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Edad Media
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DANTE ALIGHIERI (1265 - 1321)
LA DIVINA COMEDIA
(Canto XXIV del Paraíso, selección)
Ed. Espasa Calpe: col. Austral. Madrid, 17ª edición, 1994
Edición de Angel Chiclana

CANTO VIGÉSIMO CUARTO

CIELO OCTAVO O ESTRELLADO: LOS ESPÍRITUS TRIUNFANTES. SAN PEDRO. EXAMEN DE DANTE CON RESPECTO DE LA FE

Dante es examinado en cuanto a la Fe se refiere por San Pedro. Como un bachiller ante su juez, va contestando a las tres preguntas del santo: ¿Qué es la Fe?, ¿de dónde proviene?, ¿en qué crees? Dada la complejidad de las respuestas, damos a continuación una paráfrasis de las mismas: la Fe es el «principio» en el que se fundamenta nuestra esperanza de vida eterna. Y al mismo tiempo, es el «argumento» en el que aprendemos a creer lo que no vemos. En cuanto a que sea principio (sustancias): los misterios de la eternidad –que Dante está contemplando en estos momentos– son materia de Fe, no de ciencia. En esta Fe se basa la esperanza de eternidad: luego, lo que esperamos es sustancia. En cuanto a que sea argumento: basándonos en la Fe, aceptamos la realidad de los misterios. Luego, es argumento para probar la existencia de los mismos. ¿De dónde proviene la Fe? Del origen divino (Espíritu Santo) que inspira el Antiguo y el Nuevo Testamento. ¿Por qué las Escrituras son de inspiración divina?

Lo prueban los hechos sobrenaturales (milagros) que se han obrado. Pero si se prueban las Escrituras por medio de los milagros y éstos por medio de las Escrituras, estamos ante un círculo vicioso. Dante responde: Aunque aceptemos que hayan existido los milagros, el solo hecho de que el Cristianismo se haya extendido sin necesidad de ellos ya sería un hecho milagroso. ¿En qué crees? En un solo Dios, eterno, creador, uno y trino.

 

– ¡Oh compañía escogida para la gran cena del Cordero bendito, el cual os alimenta de tal modo, que vuestro apetito está siempre satisfecho! Ya que por la gracia de Dios este que viene conmigo prueba prematuramente lo que cae de vuestra mesa, antes de que la muerte ponga fin a sus días, pensad en su deseo inmenso y refrescadlo algún tanto: vosotros bebéis siempre en la fuente de donde procede lo que él piensa(1).

Esto dijo Beatriz; y aquellas almas gozosas se convirtieron en esferas sobre polos fijos, resplandeciendo vivamente a guisa de cometas. Y como las ruedas en el mecanismo de un reloj se mueven de tal suerte que a quien las observa le parece que la primera está quieta y la última vuela, así también aquellos glóbulos, danzando diferentemente, me hacían estimar su velocidad o lentitud por el grado de sus respectivos resplandores. De aquel conjunto de bellas luces vi salir un fulgor tan alegre y esplendente, que superaba a todos los demás. Tres veces giró en torno de Beatriz, cantando de un modo tan divino, que mi fantasía no ha podido retener su encanto: por lo cual mi pluma pasa adelante sin describirlo, pues para pintar tales bellezas carece de matices no ya la lengua, sino la misma imaginación.

–¡Oh mi santa hermana, que tan devotamente ruegas, movida por tu ardiente afecto, que me separas de aquella hermosa esfera!

Así terminó de hablar aquel fuego bendito. Y ella contestó:

–¡Oh luz eterna del Gran Paladín, a quien nuestro Señor dejó las llaves que llevó a la Tierra desde aquí arriba! Examina a éste como te plazca con respecto a los puntos fáciles y difíciles de la Fe que te hizo andar sobre el mar. A ti no se te oculta si él ama bien, y espera bien y cree, porque tienes la vista fija donde todo está patente; pero ya que este recinto ha conseguido ciudadanos por medio de la Fe veraz, es bueno que para glorificarla le toque a él hablar de ella.

Así como el bachiller se prepara, y no habla hasta que el maestro propone la cuestión que debe defender, pero no resolver, porque esto último corresponde al maestro, del mismo modo preparaba yo todas mis razones, mientras ella hablaba, para estar pronto a contestar a tal examinador y a tal profesión.

–Di, buen cristiano: ¿qué es la Fe?

Al oír esto alcé la frente hacia aquella luz de donde salían tales palabras; después me volví hacia Beatriz, y ella me hizo un rápido ademán para que dejara brotar el agua de mi fuente interior.

–La Gracia divina que me permite confesarme con tal alto primipilo –exclamé yo–, haga claros y expresivos mis conceptos.

Después continué:

–Según lo ha escrito, padre, la verídica pluma de tu querido hermano(2), que contigo hizo entrar a Roma por el buen camino, la Fe es la sustancia de las cosas que se esperan y el argumento de las que no aparecen a nuestra mente; tal me parece su esencia.

