de que todo el mundo convencional es falso y carente de valor), la philosophia perennis no dice más que "mi reino no es de este mundo". La cuestión es que las convenciones logran el valor de arte y belleza sólo cuando se ve que son convenciones y se emplean desde una perspectiva más elevada, que "no es de este mundo". Las convenciones de tiempo, espacio, multiplicidad y dualidad son falsas hasta que se comprende que son convencionales, a partir de lo cual son "redimidas" y logran la plena dignidad del arte.

         En las páginas que siguen, nuestro principal objetivo será describir uno de los mitos más incomparablemente hermosos que han florecido en la mente del ser humano o en los procesos inconscientes que lo configuran y que son, en cierto sentido, más que el ser humano. No nos ocuparemos de en qué medida el mito está tejido de hechos históricos y en qué medida de ficciones (teniendo en cuenta que hemos definido el mito como cualquier relato, fáctico o fantástico, que se considere que muestra el sentido interno de la vida). Por otra parte, será una descripción y no una historia de la mitología cristiana, lo cual requeriría una obra para sí sola, ya que nuestro objetivo es mostrar lo que esta flor es, y no cómo puede haberse formado. Después de la descripción, trataremos de ofrecer una interpretación del mito siguiendo las líneas maestras de la philosophia perennis, con el fin de destacar el carácter verdaderamente católico o universal de los símbolos y compartir el gozo de descubrir una fuente de sabiduría en un campo en el que tantos han abandonado hace tiempo la esperanza de algo que no sea un desierto de tópicos.

         Cualquiera que haya estudiado el cristianismo con los métodos actualmente empleados en las universidades y escuelas teológicas debe acostumbrarse a una perspectiva más bien inusual al abordar el cristianismo como un mito coherente. Hoy día el cristianismo es estudiado casi invariablemente como un desarrollo histórico a partir de sus orígenes hebreos y griegos. Si fuéramos a seguir ese método, tendríamos que abordar la mitología cristiana mediante capítulos preliminares sobre mitología babilonia, egipcia, hebrea, asiria, persa, grecorromana, céltica y teutónica. Pero esta especie de perspectiva histórica no constituye la visión del mundo de las épocas patrística y escolástica, durante las cuales el mito cristiano alcanzó su pleno florecimiento. Me gustaría describir el mito más o menos como habría aparecido a un ser humano que viviera en la edad dorada de su poder, quizás a finales del siglo XIII.

         Para tal ser humano, el centro de la historia era la aparición de Cristo, y toda la historia se leía en referencia a Cristo. Es decir, el Antiguo Testamento se leía hacia atrás y se consideraba como una prefiguración de la encarnación y de la Iglesia. La historia de la creación y la caída del ser humano se leían y comprendían en términos no de la primitiva mitología hebrea, sino a la luz del altamente desarrollado dogma de la Santísima Trinidad y de la angelología y cosmología de san Dionisio pseudo-Areopagita, san Agustín y Santo Tomás.

         Cualquiera que haya visitado las grandes catedrales medievales de Europa o estudiado las páginas de los manuscritos ilustrados habrá percibido una total ausencia de realismo histórico en la mente medieval. Los patriarcas y los profetas, así como las figuras del Nuevo Testamento, usaban las ropas y habitaban viviendas características de la Europa occidental entre el año 900 y el 1400. Incidentes del Antiguo y del Nuevo Testamento se yuxtaponen según la teoría de los "tipos", en la que el árbol del conocimiento se halla frente al árbol de la cruz, el éxodo frente a la resurrección, las ascensiones de Enoch y Elías frente a la ascensión, etc. Todo esto trata de mostrar que el interés primordial de la mente medieval era no tanto la historia como el simbolismo de la narración cristiana. Los días festivos de la Iglesia en los cuales el creyente revive acontecimientos de esta narración no eran simples conmemoraciones históricas, sino más bien modos de participar en el ritmo, la realidad misma, de la vida divina. De esta vida los sucesos históricos constituían las manifestaciones terrestres, las acciones externas de la voluntad de Dios sobre la tierra tal como es –per omnia saecula saeculorum– por todos los siglos de los siglos en el cielo.

         Tenemos que aplicar a la ordenación e interpretación de las fuentes del mito cristiano un cambio de perspectiva similar. Un protestante moderno basaría todo en la Biblia, pero para un católico la fuente principal de la revelación cristiana es "Cristo–en–la–Iglesia", o más bien el propio Espíritu Santo informando e inspirando el cuerpo de Cristo viviente. Esto da lugar al principio católico lex orandi lex credendi –la ley del culto es la ley de la creencia. Lex orandi, la ley del culto, no es la simple norma litúrgica; es el estado de la Iglesia en el culto, que quiere decir en el mismo acto de unión con Dios aquí y ahora. De este modo la Iglesia, en esta posición autorizada, promulga, en primer lugar, la liturgia. Esto incluye sobre todo la eucaristía y los otros seis sacramentos, de los cuales se afirma que fueron instituidos por el propio Cristo y por tanto encarnan la ley inicial y más básica de la vida cristiana. En segundo lugar se hallan las sagradas escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y los apócrifos, que se considera que han sido escritos o aprobados por la Iglesia de tal modo que la autoridad de la escritura deriva de la Iglesia, y no viceversa. En tercer lugar vienen los credos de los apóstoles y de Nicea, que constituyen la síntesis oficial de la Iglesia acerca de los puntos esenciales enseñados tanto en la escritura como en la tradición. En cuarto lugar se halla otra parte de la liturgia, el oficio divino, contenido en el breviario y que consiste en el culto diario de la Iglesia aparte de la misa –compuesto de los salmos con sus antífonas estacionales, los himnos oficiales de la Iglesia y varias lecciones de las escrituras y los escritos de los padres.

         Estas fuentes, con la perspectiva particular implicada en su ordenación jerárquica, constituyen la estructura básica del mito cristiano, y del mismo modo que las ramas de un árbol se llenan de hojas y flores, esta estructura se amplía con la vasta riqueza de simbolismo en el arte y el ceremonial, con las leyendas, la hagiografía y la tradición, para constituir –como un verdadero árbol de la vida– uno de los mitos más completos y hermosos de todos los tiempos.