Entonces oí:

–Piensas rectamente si comprendes bien por qué la colocó entre las sustancias y no entre los argumentos. A lo cual contesté:

–Las profundas cosas que aquí se me manifiestan claras y patentes están tan ocultas a los ojos del mundo, que sólo existen en la creencia sobre la que se funda la alta esperanza; por eso toma el nombre de sustancia. Con respecto a esta creencia es preciso argumentar sin otra luz: por eso toma el nombre de argumento.

Entonces oí:

–Si todo lo que en la Tierra se aprende por vía de enseñanza se entendiera de ese modo, la sutileza del sofisma sería en vano.

Tales fueron las palabras que exhaló aquel ardiente amor; y después añadió:

–Ha salido bien la prueba de la aleación y el peso de esta moneda; pero dime si la tienes en tu bolsa(3).

Le respondí:

–Sí; la tengo tan brillante y tan redonda que no cabe duda sobre su cuño.

En seguida salieron estas palabras de la profunda luz que allí resplandecía:

–Esa querida joya, en la que se funda toda otra virtud, ¿de dónde te proviene?

–La abundante lluvia del Espíritu Santo –le contesté–, que está esparcida sobre las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento, es el silogismo que me la ha demostrado tan sutilmente, que, comparada con ella, me parece obtusa toda otra demostración.

Después oí:

–¿Por qué tienes por palabra divina a la antigua y la nueva proposición, que así te han convencido? Respondí:

–La prueba que me descubre la verdad consiste en las obras subsiguientes, para las cuales la naturaleza no calentó nunca el hierro ni dio golpes en el yunque(4).

Se me contestó:

–Di, ¿quién te asegura que aquellas obras hayan existido? ¿Acaso te lo asegura aquello mismo que se quiere probar con ellas? ¿No tienes otro testimonio?

–Si el mundo se convirtió al Cristianismo sin necesidad de milagros –dije yo–, esto sólo es un milagro tan grande, que los otros no son la centésima parte de él; porque tú entraste pobre y famélico en el campo a sembrar la buena planta que en otro tiempo fue vid, aunque ahora se haya convertido en zarza.

Terminadas estas palabras, resonó en las esferas de la sublime y elevada corte un «Alabemos a Dios», con la melodía que se canta allí arriba. Y aquel Barón que examinándome así me había llevado de rama en rama hasta acercarnos a las últimas hojas, volvió a empezar de esta manera:

–La gracia que enamora tu mente ha abierto tu boca hasta el punto en que tenía que abrirse; por tanto, apruebo cuanto ha salido de ella; mas ahora es preciso que expliques lo que crees y el origen de tu creencia.

–¡Oh santo padre! ¡Oh espíritu, que ahora ves lo que antes creíste con tal firmeza, que dirigiéndote hacia el sepulcro venciste a pies más jóvenes!(5)– empecé a decir–: Quieres que te manifieste el orden de las cosas en que creo y, además, me preguntas el motivo de mi creencia. Pues bien, yo te respondo: Creo en un solo y eterno Dios, que sin ser movido, mueve todo el Cielo con amor y con deseo; y en apoyo de tal creencia, no sólo tengo pruebas físicas y metafísicas, sino que también me las suministra la verdad que de aquí llueve por medio de Moisés, por los profetas, por los Salmos, por el Evangelio y por lo que vosotros escribisteis después de haberos iluminado el ardiente Espíritu. Creo en tres Personas eternas y las creo una sola Esencia tan trina y una, que admiten a la vez «son» y «es». La profunda naturaleza divina de que ahora trato se ha grabado en mi mente muchas veces por la doctrina evangélica. Tal es el principio, tal la chispa que se dilata hasta convertirse en viva llama, y que brilla en mi interior como estrella en el cielo.

Cual señor que oye lo que le agrada, y por ello abraza a su siervo, congratulándose por la noticia en cuanto éste se calla, de igual suerte me bendijo cantando y giró tres veces en derredor de mi frente aquel apostólico fulgor por cuyo mandato había yo hablado. Tanto fue lo que mis palabras le agradaron.

 
Notas

(1) La plegaria de Beatriz va dirigida a los beatos, que están en la «gran cena» celestial, donde se sacian compartiendo la sabiduría de Dios, para que alimenten con su saber el ansia de conocimiento de Dante.

(2) San Pablo, autor de la respuesta que da aquí Dante: «est autem fides sperandarum substantia rerum, argumentum non apparentium» (Hebreos, 2, 1).

(3) «Has definido correctamente lo que es la Fe. Ahora dime si tú la posees.» Un poco más adelante, San Pedro llama a la Fe joya.

(4) La verdad de las Escrituras se prueba por los milagros u obras sobrenaturales; es decir, hechos no acaecidos según las reglas de la Naturaleza.

(5) Pedro creyó ardientemente en la resurrección de Cristo y corrió hacia su sepulcro adelantando incluso a Juan, mucho más joven que él (Ioann., 20, 3-9).